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IV CUADROS QUE NI UN HOMBRE DEBERÍA PINTAR NOTICIAS EN EL ASTOR

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En el salón de té tres de sus alumnas lo esperaban en la primera mesa. Lo vieron desde lejos. Traía puesto un pantalón gris, camisa blanca y una boina negra, del brazo derecho colgaba su abrigo. Al verlas les hizo un guiño: apoyó el índice izquierdo en el puente de sus gafas y las deslizó hasta la punta de la nariz. Antes de llegar donde sus pupilas lo abordaron dos hombres. El maestro Justo López Belmonte hizo una señal a aquellas y se sentó en la mesa contigua con los caballeros.

Las alumnas se habían acostumbrado a esperarlo cuando estaban en un sitio público. El maestro era un hombre reconocido, querido por muchos y odiado por otros pero, en todo caso, un personaje notorio. Quienes se le acercaron esa tarde fueron Mauricio Pimiento y Omar Eduardo López, ambos directivos de la Sociedad de Artes Pictóricas de la ciudad. Las discípulas estaban ansiosas por aquella conversación: querían saber si la exposición realizada en días pasados había surtido algún efecto.

Las mujeres movieron las sillas de forma que una de ellas quedara cerca de la mesa del maestro, esta agudizó el oído cuidándose de no llamar la atención. Las otras dos disimularon hablando de los transeúntes. “La vía del resbalón” era famosa por ser corredor de hombres y mujeres de clase alta, quienes paseaban luciendo a la moda. Era también el lugar en el que los muchachos y muchachas de las mejores familias se reunían a tomar el algo. Acceder a la mesa principal del salón de té era estar en primera fila de la actividad de la ciudad, todo un privilegio dada la antelación que exigía la reserva. Rosa, Emilia y Paula llegaron temprano, con el tiempo suficiente como para tomar la media mañana y esperar al maestro hasta el almuerzo. A sus otras dos compañeras las citaron al medio día.

Eran cinco las mujeres que conformaban el grupo de discípulas del pintor. La primera en solicitar su tutoría fue Rosa González de Uribe, esposa del alcalde. Luego, pidieron ingresar otras señoritas. Las aceptadas fueron Emilia Pardo, Paula Berrío, Lucía Vásquez y Elisa Duque. La señora de Uribe era la más experimentada de las aprendices. Desde su juventud dominaba a la perfección las técnicas pictóricas tradicionales ya que sus primeras lecciones las había tomado en la institución de Bellas Artes, dirigida por el famoso artista Ernesto Barcenilla, de quien había aprendido los usos canónicos de la acuarela y el óleo.

La esposa del alcalde buscó la instrucción del maestro Justo López Belmonte cuando este retornó al país, circunstancia que motivó su salida de la institución regida por el pintor Barcenilla. En aquel momento era toda una novedad el pintor recién llegado de Europa, así como la discusión de este con el hasta entonces máximo exponente de la pintura en la ciudad y director de la institución de artes. Para López Belmonte el arte debía irrumpir dentro del orden político y moral afectando la vida práctica, pero para Ernesto Barcenilla, ideólogo purista, hablar del arte con sentido social era una burda manera de cubrir la mediocridad en la ejecución artística.

Esta ruptura conceptual los separó como amigos, en particular porque en la acalorada discusión López Belmonte señaló a Barcenilla de “fósil cultural”, a lo que el ofendido respondió con el apelativo de “sofista de mediopelo”. Los pintores de la ciudad se dividieron entre barcenillistas y belmontistas, los unos siguieron bajo la dirección de Barcenilla en la institución formal, mientras los otros decidieron agruparse a distancia de las imposiciones académicas para llevar a la práctica la acción social del arte.

Las cinco alumnas que tenía el maestro demostraban su apertura libertaria. Para la institución de artes en la ciudad el papel de las pintoras se había ceñido a un mínimo espacio de movilidad: el del arte doméstico o decorativo. De la mano de López Belmonte, Rosa y sus compañeras conocieron una pintura distinta: la de una realidad sin aura. Sus representados ya no eran sujetos ideales, sino personas del cotidiano. El maestro las incentivó a renovar los intereses habituales de la pintura femenina y a utilizar con mayor soltura las técnicas tradicionales.

Gracias a la visión del maestro se había realizado, por primera vez en la ciudad, una exposición compuesta en su totalidad por artistas mujeres. Las alumnas estaban a la expectativa ya que él les había adelantado que, dado el éxito de la exposición, las clases tomarían un nuevo rumbo. Esa era la razón del almuerzo.

Rosa se cercioró de que el maestro ocupara la silla frente a la suya. La alumna estaba preocupada por la extraña manera en que este trataba a la más joven de sus pupilas y así se lo había comentado a sus compañeras. No le gustaba la forma descarada en que Elisa quería ser reconocida. Había llegado al grupo de un momento a otro y quería liderar exposiciones sin tener en cuenta el tiempo de trabajo de las demás y las jerarquías.

Elisa Duque había sido aceptada como discípula de modo distinto a las demás, si se quería, forzado. Había perseguido al pintor para que le permitiera participar de las clases. A pesar de que, en principio, él no quería incluir a más alumnas, en apenas pocos meses Elisa parecía tener el dominio sobre el artista, al punto de que, en la exposición que las alumnas habían hecho, López Belmonte había asignado el mejor lugar de la sala para la novata. Rosa solo lo supo el día de la exposición y sin pensarlo dos veces la reubicó en la parte trasera.

Cuando el reloj señaló el medio día las dos alumnas que faltaban llegaron al lugar. También se sentó a la mesa el tutor, quien puso su saco en el espaldar de la silla de mimbre antes de saludar.

—¿Cómo están, pues, mis queridas muchachas? –dijo mientas veía llegar a la mesera. Una jovencita con vestido negro sobre el que se ajustaba un delantal blanco le hizo reverencia al pintor. Este le pidió un jugo de mandarina y el plato del día. Las alumnas también se acogieron al menú.

El pintor se acomodó en la mesa y limpió sus gafas mientras empezaba a hablar:

—Señoras, las cité por intermedio de Rosita, porque quiero que no pase de largo el éxito de la exposición y los múltiples comentarios favorables que me han hecho –Se puso las gafas y aterrizó una mira cálida sobre las alumnas–. No más hace un momento estaba con dos de los directivos de la Sociedad de Artes Pictóricas y ¿qué creen? Pues me estaban preguntando por ustedes, asumo que lo intuyeron desde que me vieron allí sentado, ¿no? Lo cierto es que ellos quedaron muy impresionados con algunos de los cuadros que vieron ese día. Así que, si lo que queríamos era darle visibilidad al proceso tan importante que están viviendo, estoy seguro de que se logró esa empresa. A ver, pero digan algo, pues. –Llevó el vaso anaranjado a su boca y vació el contenido.

—Si me permite maestro –intervino Emilia, carraspeó y continuó–, es de gran valor su aporte para nosotras. Creo que, igual que yo, todas estamos complacidas con la acogida de la exposición, por eso, si no es mucha molestia, denos más detalles, ¿le dijeron algo más específico los señores?

—Pues son directivos de la Sociedad de Artes Pictóricas –explicó López Belmonte–, qué más les puedo decir, no me hubieran buscado de no haber visto gran potencial en sus obras. No puedo más que ratificarles lo que ya saben, que estoy muy satisfecho con su compromiso y con la dedicación que han puesto en sus estudios. Naturalmente todas son mujeres talentosas, pero el tiempo y la voluntad son las razones de esta celebración.

Todos se dispusieron a comer. Cuatro meseras sirvieron el almuerzo: sopa de zanahoria, albóndigas en salsa agridulce, arroz amarillo y papas en crema de perejil. En medio de la mesa una canasta de pan y mantequilla.

—Pero bueno, muchachas –se apresuró a continuar el maestro–, además del almuerzo saben que hay algo que quiero decirles, de manera que, sin más rodeos, mi propuesta es que, en adelante, abandonemos el estudio tradicional de naturalezas muertas y demos un carácter realmente humano a la pintura, es decir, quiero proponerles que el próximo curso lo hagamos con el estudio del desnudo. ¿A ver, qué dicen?

Apenas acabó de hablar el profesor, Paula levantó la cabeza con el ceño arrugado ladeándola un poco a la derecha, como si acercando el oído a su tutor pudiera captar un contenido inentendible.

—Discúlpeme maestro, pero no creo haber comprendido, ¿cómo haríamos ese tipo de estudio?

Todo quedó en silencio. Rosa y Emilia habían retirado hacia adelante su plato a medio comer, las otras dos, Lucía y Elisa, ubicadas a la derecha del maestro, tenían también una expresión de asombro, pero con aire de alegría.

—Nada más que eso, mi querida Paula y mis queridas amigas –respondió López Belmonte–, sabemos que tenemos por filosofía la de rechazar la producción monótona. Eso es lo que buscamos. Ustedes han aprendido que hay que canalizar las intenciones profundas, nada de repetir a otros, ustedes no son copistas y eso ya lo hemos corroborado, porque la exposición reveló el verdadero talante del que están hechas.

Levantó el brazo izquierdo y de inmediato una mesera se acercó a recoger los platos. Le pidió un café doble con aguardiente y se dirigió a las alumnas, —A ver muchachas. Más que enseñarles a hacer trazos o a combinar colores, mi apuesta al aceptarlas como alumnas era forjar en ustedes un sentido de lo que hacemos los artistas. Les he dicho hasta el cansancio que la acuarela es fusión metafísica entre el agua y lo material. Que la acuarela y el fresco son la bandera de la patria. El agua se escurre entre las manos del pintor hacia la revelación de una verdad. Esa verdad descubre el trazo, la forma, la técnica y, como mucho les he dicho, técnica es fuerza, pero no hay fuerza sin originalidad. Por eso es necesario que corramos tras lo original, es decir que desnudemos nuestra realidad.

—Pero, profesor –lo interpeló Rosa–, ¿y eso qué tiene que ver con estudiar el desnudo?, ¿no cree que ese es trabajo masculino y que un grupo de señoritas no debería abordar ese tema?

—Difiero de su apreciación, Rosita –dijo el maestro mientras degustaba el tinto que ya había llegado a la mesa–, no hay pintor que pueda llamarse a sí mismo verdadero artista si no domina la técnica frente al cuerpo humano y ustedes están preparadas para dar el paso. Un claro ejemplo de lo que les digo es que, incluso Barcenilla, con lo pacato que es, se ha forjado un nombre en la práctica del desnudo.

Elisa rio por el comentario de su tutor, el maestro siguió con su intervención.

—Es fundamental reconocerse en la razón del colectivo para encontrar el sentido de lo que somos como pueblo, para expresar los íntimos sentimientos que nos recorren la sangre. Se sufre con los colores hasta que se les domina, las formas nos reproducen y dictan el color, y el color al tiempo también dicta sus paisajes. Por eso es necesario acercarse al más importante de ellos: el cuerpo humano.

Rosa, Emilia y Paula lo miraban con rostro de desconcierto, Lucía estaba distraída con el último de los panecillos de la canasta, Elisa, por el contrario, no podía contener la emoción.

—Ustedes han demostrado que son capaces –prosiguió el pintor–, ¡no más de lo mismo!, ahora vamos al reto más grande, ¡qué carajos de paisajitos! El pintor trae a la vida una tela muerta y la convierte en un mundo, pongamos a hablar al hombre: ¡las telas tienen que decir! ¡Ustedes son capaces! Ahora tienen madurez para asumir el oficio, esta vocación nos impone retos superiores. Mis alumnas queridas: más fuerza, más fuerza, es hora de ampliar el alma, sin prisa, pero sin pausa –terminó de decir el maestro con tono encendido.

Hubo un silencio en la mesa que se prolongó por unos segundos, el maestro se percató de que quedaba aún un último trago de café; antes de acabar de tomárselo Elisa habló por primera vez, rompiendo la emoción contenida.

—¡Pero qué dicha, maestro! –dijo casi gritando. Al lado Lucía, su mejor amiga, estalló en una risa estridente.

La carne del mundo

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