Читать книгу Sin héroes ni medallas - Ernesto Ignacio Cáceres - Страница 12
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ОглавлениеLa enfermería de la prisión no dejaba de ser un modesto consultorio con solo lo necesario para atender golpeados, es decir, hombres con leves a moderados accidentes, tal vez una herida por una refriega o hasta un dedo cortado de un guardia que había estado charlando con otro mientras comía y no vigiló su cuchillo, nada más. No disponían de un monitor cardíaco, o de una sala de terapia intensiva para hechos como este que los sobrepasaban. Cuando trajeron al degradado soldado Solovióv, el doctor hizo que lo pusieran de espaldas y sobre la nuca procedió a aplicar un poco de hielo que consiguió sacar del refrigerador donde guardaba los medicamentos. A la media hora, el herido se quejó y se movió.
—Tranquilo, tranquilo... tienes un gran golpe en la nuca y otro en la espalda también...
—¿Qué pasó? ¿Dónde? —Y solo dejó de hablar y quedó otra vez inconsciente.
Luego de comprobar que el herido seguía vivo, el doctor siguió aplicando la bolsa de hielo sobre la nuca que era el sector que más le preocupaba.
Andrei estuvo en la enfermería cerca de dos días hasta que pudo volver en sí, y caminar aunque sea algo lento. En agradecimiento por la colaboración con los trabajos, el comandante le dio los siguientes días de la semana de descanso en su celda.
Al fin llegó el día de visita y solo en su celda esperó tenderse por décima o vigésima vez del lado izquierdo para pasar la tarde, pero el guardia se detuvo frente a sus rejas.
—Solovióv..., levántate. Tienes visita.
«Levantarse, ¡qué fácil se dice y qué difícil es cuando te duele todo el cuerpo!». Usó el peso de su cabeza para poder incorporarse mejor en la cama y la parte sana de su espalda.
—Gracias.
Lento, a paso de enfermo llegó hasta la sala donde barrió con la vista todo el enjambre de personas hasta que sus ojos recayeron en ella, una mujer.
Le había pedido que no regresara, pero al verla tan linda, con sus humildes aunque impecables ropas, el corazón se le llenó de alegría. Lara apretó los pliegues de la servilleta blanca con la que había cubierto el plato que le traía; tenía miedo de que aquel hombre cuya vida estaba destruida por culpa de su padre le dijera otra vez que no volviera a visitarlo y entonces se derrumbaría.
Andrei se acercó a la mesa que quedaba libre y le ofreció con un gesto que se acercara. No se sentó, esperó a que ella estuviera cerca del borde y le tomó las manos con una ternura que ni él mismo creía que podía tener, todavía por alguien, en especial, por una mujer.
—Hola, Lara. Siéntate por favor.
—Hola, Andrei... creí que no querías verme.
—Te dije aquello porque...
—Ya lo sé; para que no sufriera humillaciones o por todo el sacrificio que es viajar hasta aquí. Lo entendí en su momento, no debí sacar el tema ahora. ¿Me perdonas?
—No hay nada que perdonar, Lara. Nos estamos conociendo y habrá muchas situaciones en que no diremos lo que el otro espera que digamos...
—Es cierto —dijo ella bajando la vista como si quisiera ocultar una sonrisa. Levantó un poco la servilleta para que él pudiera observar el contenido del plato—. Mira, te traje postre: baklava.
—El último estaba muy bueno. —Andrei se lo llevó a la boca y al instante sintió la punzada de la vergüenza—. Perdón... es que...
—No te preocupes. Lo traje para que lo comieras. Disfruta.
«¿Cuánto durarían esos tres triángulos de masa con nueces y almíbar y canela? «¿Tres, cinco minutos?». Tal vez esos cinco minutos eran el único tiempo al que tenía derecho de sentirse vivo otra vez, como un ser humano que había probado la ternura de la comida casera de los abuelos, o solo la tranquilidad de un hogar donde había aprendido valores que ahora los veía tan lejanos como las historias de los héroes que leía en el colegio.
Se limpió la comisura de los labios con el revés de su mano y la punta de sus dedos y le tomó con ambas manos la mano izquierda de Lara que abrió los ojos sorprendida. Luego con la derecha la palmeó con suavidad.
—Estuvo grandioso. Cada vez te esfuerzas más.
Ella tomó el plato y lo volvió a cubrir con la servilleta.
—Puedes... —dijo levantando un poco la servilleta.
—No. Sería abusar —dijo él negando con la cabeza—. Está todo tan limpio; te has esforzado mucho... trabajas mucho.
—Me gusta mi nueva casa, tengo trabajo cerca, en una hilandería de un emigrante de Pakistán.
—¿Pakistán?
—Sí. El hombre se llama Rashid y la señora, Cali. Siempre dice que sus padres fueron muy vanidosos al ponerle el nombre de una diosa hindú, y que siempre tuvo miedo de que los dioses los castigaran. Pero ella no es vanidosa, ni orgullosa. Son muy buenos conmigo y lo único que saben es hacer alfombras.
—Me quedo tranquilo. En un tiempo Pakistán fue sinónimo de terroristas. Sé que todas las personas no son iguales, pero... la gente habla y murmura.
—Si los conocieras, te quedarías tranquilo.
Levantó la vista y la miró; en su interior coincidió con ella y eso le gustó. Quería conocer el lugar donde ella trabajaba, estrechar las manos de sus patrones. Lara le había permitido entrar en su vida en algún mágico e inexplicable momento, como si la vida le estuviera dando otra nueva oportunidad.
—Disculpa... no te he preguntado cómo has estado.
—He estado bien. —Por sus ojos pasaron los momentos en que sostenía una granada y le sacaba el seguro para dejarla sobre una carga de demolición que no había explotado—. Con mucho trabajo, pero, antes que nuestro tiempo se termine, quiero pedirte que abras bien los ojos.
—No te entiendo.
—Lara, soy un recluso condenado a siete años de prisión. Degradado y condenado. Ellos, los que me pusieron aquí, no lo olvidan y yo tampoco. Quiero que abras bien los ojos; que observes si alguien te sigue, si en tu pueblo, en tu ciudad, hay alguien haciendo preguntas sobre ti, sobre mí... ¿comprendes?
—Comprendo. Quieres que me cuide. Pienso que no es necesario, pero lo haré.
—Solo eso. Sería un tremendo error pensar que la vida solo son hechos y nada más. Son hechos y algunos son hechos políticos que benefician a unos y molestan a otros.
—¿Qué me quieres decir con eso?
—Que el hecho de que me condenaran fue un hecho político más que otra cosa; los benefició a ellos, los políticos de la capital.
Uno de los guardias caminó entre las mesas hasta llegar al medio de la sala.
—¡El tiempo se ha terminado! ¡Despídanse!
Andrei se apresuró a tomar las manos de Lara y ella sonrió.
—No lo olvides: no confíes en nadie y ten siempre los ojos bien abiertos. ¿Me lo prometes?
Lara sonrió sin decir nada y cuando algunas mujeres empezaron a pasar a su lado volvió a la realidad.
—Lo prometo. Hasta la semana que viene, Andrei.
—Hasta la semana que viene, Lara.
A diferencia de otras veces, se quedó mirándola irse hasta que su silueta delgada se perdió en la marea de gente. Los reclusos, uno a uno, comenzaron a regresar a sus celdas.
A las 22 en punto, un sonido semejante a un chasquido anunció que las luces se apagaban y la oscuridad se adueñó del lugar. Andrei buscó un mejor lugar para su espalda y dijo en voz baja:
—Te esperaré, Lara...