Читать книгу Sin héroes ni medallas - Ernesto Ignacio Cáceres - Страница 9
4
ОглавлениеHabía terminado. Se dijo, mientras se daba vuelta en la cama helada de su celda, que al fin todo había terminado. Lo que le esperaba era mucho peor. La deshonra, y los trabajos forzados en la prisión; porque nadie en las prisiones militares estaba ocioso. Desde que el ministro de Defensa, Iván “el Terrible”, como se sabía que lo llamaban en voz baja, había llegado al mando, los presos militares trabajaban de sol a sol en tareas como construir caminos, moler piedras para abrir pasos en las montañas para las nuevas carreteras, con las que el gobierno pensaba modernizar el país.
A la mañana, a primera hora, lo trasladaron a su nuevo hogar por los próximos 7 años. Antes del mediodía estaba en la zona de construcción cargando pequeños vagones de hierro, con piedras que habían conseguido arrancar de la montaña, siempre vigilado muy de cerca por una docena de soldados armados con fusiles automáticos. El sol parecía haber bajado de las alturas para torturar a los hombres que trabajaban abriendo un hueco en la montaña.
Iba por el cuarto vagón cuando uno de los presos junto a él le habló:
—Hola.
—Hola —le respondió y se sacó el polvo de la mano para ofrecérsela.
La expresión del otro cambió al instante.
—Baja esa mano ahora...
—Lo siento... creí...
—No quieren que hablemos entre nosotros, solo que trabajemos.
—Ah... lo entiendo —dijo Andrei volviendo a tomar la pala y levantando un poco de fragmentos de piedra.
Al cabo de unos minutos le habló de nuevo.
—Me llamo Yuri. ¿Por qué estás aquí?
—Yo, Andrei. Cruzamos la frontera para defender a un pobre anciano que la había cruzado buscando agua.
—Entiendo.
Uno de los guardias se acercó mirando lo que hacían y guardaron silencio. Luego de que el soldado se alejó dijo:
—Yo... maté a mi sargento.
—¿Qué te hizo? —Unas gruesas gotas de sudor cayeron de la frente de Andrei.
—Era un maldito. —Clavó casi con furia la pala en los pedazos de piedra. Luego miró a su alrededor y se calmó un poco y continuó su historia—. Por su culpa dos de mis compañeros quedaron con heridas en sus piernas. Uno de ellos no volverá a caminar jamás. Le dije que no debíamos usar munición verdadera en el entrenamiento y él la usó. Así que... salté la barricada donde estaba la ametralladora, se la quité al soldado que la usaba y le di unos 25 disparos en el pecho. Silencio...
El guardia había vuelto y los miraba con detenimiento. El vagón estuvo listo al fin y él se ofreció a empujarlo junto con otros tres, hasta el lugar donde los volcaban. En un momento sonó una sirena. Todos comenzaron a caminar hacia un lugar donde podían descansar unos minutos del trabajo y del sol impiadoso y tomar agua. Después de unos treinta minutos de descanso la sirena volvió otra vez, los guardias bajaron sus fusiles del hombro para apuntarles en forma discreta. Siguieron trabajando hasta que tuvieron que encender luces. Andrei esperaba el sonido de la sirena, pero, en realidad, fueron las voces de los guardias que dieron por terminada la jornada.
—¡Terminado! ¡Formarse todos!
Los hicieron formar fila y uno de los guardias comenzó a pasar lista.
—Vladimir Gulenko.
—Aquí.
—Yuri Vogdov.
—Aquí.
—Andrei Solovióv.
—Aquí.
El guardia continuó hasta que llegó al final de los 25.
—¿Están todos, sargento? —preguntó un oficial.
—Todos, teniente. Todos contados.
—Entonces también eso es todo. Continúe, sargento.
El hombre no respondió nada, solo se cuadró y siguió dando órdenes.
—Vista derecha. ¡Marchen! ¡Ahora!
Regresaron a sus celdas heladas. Un pequeño carro manejado por un recluso repartió la cena a eso de las 20 horas y recogió los trastos una hora después. A las 22, se anunció que se apagarían las luces. La oscuridad y el silencio comenzaron a adueñarse de los pasillos y celdas de toda la prisión. Había pasado un día de su condena...