Читать книгу Sin héroes ni medallas - Ernesto Ignacio Cáceres - Страница 6

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El disparo de aquellos hombres repicó en una piedra a escasos diez centímetros de él. «Ya es suficiente», pensó. Buscó en el bolsillo de su viejo mono de mecánico y sacó una bala del 7,65, la puso en la recámara de su Mauser y apuntó con cuidado. Aquellos hombres le habían vaciado como cinco ráfagas de disparos, porque tenían mucha munición y armas automáticas modernas, pero él solo tenía 5 balas. Cada una era una jugada maestra. Dudó un segundo y luego disparó. El disparo los tomó sin mayores cuidados y hasta logró rozar a uno en el brazo. Los soldados se tiraron cuerpo a tierra de inmediato; en un entrenamiento hubieran recibido un “¡Así se hace!” por parte de su sargento. Pero no estaban en un entrenamiento regular; aquello era la vida real de un guardia de la frontera.

—¿Qué fue eso? ¡Maldición! —preguntó uno mientras luchaba con la tierra que caía sobre su cabeza.

Uno de ellos rio mientras escupía el polvo que lo habían obligado a tragar. Giró la cabeza hacia los lados y sentenció:

—Eso fue un fusil. El viejo está armado.

Más allá, donde llegaba la cima de la colina de cuyo amparo nunca debían haber salido, uno de sus compañeros se retorcía de dolor.

—¡Rayos, sargento! ¡No se ría! ¡Me ha dado en el hombro! ¿Me escuchó? ¡Me ha dado en el hombro!

—¡Maldición, chico! ¡Si te han escuchado hasta el mismo presidente y su coro de ministros desde la Capital! ¡Cállate!

—¡Pero me duele!

—¡Cállate o te remataré yo mismo, maldito!

—Déjalo, Nicolai... ¿no ves que está herido de verdad? —dijo uno de los soldados que estaba tendido sobre el suelo y escondía su cabeza detrás de su fusil que usaba como si fuera un antiguo escudo.

—¿Herido de verdad? ¡Ha sido un simple rozón! ¡Le podía haber levantado la tapa de los sesos! ¡Y ahora, con tanto grito, le está dando en bandeja su posición y la nuestra!

—¿Qué haremos entonces, sargento? —preguntó otro.

—¡Oleg!

—¡Aquí, sargento!

—¿Aquí dónde, energúmeno?

—Detrás de usted...

—Arrástrate y ve si le puedes disparar al anciano, a menos que me quieras agujerar el trasero.

El hombre se arrastró levantando bastante polvo, pero, al fin, tuvo la visión del valle, en cuya máxima profundidad estaba el anciano, parapetado detrás del carro y su mula muerta por los disparos de ellos.

—¿Y bien? —preguntó impaciente el sargento.

—Lo tengo —dijo el soldado ajustando la mira y volviendo la mano sobre el gatillo.

—Dispárale. No quiero ráfagas. Solo disparos espaciados. Tampoco quiero que lo mates. Solo que lo obligues a meter la cabeza en el polvo.

—Sí, mi sargento.

Y los disparos comenzaron mientras todos subieron a la carrera hasta la cima de la colina donde se encontraba el herido. Allí el sargento apuntó su fusil y tomó el turno de disparar.

—¡Sube, Oleg! ¡Ahora!

El soldado dejó su arma un segundo sobre el suelo, se incorporó de un salto y corrió hacia arriba y al llegar se tiró como lo haría en el río en un pacífico día de campo. Rodó y se incorporó de nuevo.

—Toma mi lugar... no dispares. Solo vigila al viejo. A ver, gritón, vamos a ver tu herida.

En lo profundo del valle, el viejo pudo asomar un poco la nariz para ver qué hacían los soldados. Habían dejado de disparar y eso no era ni bueno, ni malo. En un primer examen descubrió que no estaban y, en un segundo vistazo, notó las siluetas arriba, en la cima de la colina.

—¿Qué rayos se proponen? —susurró.

Andrei cerró los ojos un segundo y se aferró al cañón de su fusil. El sol se había despertado, quizás por los sonidos de los disparos que la soledad y las montañas lejanas amplificaban, y se asomaba por una irregular ventanilla donde se podía ver el celeste del cielo. Todo lo demás eran nubes, pero el calor comenzaba a sentirse en el valle. Le quedaban cuatro balas y la esperanza de que su nieto, al que le había pedido que corriera con todas sus fuerzas, lograra convencer a alguien de que viniera a ayudarlo.

Sin héroes ni medallas

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