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Estaban sentados en el suelo disfrutando de su almuerzo y un poco de sombra cuando uno de los guardias se paró a su lado.

—Solovióv. Sígueme, el comandante quiere hablar contigo.

Andrei dudó, miró a su compañero y este cerró con fuerza sus ojos, como si quisiera decirle: “No hagas preguntas tontas, ve con ellos”.

—Vamos —dijo poniéndose de pie.

Siempre detrás de él, a una distancia prudencial, cruzaron todo el campo de trabajo, llegaron hasta la alambrada donde dos guardias lo estudiaron con serias miradas y los dejaron pasar. A una gran distancia todavía de allí estaban las tiendas donde estaban los oficiales que dirigían los trabajos. Un hombre levantó un poco la lona verde oliva y le hizo ademanes de que entrara. Adentro había un oficial. Era el comandante de la prisión; el teniente coronel Sergei Nóvikov. Nóvikov era un hombre joven, práctico, le gustaban las cosas blancas o negras y la gente que actuaba en consecuencia.

Cuando llegó el comandante se estaba sentando en una silla plegable. En medio de ellos había una pequeña mesa con diversos planos extendidos.

—Soldado Solovióv, presentándose.

—Solovióv, he estado leyendo su historial y me encontré con cosas muy interesantes. Vi que sabe manejar explosivos...

—Así es, señor. Algo de C4, dinamita.

El hombre señaló los planos abiertos con un bolígrafo que luego guardó en uno de los bolsillos delanteros de su uniforme.

—No me gusta andarme con rodeos, así que iré al punto: necesitamos avanzar en la obra cuanto antes y la gente del Ministerio de Defensa quiere que nos apuremos. Así que les pedí un poco de explosivos para acelerar el proceso de destrucción de lo que queda de la montaña y dos ingenieros en explosivos para manejarlos. Resulta que los muy malditos... retrasaron su viaje porque se quedaron dándose un atracón en una fonda que está a orillas de la carretera y ahora están con gastroenteritis... ambos. Otro equipo con dos ingenieros expertos en explosivos puede tardar una semana con suerte, lo más probable un mes. ¡Si pudiera los haría picar piedra toda una semana! —Hizo un silencio mientras miraba con odio las paredes de lona de la tienda y se calmaba—. Podría considerar como algo muy bueno en su historial de esta prisión que colaborara con nosotros manejando ese explosivo, ¿estamos de acuerdo, Solovióv?

—De acuerdo, señor.

Golpeó con energía los apoyabrazos de su silla de campaña mientras se ponía de pie.

—¡Eso me gusta! El guardia lo llevará hasta donde hemos dejado todo el material que trajeron los camiones. Eso es todo.

—¿En un polvorín, señor?

—Están en un depósito de la prisión.

—Señor, necesitaré de gente que retire parte de los explosivos y los acumule en un lugar seguro o que me permita determinar el grado de seguridad del depósito.

Se quedó pensativo mientras se rascaba la barbilla.

—Le conseguiré dos... tres guardias. ¿Algo más?

—Nada más, señor.

—Entonces, ¡a la obra!

Lo habían elegido para un trabajo mayor, no tanto porque lo apreciaban, sino más bien porque lo necesitaban. Si tenía suerte tal vez sumaría una recomendación en su expediente y algún día esos pequeños granitos de arena le servirían para bajar un poco la pena que le habían dado de manera injusta. Y también, sus compañeros solo tendrían que apalear los restos en los pequeños vagones de chapa en lugar de matarse con las mazas tratando de ganar el combate con las piedras.

El lugar estaba en un área apartada de la prisión. Era una casilla vieja que debía haber servido para improvisado casino de los guardias en otro tiempo. Las maderas se veían gastadas y descoloridas, menos la cerradura que, de nueva, parecía de oro. También habían incorporado un grueso pasador.

«Al menos es un buen lugar», pensó. «Alejado de todos los seres humanos que andamos por aquí; tanto del otro lado de la alambrada como desde adentro». Cuando entraron, se detuvo con las manos en las caderas mirando todo a su alrededor.

—¿Pasa algo? —preguntó uno de los guardias.

—Las ventanas. Habrá que clausurarlas con maderas, alguien puede tirar una piedra primero y luego una estopa ardiendo y ¡bum! Adiós, polvorín.

—Se supone que los explosivos son de seguridad —comentó uno.

—Yo no me arriesgaría.

—¿Qué más?

—También le cortaría la electricidad —dijo señalando una solitaria lámpara que pendía del techo—. Un chispazo puede ocasionar una tragedia.

Revisó la lista de materiales que habían traído, verificando que no hubiera elementos que pudieran provocar una atmósfera explosiva. Leyó en voz baja: “Dispositivo pirotécnico fragmentador de roca”. «Supieron elegir el explosivo correcto», pensó. «Lástima que tuvieron que enfermarse. O no tanto... No seas tonto, Andrei». Luego señaló una de las cajas que decía: “26 x 250”.

—Vamos a llevarnos una de esas, un rollo de alambre, de cables y el equipo iniciador.

Cargaron todo y se encaminaron hasta la parte de la montaña que se negaba a darles el triunfo a los hombres con sus mazas y vagones de chapa. Él mismo cavó cada uno de los 20 hoyos con un pico. Luego colocó las cargas y los alambres de conexión. A una gran distancia conectó las terminales al equipo y programó las explosiones con 3 segundos de diferencia entre cada una. La alarma de la prisión sonó con su quejido lastimero por un largo minuto. Giró la palanca y se escuchó la primera explosión.

—¡Rayos! —dijo uno de los guardias agachándose un poco cuando el estallido hizo temblar el suelo donde estaban.

Luego continuaron las siguientes mientras Andrei contaba tanto en voz baja como controlando la pantalla del equipo a todas y a cada una de las cargas. Así siguieron hasta que quedó la última serie de 20 explosiones que terminaría de destruir las piedras. Uno de los guardias se acercó a la tienda del comandante.

—¿Y bien?

—Solovióv está haciendo las cosas de forma muy correcta. Dice que va a usar todas las cargas para evitar el peligro de tener explosivos en una prisión militar.

—Muy buen punto —dijo el comandante—. Y de verdad tiene razón. Si a alguno de los presos se le ocurriera la idea de hacerse del polvorín tendríamos una masacre. Igual, sigue a su lado. No le quites un ojo de encima.

—Sí, comandante.

Andrei colocó la última carga y estiró los alambres hasta donde estaba su tienda de campaña. Hizo las conexiones y le pidió al guardia que hiciera sonar la alarma por última vez. Luego giró la palanca, la explosión y una pequeña nube de polvo saltó hasta una altura de más de diez metros. El guardia se agachó de nuevo.

—Nunca me acostumbraré.

—Si te sirve de consuelo... sí te acostumbras... puedes estar en peligro sin darte cuenta.

El guardia lo miró y sacudió la cabeza y no dijo nada. Andrei era un soldado, algo que algunos de los guardias habían olvidado. Había escuchado disparos de mortero, de cañones de largo alcance y hasta de baterías antiaéreas. Sus oídos estaban bastante familiarizados con las explosiones. Los hombres pueden ser irreverentes contra cualquier cosa, con la belleza de los animales o con lo salvaje de la naturaleza, pero le tienen un respeto enorme a los truenos y los rayos. Y una explosión en una cantera de una mina, o en una construcción, aunque controlada, siempre recuerda a un trueno, un trueno poderoso.

La pantalla mostraba 18 cargas explotadas. Siguió la número 19 y la cuenta y las explosiones se detuvieron. Esperó unos segundos más y volvió a girar la palanca; algo había pasado.

—¿Qué pasa? —preguntó el guardia.

—Falta la última.

—¿Y el equipo?

—Ya le di, dos veces.

—Tal vez, la batería...

—No lo creo. Estos equipos están diseñados para trabajar mucho... tal vez uno de los cables estaba cortado.

—¿Qué haremos entonces?

—Necesitamos algo que lo haga explotar. De lo contrario puede explotar cuando intentemos sacar la carga. ¿Hay... granadas en el arsenal?

—Preguntaré por radio.

El hombre se fue afuera y luego de intercambiar un par de palabras salió directo hasta la tienda del comandante. De allí regresó con él.

—¿Qué te propones, Solovióv? —preguntó poniéndose las manos en las caderas—. ¡Rayos! Hace calor...

—Si puedo dejar una granada sobre la carga la haré explotar sin riesgo.

—¿Tú?

—Soy el encargado de los explosivos, ¿verdad?

El comandante se dio vuelta a mirar la zona y luego lo miró con recelo. Si moría un solo guardia lo lamentaría el resto de su vida, sin pensar en el papeleo que de seguro no conformaría a nadie en el Comando Central. Y si lo mismo le sucedía a uno de los reclusos también, aunque se fingiera ser un hombre duro, sin sentimientos.

—Tienes razón. Toma —le dijo mientras le dejaba en la mano una granada de fragmentación; uno de los guardias tocó su pistola por si el recluso intentaba algo—. Trata de no volar en pedazos... sería difícil juntarlos todos.

Al verlo salir y dirigirse hasta la zona de explosiones, entre los compañeros que descansaban en una rústica e improvisada sombra con una tienda vieja, corrieron murmuraciones de todo tipo.

—¿Qué va a hacer?

—Va a tratar de sacar la carga.

—No seas tonto. Si toca esa carga puede volar en pedacitos. De seguro va a cambiar el alambre.

—Yo digo que no.

—¿Qué apuestas?

—Es la vida de un hombre —los interrumpió Boris con la frente ceñuda—. No es de buena suerte apostar algo.

Mientras Andrei se acercaba al lugar de la última carga los guardias de las torres de vigilancia lo seguían en las miras de sus fusiles.

—¿Lo tienen? —preguntó el comandante por la radio.

—Aquí torre 3: lo tengo.

—Torre 4: positivo.

Al llegar al lugar comprendió que no podía tirar la granada y salir corriendo. Existía la posibilidad de que cayera en un lugar apartado y no lograra ningún efecto. No había ningún gran hoyo en la que acertar algo tan pequeño como lo que llevaba que cabía en la palma de la mano. Aquello no era un aro de alambre con su red y lo que llevaba no era una pelota de básquet. Caminó hasta estar a escasos cincuenta centímetros del hoyo.

—¿Qué hace? —preguntó el comandante por la radio.

—Se ha acercado hasta estar encima del hoyo —le respondió uno de los vigías.

Uno de los guardias se pasó la mano por la cabeza.

—El tipo está chiflado.

—Tal vez lo que busca es que lo maten. Y ahora tiene una excusa... gigante —respondió el otro.

—Me parece que el chiflado eres tú.

—¿Por qué? ¿Nunca oíste hablar de los “suicidas”? Morir por morir. Se acerca mucho a la alambrada y uno de nosotros después de gritarle un par de veces, le mete una bala en la espalda y se muere desangrado. En cambio aquí... toca algo que no funcionó y muere hecho pedazos... no tendrá tiempo de sufrir.

—Lo que dije: te estás volviendo loco y yo me volveré igual si sigo escuchándote —le respondió y se apartó unos pasos.

Andrei estaba sobre la carga. Le sacó la anilla del seguro a la granada y la acomodó con suavidad sobre el explosivo fallido sin abrir la mano para abandonarla todavía.

—¿Qué hace, maldición? —gritó el comandante por la radio.

—Acaba de dejar la granada. Al menos eso creo.

—¿Eso creo?

—Me tapa la visual con su espalda. ¡Un momento! ¡Está corriendo!

—¿Escapa?

—No, señor. Corre hacia donde está usted.

El hombre había dejado la granada al fin y corría hacia donde se encontraban los guardias. Tenía cerca de 30 segundos antes de que todo se convirtiera en un infierno de rocas y fuego destructor.

—Corre, maldición... —dijo Boris desde la distancia.

—Corre, amigo... corre —dijo otro de los compañeros poniéndose de pie.

Hacía mucho tiempo que no sabía lo que era correr. Las piernas le dolían, pero estaba seguro de que si bajaba la velocidad algo de la onda expansiva lo alcanzaría y terminaría su aventura. Estaba a escasos cincuenta metros de la tienda del comandante cuando aquella cosa explotó y levantó una gruesa columna de polvo y piedras trituradas al aire hasta una altura de diez metros. Todos se agacharon, algunos se taparon la cabeza. En segundos una nube de polvo los barrió. Al despejarse, vieron a un hombre tendido en el suelo que no se movía.

—Tráiganlo —ordenó el comandante.

Fueron hasta donde estaba el hombre y, después de examinarlo, regresó uno de ellos.

—¿Qué pasó?

—Está inconsciente. No responde.

—Maldición... —Tomó la radio y llamó—. Habla el comandante, que venga el médico ya.

—¿Qué hacemos, comandante?

—Tráiganlo igual. Con cuidado y pónganlo sobre la mesa. Yo despejaré las cosas.

El médico tardó solo unos minutos. Como todos estaba observando el espectáculo desde un lugar privilegiado; no todos los días se presenciaba una detonación controlada de una cantera de trabajo. El doctor Býkov se puso sus gafas pequeñas mientras el guardia lo guiaba hasta la tienda del comandante, otro de los guardias se había ofrecido a llevarle el maletín negro.

—Comandante.

—Ahí tiene a su hombre, doctor. Estaré afuera para dejarlo trabajar tranquilo.

Diez minutos después el doctor salió secándose el sudor con su pañuelo celeste. El comandante estaba a punto de terminarse sus cigarrillos.

—¿Y bien?

—Se repondrá. Tiene dos golpes del tamaño de una pelota de tenis; uno en la nuca y otro en la espalda. De seguro fueron piedras de la explosión. El golpe de la nuca casi lo mata.

—Ordenaré que lo lleven a la enfermería entonces.

—Cuanto antes mejor.

Ninguno de los reclusos había vuelto al trabajo y el comandante no había dado órdenes tampoco. El degradado soldado Solovióv había sido uno de ellos y todas las circunstancias podían conducir a una sublevación. Un guardia por cada cinco reclusos, pero eso solo desembocaría en una tragedia.

Los reclusos se limitaron a mirar a los guardias.

—Tranquilos... su compañero se repondrá. Tiene un gran golpe en la nuca. Vuelvan al trabajo, hay mucha piedra que sacar.

Algunos con la cabeza gacha, otros con la mirada perdida y algunas herramientas al hombro, los reclusos comenzaron a empujar los vagones de chapa rumbo a la zona de demolición. Al clavar la pala en el montón de piedras uno susurró:

—Lo dejarán morir.

—Tranquilos —dijo Boris siempre aquietando los ánimos—. No creo que se animen a tanto...

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