Читать книгу Sin héroes ni medallas - Ernesto Ignacio Cáceres - Страница 8
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ОглавлениеEl comandante Ivanov era un hombre serio que había perdido la sonrisa cuando descubrió que su vida militar útil terminaría en aquel lugar olvidado, no tanto por la mano de Dios, sino más bien, por la memoria de los generales y comandantes del Estado Mayor. Allí lo habían recluido en castigo por haberse casado con la hija de un famoso general que había visto truncada su posibilidad de hacerse de relaciones importantes al haberse fijado en un oficial simplón. Sí, su querido y amado suegro nunca lo había apreciado y, si alguna vez el Ejército llegara a tener una base permanente en el lejano planeta Marte, de seguro su querido suegro lo propondría como comandante militar del destacamento de cosmonautas. Tanto esfuerzo solo para que su esposa le pidiera el divorcio y el general pudiera casarla con un político o hasta con un contratista del Ministerio de Defensa.
Todo eso era verdad, pero era la verdad “no oficial”. La oficial era que tenía la preparación y la seguridad para mantener la zona de la frontera con aspecto de la civilización que estaba a cientos de kilómetros de allí. Y eso incluía una mano dura con la disciplina de sus soldados y oficiales.
Cuando leyó el informe que el cabo Solovióv le presentó, su cara pasó del color natural de un hombre al de la lava de un volcán. Estuvo a punto de estallar con insultos y todo tipo de improperios a esos tres hombres, pero decidió consultar con el superior, el comandante regional y hacerlo por teléfono.
—Comandante Ivanov, mi secretario me ha dicho que era urgente —dijo mientras llevaba hacia atrás la cabeza en su silla giratoria.
—Así es, comandante, lamento molestarlo en medio de sus actividades, pero quiero su consejo ante una situación muy delicada que se ha presentado con un grupo de mis hombres.
—Lo escucho.
—Hoy, un grupo de guardias cruzaron la frontera para rescatar a un aldeano, un granjero que había ido a buscar agua para sus animales. En el trayecto se toparon con una patrulla del enemigo y hubo un intercambio de disparos. Uno de los soldados del otro grupo resultó herido.
—Interesante... ¿Y su problema es?
—Mi primera intención fue someterlos a consejo de guerra, degradarlos y condenarlos, pero me pareció muy... duro, por eso quiero su ayuda, su consejo.
El comandante caminó hasta la ventana de su despacho donde podía ver a un grupo de jardineros cortar las malas hierbas del jardín central del Ministerio. Le preocupaba que las flores que estaban plantando sufrieran mucho el calor y amanecieran marchitas. Los colores habían sido elegidos de tal manera que formaban la bandera del país y el último color era el preferido del señor presidente.
—¿Comandante?, ¿está ahí?
—Aquí estoy, comandante Ivanov. Mi consejo es que releve de sus tareas habituales a los hombres implicados en el incidente y espere hasta que haya un comunicado del Ministerio de Relaciones Exteriores sobre el hecho. No olvidemos que estamos negociando un tratado de paz con ellos, nuestros vecinos y esto podría... echarlo todo a perder.
—¿Relevarlos por cuánto tiempo?
—El tiempo que sea necesario, comandante. Desobedecieron una orden de no cruzar la frontera cualquiera fuera la causa y ahora deben pagar las consecuencias de sus actos. Son soldados, lo entenderán. Deben entenderlo.
—Lo he comprendido, comandante.
—Si eso es todo...
—Lo es.
—Entonces estamos en contacto. Ya sabe que puede contar conmigo para lo que necesite.
—Gracias, señor.
—Hasta luego, comandante.
—Hasta luego.
Los tres hombres esperaban afuera y se pusieron de pie cuando el comandante salió.
—Dejarán sus armas y se presentarán con el sargento Lébedev, de inmediato. Eso es todo, señores.
Todos se cuadraron y salieron por el pasillo hasta llegar al exterior. Se detuvieron, afuera un viento que venía del desierto envolvía el movimiento cotidiano del destacamento, los hombres, los distintos vehículos en nubes enormes de polvo que pretendían hacerlos desaparecer y uno de ellos murmuró:
—La hicimos buena: Lébedev es el carcelero.
—Cállate, Mijail. Si nos someten a Consejo de Guerra diremos nuestra verdad.
—¿Y de qué... porquería... nos ha servido la verdad hoy, eh? Nos mandan a la cárcel. Estaremos ahí hasta que el sol salga por el norte esperando un juicio.
—Lo que te quiere decir Andrei es que hicimos lo correcto —aclaró Boris, siempre tratando de hacerle entender al cascarrabias de Mijail.
—Lo correcto, lo correcto... —protestó Mijail—. Lo correcto hubiera sido que hubiéramos llamado al destacamento y ellos hubieran decidido qué hacer.
—Y hubieran dejado que los guardias mataran al viejo, como hicieron con su mula. Salvamos una vida, la vida de un granjero que con sus impuestos paga nuestro salario.
Caminaron unos pasos sin mucho interés por llegar.
—Si pudiera escapar... lo haría —comentó Mijail.
—Pero no puedes... ni tú, ni yo. Entremos —dijo Andrei.
Y el Alto Mando enemigo hizo su primera declaración. Era una oportunidad increíble de mostrar ante su pueblo que estaban librando una dura batalla, antesala de una posible guerra de dominación por parte de sus vecinos. Una dura batalla que haría olvidar los distintos hechos de corrupción, el hambre y las necesidades del pueblo sustituyéndolas por el patriotismo que un conflicto armado despierta en cada ciudadano, en cada joven que no sabe lo que es tomar las armas, pero lo siente como un deber, el deber de proteger a la patria. Por el canal oficial, un viejo locutor con la bandera detrás y la música del himno leyó la noticia a todo el país:
Hoy, una partida de nuestros valerosos hombres que custodian nuestra frontera resistieron la agresión de tres enemigos que invadieron nuestro territorio y los atacaron cerca de la laguna del Cisne. Uno de nuestros compatriotas resultó herido y fue trasladado en helicóptero hasta el Hospital más cercano, pero ya está fuera de peligro. El presidente Alexandr Gólubev ha ordenado la condecoración de nuestros hombres y se ha comunicado con su par, el presidente Kamil Bogdánov para manifestarle su preocupación por hechos de esta naturaleza que pueden hacer peligrar el proceso de paz.
Acto seguido habló de los resultados de la Copa Davis donde por vigésimo año consecutivo el equipo del país no figuraba clasificado y de la cantante Ana Burlova, que estrenaba su nuevo videoclip filmado en las montañas más altas de la región con un gran presupuesto, y estaba a punto de seguir con las novedades del espectáculo internacional cuando dijo:
—Interrumpimos las noticias internacionales para leer un comunicado del Ministerio de Relaciones Exteriores del país vecino, dice así:
El presidente Kamil Bogdánov ha lamentado el incidente entre guardias de los dos países. El tratado de paz sigue vigente y con más fuerza que nunca mientras que los responsables serán castigados, con todo el peso de la ley militar. Nunca antes, los deseos de paz y prosperidad de ambos pueblos han sido defendidos con tanta convicción por la máxima autoridad del país.
Dos días después, ante un Consejo de Guerra centrado en la figura del comandante Ivanov, desfilaban los tres soldados “agresores”, acompañados por un oficial abogado nombrado por la Comandancia para cada uno.
—Todos de pie. El comandante Ivanov preside este Consejo de Guerra.
Todos, acusados, defensores y el fiscal se pusieron de pie.
—Pueden tomar asiento —dijo el comandante—. Bien. Oficiales defensores, soldados, estamos aquí para juzgar la conducta de estos tres hombres, si se excedieron en sus funciones, si desobedecieron órdenes de la Comandancia o si solo se trató de un mal entendido. Primero será el turno del señor fiscal, el teniente coronel Vasily Gurdienko.
El teniente coronel Vasily Gurdienko era un hombre al que le agradaba tanto la disciplina como un buen cigarro, y como todo amante y conocedor de los placeres del tabaco, sabía que un incidente, como el de los guardias de la frontera había que tomárselo con calma y, en el final, imprimir un duro y ejemplificador castigo que hiciera que los demás insubordinados o los futuros lo pensaran más de una vez a la hora de desobedecer una orden. Había sido campeón de lucha libre en el pasado, por lo tanto tenía el cuerpo moldeado como una máquina de pelear, dura y llena de músculos que ahora dormían o simulaban hacerlo. Usaba lentes permanentes que ocultaban un poco sus ojos que, de por sí, eran pequeños, unas extrañas piedras azules perdidas en su órbitas. Su nariz era gruesa, con uno que otro vestigio de viejas cicatrices. Debajo de esa línea, apenas perceptible que era su boca, aparecía el mentón duro como una roca de los acantilados. El teniente Gurdienko se tomaba muy en serio su trabajo; esa mañana vestía su uniforme de fajina, como si les dijera a todos que aquello era un combate y había que estar vestido de acuerdo a la ocasión. Solo faltaba su arma, una Makarov 9 mm que por estrictas medidas judiciales no podía portar en una Corte del Ejército.
—Comandante... Seré breve e iré directo al grano. Hoy, la fiscalía probará, sin lugar a dudas, que los tres acusados desobedecieron una orden directa de la Comandancia, como era cruzar la frontera para satisfacer sus vanos deseos de aventura e irresponsables también, porque pusieron en grave riesgo el Tratado de Paz con nuestros vecinos. Pediremos que se los castigue con el mayor peso de la ley militar que es la prisión y, con anterioridad, que sean degradados. Eso es todo.
Un escalofrío corrió por la espalda de más de uno.
—Puede sentarse, teniente. Como son tres los acusados, no se permitirán discursos, serán breves. Teniente Ajmátov, como defensor del soldado Mijail Alekséyev, ¿cómo se declara su acusado?
—Inocente, comandante. Mi defendido ha hecho una declaración escrita para presentarla ante este Consejo y agilizar el trámite.
—Bien. La tomaremos y le remitiremos una copia al fiscal. Defensor del soldado Boris Vladimirovich Yacóvich...
Un teniente muy joven se puso de pie. Boris lo miró de reojo y calculó que había salido de la Academia de Oficiales en forma muy reciente. Casi sintió envidia, no por el cargo y el uniforme elegante, sino por la juventud de ese muchacho.
—Comandante.
—¿Cómo se declara su defendido, teniente Tretiakov?
—Inocente, comandante. Estamos preparando una declaración escrita, pero todavía no la hemos terminado.
—Dejaremos la declaración de su defendido para más adelante para darle tiempo, teniente Tretiakov. —Luego se dirigió hacia Mashkov.
—Teniente Mashkov.
El teniente Mashkov era un hombre maduro que había pasado casi la totalidad de su vida militar detrás de un escritorio debido a un accidente mientras aprendían cómo desactivar minas antipersonales. ¿Un descuido o solo un accidente muy probable debido a lo peligroso del oficio? Todos los oficiales iban a aprender en campo cómo detectar y desactivar una mina personal. Ese trabajo peligroso y muchas veces mortal lo hacían los zapadores, pero era un estilo de formación, que todos los oficiales y soldados aprendieran todos los oficios de la guerra para el caso en que alguno pudiera estar herido o muerto y alguien tuviera que ocupar su lugar. Un joven y talentoso teniente, Vladimir Mashkov, había descendido del camión que los había llevado al sitio de entrenamiento y había pisado una mina antipersonal que solo le voló el pie completo y parte de su tibia, peroné y uno de los ligamentos cruzados de su rodilla izquierda. Los cirujanos se esmeraron en recuperar lo que pudieron, pero su destino era inevitable: una baja honrosa y una mísera pensión vitalicia. Les rogó a los comandantes que le dejaran seguir en el Ejército en tareas de escritorio. Entonces alguien le habló de la abogacía y de la necesidad de oficiales bien preparados para tratar casos de insubordinación o indisciplina militar. Caminaba con mucha dificultad y le costaba ponerse de pie. Aún no se había acostumbrado a su nuevo pie de titanio.
—Sí, señor. Mi defendido se declara inocente de todos los cargos.
—Entiendo, teniente, puesto que el cabo Andrei Andreiovich Solovióv era el líder del grupo, tomaremos su declaración primero. Cabo.
Andrei se puso de pie, pidió la palabra y dio su versión de los hechos.
—¿Pretende hacerme creer que fue ese anciano el que le disparó a los guardias? ¿Y con un Mauser de 1909?
—Es la verdad, comandante.
El comandante Ivanov lo miró unos instantes y luego concentró la vista en el expediente donde, entre otras cosas, estaba el primer informe del grupo.
—Bien, señores. Este Consejo se retira a deliberar. Quiero todas las declaraciones escritas para cuando regresemos, ¿está claro, oficiales?
—¡Sí, señor! —respondieron a coro.
Todos se pusieron de pie y cada uno de los acusados fue trasladado a una celda provisoria individual por dos guardias. Tenían prohibido dialogar entre ellos, para evitar que se pusieran de acuerdo en los testimonios. Mijail aprovechó para tenderse contra la pared y fumar un cigarrillo; tal vez se tranquilizaría. Boris hizo lo mismo sin dejar de mirar el techo de su celda como si quisiera ver, como en una pantalla de cine, a ese Boris tan joven como el teniente que lo estaba defendiendo. Andrei se tiró en la cama helada y dura y cruzó sus manos detrás de su nuca. Por las minúsculas ventanas que daban al exterior podían escuchar los ruidos de los transportes y alguna que otra broma entre los soldados. Ellos, sus hombres y él estarían allá afuera, tal vez regresando de su turno o entrando a tomar servicio si no hubieran querido hacer lo correcto, defender a un ciudadano cuando les pedía ayuda. Una media hora después estaban de regreso en la sala.
El comandante leyó las declaraciones de los dos acusados que faltaban y le dio la palabra al fiscal.
—Comandante, en mi rol de fiscal por nuestro ejército y después de haber leído las declaraciones de los soldados, he llegado a la conclusión de que se actuó sin pedir nuevas órdenes a la Comandancia, quiero pedir la máxima pena de nuestra ley militar para el líder del grupo o sea 7 años en una prisión militar y que sea degradado.
Pasado el tiempo se le dio la oportunidad al teniente Mashkov, pero su alegato no logró convencer a nadie y menos al comandante Ivanov.
—Mi defendido actuó con rapidez para proteger la vida de un ciudadano de este país. La prueba está en que los guardias dispararon primero a la mula de este hombre y él debió defenderse. Solo que después la superioridad de medios se hizo muy notoria y debió pedir ayuda.
—No debieron cruzar nunca la frontera... —interrumpió el fiscal.
—Teniente, tendrá su espacio cuando corresponda. Continúe, teniente Mashkov.
—Pedimos que los cargos contra mi defendido sean levantados.
—Puede sentarse, teniente —le dijo el comandante sin levantar un poco la vista. Se hizo un corto, pero molesto silencio—. Tengo las declaraciones de todos los acusados y como comandante y juez de este Consejo de Guerra extraordinario... condeno, al cabo Andrei Andreiovich Solovióv a la pena de 7 años a cumplir en una prisión militar. Además, le será quitado su rango. Los demás acusados, Mijail Alekséyev y Boris Vladimirovich Yacóvich, serán condenados a un año en prisión. Es todo lo que tiene que decir este Consejo de Guerra. El juicio ha terminado.
Todos se pusieron de pie. Andrei miraba el suelo, su carrera militar había terminado y no de la manera más agradable. Aunque era mejor pensar, porque no podía decirlo, pensar que “la habían” terminado los políticos de la Capital en una jugada de tantas y los comandantes ansiosos de congraciarse con ellos. Todos habían olvidado para qué rayos estaba el Ejército, pero al menos él no. Tal vez hasta tenían razón en algo; él era el líder del grupo y debía asumir toda la responsabilidad, en eso estaba de acuerdo. El teniente Mashkov le tocó el hombro y le ofreció su mano.
—Lo siento, Andrei.
—Era de esperarse.
La estrechó con fuerza. Lo condujeron a su celda provisoria y a eso de las 20 horas le llevaron la cena; un poco de carne, papas hervidas, caldo y pan. A las 22 en punto se apagaron las luces y el excabo Andrei quedó a solas en medio de la oscuridad con sus pensamientos...