Читать книгу Sin héroes ni medallas - Ernesto Ignacio Cáceres - Страница 10
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ОглавлениеAsí fue el monótono paisaje durante una semana. Un día, vio cómo algunos de sus compañeros se arreglaban su raído y descolorido uniforme de fajina, otros el cabello.
—¿Qué pasa? —le preguntó a uno en voz baja tratando de que los guardias no lo escucharan—. Parece como si estuvieran en su día de permiso.
—Es el día de visitas. Vienen nuestras esposas y a veces nuestros hijos. Mi esposa dijo que traería a mi pequeño Misha... ¿Tú no tienes a nadie?
—A nadie. Hubo una chica a la que conocí hace un par de años en la Capital, pero terminamos muy de pronto.
—Lo siento, compañero.
—No lo sientas. No es tu culpa. Disfruta de tu hijo.
La voz de uno de los guardias los interrumpió:
—Caminen hacia la sala. ¡No hablen entre ustedes!
Andrei intentó ir en contra de la corriente cuando el guardia le franqueó el paso, luego de sacarle el seguro a su fusil.
—¿A dónde vas, soldado Solovióv?
Todos los presos eran soldados que habían tenido un cargo en el lejano pasado. Habían sido sargentos, tenientes y hombres como él, cabos primero y segundo. Los guardias sabían que todos habían sido degradados y no se perdían la oportunidad de recordárselos.
—Voy de nuevo a mi celda. No tengo a nadie que venga a visitarme.
—Camina hacia la sala. Ya revisamos la lista dos veces y no hay errores. Camina, no arruines tu mejor día.
Andrei dudó unos segundos y luego se volvió hacia la corriente de hombres que caminaban hacia la sala. No podía creerlo. «¿Quién vendría a visitarlo? Debía haber un error, no podía creer que fueran tan crueles en hacerle pensar que tendría una visita cuando en realidad no vendría nadie». Los formaron en fila. Un guardia comenzó a leer sus nombres y señalar una mesa de madera con dos bancos.
—Berezutski.
—Aquí.
—La primera mesa de la izquierda.
El hombre caminó hasta la mesa y allí estuvo a punto de sentarse cuando otro guardia abrió una pequeña puerta y una mujer con un pañuelo rojo cubriéndole todo su cabello y un largo vestido de vivos colores entró. Se abrazaron; era su esposa.
La lista continuó hasta que quedó uno solo: Andrei.
—Solovióv.
—Aquí.
El guardia se dio vuelta y alguien entró y se abrió paso entre todas las mesas de presos y familiares hasta la última que quedaba libre. Era una muchacha joven, delgada, cubierto su cabello con un pañuelo de color azul muy intenso y un largo vestido color crema. Sus ojos eran grandes. Le recordaban en forma vaga a alguien. Quizás solo era su mente que quería darle forma a esta situación tan extraña. Pero no, estaba seguro de que había conocido en el pasado a una persona que miraba así. En su mejilla izquierda y en una parte pequeña de su boca había una diminuta cicatriz, tal vez el triste recuerdo de un accidente de niña. Traía en sus manos un objeto cubierto con una tela. Andrei la invitó a sentarse primero.
—Gracias y hola —dijo ella intentando sonreír. El hombre había tenido un gesto de buena educación para con ella y eso era extraño, muy raro en los tiempos que vivía.
—Hola. No sé quién eres... debe haber una confusión.
—No la hay. Me llamo Lara y pedí que me permitieran visitar al soldado Solovióv. Andrei Solovióv. Vine hace días, pero me dijeron que faltaban cuatro días para el único momento en que se permiten visitas y regresé hoy.
—Sigo sin entender —dijo Andrei apoyándose en la mesa con el codo izquierdo.
—He sido una tonta, no te he dicho toda la historia. Soy la madre de Andrei, el niño que los buscó en la aldea aquel día. El nieto del abuelo Andrei.
El abuelo Andrei. ¡Claro! El anciano tenía un nieto que se llamaba igual que él y el niño debía tener una madre. Ahora sabía de dónde recordaba unos ojos así; estaban en la mirada del abuelo Andrei.
—El abuelo Andrei... —Miró hacia la pared gris y luego a la chica que lo esperaba—. ¿Y cómo está él ahora?
—Está bien... —Sacudió la cabeza—. En realidad está muy mal por lo que les pasó a todos ustedes. Lo leyó en el periódico que se edita en la capital. Allí supimos tu nombre.
Andrei sonrió con un dejo de tristeza; eran famosos y él no lo había pensado.
—Somos famosos, ¿eh?
La muchacha prosiguió intentando una comunicación más fluida.
—Dijeron que a ti te habían dado 7 años y te habían... —Se llevó la mano a la boca como si temiera decir la palabra—. Degradado.
—En realidad me hicieron un favor.
—No te entiendo.
—¿Sabes quién fue Hitler? Lo debes haber estudiado en el colegio.
—Sí... pero ¿qué tiene que ver con... esto?
—Hitler llegó a dirigir los destinos de su Ejército y su país. Lo hizo hasta llevarlos a la destrucción total en la que cayó Alemania. Hitler tenía rango militar, se lo había ganado en las trincheras de la Primera Guerra Mundial donde lo condecoraron. ¿Sabes cuál era el grado militar que tenía?
La muchacha negó con la cabeza.
—Cabo. Fue cabo del Ejército hasta su muerte. Una gran ironía del destino que un cabo les diera órdenes a generales y coroneles, pero fue así. Yo también antes de todo lo que pasó era cabo. Al degradarme, me sacaron el detalle con el que éramos parecidos. Yo, ahora soy soldado, un soldado más y espero serlo después de que salga de aquí. —Andrei miró a la muchacha. Le pareció tan frágil y, a la vez, tan llena de vida, la vida que había quedado allá afuera, como si solo le perteneciera a otros, pero no a él. Entonces trató de ser un poco más amable—. Te agradezco que hayas venido; este es un lugar terrible.
—Te traje algo de comida; un postre, baklava.
Lara tomó la tela y mostró el contenido y se lo acercó. Andrei se había quedado sin palabras. Recordaba aquel postre de los tiempos en que se lo hacía su abuela y luego su madre, tiempos en que había vivido la vida.
—Gracias... no te hubieras molestado.
—Lo hice para ti, Andrei.
—Gracias otra vez.
De pronto, dejó de tener la vista fija en aquellos pequeños triángulos de masa filo; los olores de la canela y el almíbar podían sentirse desde donde estaba sentado. El instinto de sobreviviente lo asaltó. «¿Y si los guardias se lo quitaban después con alguna excusa tonta, más bien maligna?».
Como un desesperado se llevó la primera tajada a la boca y se limpió la comisura de los labios con el revés de la mano. Estaba increíble; le había dado la correcta proporción de agua, almíbar y canela y el tiempo justo para que tomaran sabor.
—Está delicioso —dijo con la boca llena, lo que provocó la sonrisa de Lara.
—Puedes guardarlo para más tarde.
—No. Tal vez me lo quiten o... no me dejen comer en paz.
Devoró la segunda porción y puso la tela con la que ella lo había cubierto en su lugar. Le acercó el plato y cuando ella lo tomó le aferró una mano. Ella lo miró directo a los ojos.
—Gracias. Cocinas muy bien.
Decidió retirar la mano para no asustar a la muchacha.
—En este país es casi lo único que puede hacer una mujer: cocinar y tener hijos. —Miró con una cierta nostalgia o tristeza un horizonte indefinido—. En la capital hubiera tenido más oportunidades, pero llegó Andrei y su padre murió en un accidente en la construcción de un edificio.
—Lo siento.
—Pasó hace tiempo. —Intentó sonreír—. Te traeré más...
Andrei pensó que no podía exponer a la muchacha a todo lo que significaba viajar hasta la prisión, soportar los controles de los guardias, esperar su turno.
—Lara... quiero decirte que...
Uno de los guardias elevó la voz en medio de la sala.
—Se termina el tiempo. Comiencen a despedirse.
Ella se puso de pie.
—Volveré la semana que viene, Andrei.
—Lara... todo estuvo de maravillas, pero...
—¿Pero qué? —Una sombra de tristeza se dibujó en su rostro.
—No quiero que vengas más. Es un gran esfuerzo y...
—¿Y qué, Andrei? —preguntó ella buscándole el rostro al soldado que había decidido mirar el piso.
—Y yo no lo merezco. Eso. No lo merezco.
A Lara se le llenaron los ojos de lágrimas, pero era fuerte como para retenerlas y que no terminaran en llanto. Muy en su interior comprendió que tenía razón. Había escuchado de los controles de los guardias, de las horas de espera sin contar que casi se había dormido en el autobús que la traían.
—Si es tu voluntad...
—Quiero otra cosa —dijo él.
—Adelante...
—Dile al abuelo Andrei que tomaremos esa botella de vodka juntos algún día.
La voz del guardia se volvió a escuchar:
—¡El tiempo se terminó! Visitas hacia la puerta. El resto hacia la derecha.
Uno de los primeros en encaminarse hacia el pasillo fue Andrei. Lara lo siguió con la vista hasta que el guardia con un gesto le indicó dónde estaba la salida.
Esa noche luego de cenar y esperar que se apagaran las luces, Andrei se quedó mirando unos minutos más el techo de su celda. Aquel suave olor de canela y almíbar, la actitud de tapar el plato con una tela blanca como lo hacía su abuela, le habían dado una razón distinta para soportar todo, pero no quería ser un maldito egoísta y exponer a la muchacha a tantos esfuerzos y humillaciones.
Los días siguientes, con sus horas interminables de trabajo le quitaron tantas extrañas ideas de la cabeza hasta que llegó el día de visita.
Se retorcía las manos esperando el momento en que el guardia dijera su nombre en la lista. Había soñado con la sonrisa de Lara durante todas la noches, con sus manos, con la expresión de tristeza cuando le había dicho que no viniera más y, al mismo tiempo, deseaba que ella hubiera aceptado su pedido al pie de la letra y ahora estuviera en la granja del abuelo Andrei, o en cualquier otro lugar del país, disfrutando de una vida, que él no podía tener.
El guardia que venía caminando por los pasillos con la lista de reclusos se detuvo frente a su celda.
—Solovióv. Ponte de pie. Tienes visita.
«¡Lo había hecho otra vez! Se lo había pedido y ella había escogido el camino del sacrificio. No sabía si sentirse alegre o confundido. ¿Cómo se lo diría una vez más? Si hasta se le habían llenado los ojos de lágrimas la última vez, aunque ella lo negara o se hiciera la fuerte».
Se puso de pie y caminó hacia la sala, mientras el guardia lo seguía desde una distancia prudencial. Allí esperó mientras decían los nombres de todos hasta que llegó su turno. La puerta se abrió y apareció otra persona: el abuelo Andrei.
Había dejado en su granja el viejo mono de mecánico, lleno de manchas y se había puesto un capote militar de la época de la Gran Guerra, una camisa blanca, seguro la mejor que tenía y un chaleco negro. Hasta la viejas botas de trabajo habían sufrido una pequeña transformación con betún de color marrón oscuro. Se apresuró a ofrecerle su mano mientras lo ayudaba a sentarse.
—Hola, muchacho.
—¡Abuelo! No tendría que haberse molestado. Debe haber sido un viaje de unas dos horas por lo menos.
—Ja... no lo sentí tanto. Le pedí al conductor que me despertara cuando llegáramos y eso hizo. —El anciano miró las otras mesas donde había maridos y esposas que se tomaban de las manos—. ¿Cómo te tratan, muchacho?
—No es el hotel de la chica esa, Paris Hilton, pero al menos comemos bien.
—Y trabajan —le dijo el anciano achicando los ojos.
—Claro... no quieren que nos tome desprevenidos el aburrimiento —le respondió intentando sonreír.
—Tienes los ojos hundidos y la piel parece más oscura —comentó el abuelo.
—Hace días que hace mucho calor. Hay mucho sol. Pero un día vendrá el invierno y será distinto.
—Quiero pedirte perdón por todo, muchacho.
—No siga, abuelo.
—Por favor... déjame seguir.
—Abuelo Andrei, escuche usted. En algo tenía razón el Consejo de Guerra que me condenó en forma sumaria, yo fui el responsable de todo lo que pasó. Yo decidí como líder del grupo que cruzáramos la frontera.
—¿Por qué le pediste a mi hija que no viniera más a visitarte?
—¿Le hice daño, verdad? —Bajó la vista otra vez arrepentido—. Solo quise que no la humillaran, que no tuviera que viajar dos horas para llegar a un lugar como este...
—Ella lo entendió, pero...
—¿Pero qué?
—Le caíste bien y quería agradecerte por lo que hiciste por nosotros.
—Lo sé... pero... no merezco tanto sacrificio.
El anciano movió un poco su banco de madera, se acercó y le palmeó el hombro como lo haría con esos hijos que la vida o el destino le habían negado.
—Eres un gran hombre. Si pudiera hablar con tu comandante, tal vez...
—No lograría nada. Las piedras son mucho más blandas. —Se miró las cicatrices de sus manos, las ampollas, algunas secas, otras recientes de tanto picar piedras—. Las piedras son más blandas que su corazón. Solo empeoraría las cosas.
—Tal vez tengas razón... —comentó el abuelo resignado.
Se quedaron unos minutos en silencio.
—¡Qué tonto! Lara me envió unos pasteles para que comas. —Metió las manos en su abrigo y sacó dos pasteles pequeños, dos tokash envueltos en hojas de papel—. Me dijo que lo que te trajo lo devoraste aquí mismo.
—Tuve miedo de que me los quitaran y terminara en la celda de castigo.
—Te comprendo.
Sin decir más se llevó uno a la boca y lo terminó en segundos, luego siguió el otro. Faltaban el café o el té, pero eso quedaría para otros momentos.
—Esa chica cocina genial.
—¿Sí, verdad? Lo aprendió de mi Tanya, mi esposa.
El guardia se puso en el medio de la sala y anunció que el tiempo empezaba a terminarse.
—Antes de irme quiero decirte una cosa, muchacho.
—Lo escucho.
—He vendido la granja. Es mucho trabajo y así como tú no quieres el sacrificio de los que te quieren, no quiero que mi nieto deje su escuela, o mi hija camine cinco kilómetros todos los días para verme y ayudarme en lo que puede hacer. La granja es un esfuerzo enorme hoy; ya casi no llueve, no se puede cultivar mucho o casi nada. He comprado una casa en el pueblo de Ardagán. También tiene un poco de tierra. Cultivaré algo, no sé, flores. Ya sabes lo que dicen, que un campesino no puede estar sin cultivar la tierra.
—Ardagán... —repitió Andrei.
—Irán a vivir conmigo mi nieto y mi hija. Te digo esto porque soy un hombre viejo y hoy estamos y, mañana, no sabemos.
—¡El tiempo se terminó! Visitas.
Se puso de pie y el abuelo le dio un gran abrazo.
—Volveré, muchacho. Yo volveré. ¿No me echarás a mí también, verdad?
Como si lo hubieran regañado, sacudió la cabeza.
—Lo esperaré la próxima semana.
Andrei sabía que si seguía hablando no se despedirían jamás. Le dio la espalda a ese viejo excelente y caminó hacia el pasillo que lo conducía a su celda. No dijo nada ni se dio vuelta a mirar. Eso podía quebrarlo y debía mantenerse intacto y fuerte otra semana para esperar al abuelo. El Ejército lo había endurecido y él era un buen alumno...