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VI ¿Eres tú Nadie también?, pregunta mi Ulises

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Más de una vez, más de cien veces me había hablado acerca de su triste adolescencia tardía. Y el marinerito completó ese episodio clave en su vida: cómo se había rescatado de su etapa de vagabundo. Me lo terminé aprendiendo de memoria:

—Apareció en la ciudad desierta y solo yo, que naufragaba en el vacío, que no encontraba a nadie, supe verla. Yo había empezado a vivir en la calle, cerca de los linyeras pero sin compartir nada con ellos en las vías del tren casi abandonadas; los edificios y las casas habían empezado a presentárseme como moles de cemento compacto, impenetrables, sin vacío interior. Y apareció ella. Cuando entendió que yo la veía se detuvo. Quedamos paralizados, mirándonos a doscientos o trescientos metros de distancia. Supongo que las personas en la calle debieron atropellarnos, o se habrán percatado de nuestra locura y se harían a un lado; yo no veía ni autos ni a nadie interponiéndose. Éramos como dos seres de carne y hueso en un mundo de fantasmas casi transparentes. Lentamente nos fuimos acercando, un pasito ella, un pasito yo. Habremos demorado horas. Fueron horas; ella me contaría después que contra su costumbre ese día había regresado muy tarde a su casa.

“Era exactamente como el acercamiento de los dos duelistas en la escena final de una buena película de vaqueros; nos acercábamos pero los dos aterrorizados al mismo tiempo, queriendo escaparnos. Cuando estuvimos frente a frente, casi tocándonos, volvimos a paralizarnos. Muchas veces tratamos de recordar quién habló primero y nunca lo supimos. Pero sí sabíamos lo primero que dijo ella y lo primero que dije yo. Ella me preguntó si necesitaba algo y tuvo el impulso de abrir su bolso para darme dinero, y yo le detuve el gesto tocándole la mano, un roce que fue para ambos como una descarga eléctrica. Yo, por mi parte, le recité un poema, con una sonrisa, como queriendo no ser tomado en serio, un poema de Emily Dickinson que en su precisión me indica ahora cómo era lúcida mi locura de entonces, una precisión que muchas veces me hace recordar con nostalgia aquel tiempo en que yo era un artista cuyo destino no supe continuar”.

(Resentida, porque en el fondo lo que mi muñeco estaba diciendo era que esa mujer había sido real, mientras yo no pasaba de ser un ectoplasma, muchas veces le pedí que me repitiera ese poema, con la ilusión de que esta nueva vez lo diría para mí. Lo busqué en internet; yo lo recuerdo ligeramente distinto, así:)

¡Soy Nadie! ¿Quién eres tú?

¿Eres tú Nadie también?

¡Somos dos, entonces!

No lo cuentes, nos descubrirían.

¡Qué feo ser alguien!

¡Qué insolencia, como una rana,

repetir el propio nombre todo el verano

al eco de un pantano adulador!

Empiezan a encontrarse en piezas de moteles, nunca en el mismo. Acuerdan no saber nada uno del otro. Y ahí, en esos feos e insalubres pesebres va naciendo la neonata. (Una vez le rogué a Marzolini que me llevara a uno de esos lugares, que llamo insalubres porque el turno que pasamos, él hablando y yo sentada en la punta de la cama, fue sumamente tenso para mí. Para no ver en el televisor los ajetreos entre gemidos de émbolos y pistones, me la pasé mirando la colcha, la pileta, el picaporte con una aprensión insoportable. Había también una especie de burrito mecánico para montarse y sacudirse, recubierto de una felpa que llegué a ver hirviente de gonococos).

Los encuentros con la neonata que arrastra trenzados en su propia placenta a un marido, dos hijos y una suegra (y al monedero con el que pagaba en la recepción del motel cada cuota del parto, porque él seguía su destino de indigente) se repiten y de alguna manera también él renace porque esos niditos infectos lo curan de la claustrofobia. Abandona su vagabundeo y se va a vivir a la casa de la hermana. Primero duerme en la pieza de su sobrino chiquito; después él mismo limpia y se organiza un galponcito atrás del patio y se va a vivir ahí, con calentador y bañito. Se cura de espanto; al año empieza a trabajar en changas y al año o año y medio ya está sentadito en una oficina tecleando en una computadora. Se alquila un departamento y después muere la madre y él se muda a la casa natal (y es allí donde voy y toco el timbre, un oasis de paz, un palacio de pulcritud dado que Marzolini es maniático del orden y le gusta el vacío zen, un hogar que sueño con el único mueble del sofá cama, una casa que sueño preparada para una fiesta cuya única invitada es la susodicha).

Araca corazón callate un poco

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