Читать книгу La carne del mundo - Estefanía López Salazar - Страница 8

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II

A PRIMERA HORA

La despierta el vuelo aflautado del cacique candela arrastrando la primera capa del sol. Una tela se desteje del párpado compacto: trasluce el amanecer. Puntadas de cordura empujan hacia atrás esa otra vida del sueño, la vigilia arroja victoriosa el desorden de imágenes oníricas, su turno volverá en la noche.

Ella frota las manos sobre los ojos y las desliza hasta la boca alargando un bostezo, luego trenza los dedos tras el cuello y arquea la espalda, un calambre que se anuncia en el lateral derecho la obliga a bajar los brazos. Se incorpora y permanece sentada el tiempo suficiente para agudizar los sentidos. Una cuerda invisible tensa su estómago, respira.

Es hora de andar.

Sus hermanos le han dicho que camina como un gato. Es menuda y de movimientos serenos. Tiene la figura tranquila y contundente de un felino. Mueve la cortina y se encuentra con un sol recién nacido que repasa las cosas. El rocío flota sobre las hojas del mandarino: imagina lágrimas de alegría. Se estira hasta la mesa de noche y toma su libreta, escribe:

OCTUBRE 25 DE 1938

El dolor es el signo de mi corazón.

Otra vez soñé con la anatomía, con fragmentos de cuerpos en movimiento, sentí colores, hablé con los gestos. ¡¿De qué manera puedo escribir o pintar eso?! Cuando el musgo vibra me dice cosas que no logro traducir porque al despertar pierdo la imagen. Solo me queda la seguridad de que en esa vida paralela de la que acabo de salir estaba convencida de lo vivido tanto o más que ahora, pero luego nada, pierdo el sueño mientras recupero el cuerpo.

Lo poco que puedo ver son algunos trazos. Recuerdo las manos desde las muñecas hasta las falanges de los dedos, luego los rostros que cuelgan y los ojos desorbitados –trazarlos pálidos, verdes–. Lo que importa no es reproducirlos, no se trata de imitar lo soñado sino de alcanzar la expresión: mantener la sensación del sueño y llevarla al color.

¿Hasta cuándo los otros van a moverme el alma? ¡Hasta que los pinte! Hasta que los pinte van a estar siguiéndome como fantasmas míos. En sueños estuve en la Plaza Mayor como en la tarde, volví a verlo: uno de tantos hombres del campo sin lugar en la ciudad, quería comida para él y para sus hijas.

Cuando cierro los ojos no sé si recuerdo la realidad o recreo el sueño, pero en ambos casos todo es verde, verde musgo. Veo a sus hijas como arbustos viejos pudriéndose detrás del padre, en silencio. Más atrás, la pared añeja corroída por la indiferencia. El padre diluyéndose entre el sombrero y la camisa, sus ojos ya no se inmutan ante el azar: moler los días le ha licuado la esperanza.

Tiene los dedos cubiertos de clorofila y sangran, sé bien que la rabia es lo último que deja de latir. Con gran esfuerzo sostiene a la hija menor en brazos, una barriga prominente aloja en la pequeña la fiesta de los parásitos. Es la vida aprovechando el momento para germinar. ¿Y si fuera un niño? ¿Podría trabajar, salvarles la vida? ¡Pero qué importan las palabras! La imagen es el único lenguaje completo.

Verdes, blancos y rojos. Pálidos –hacer el boceto lo antes posible–.

Yo soy, ante todo, una pagana. Venero cuanto objeto hay en el mundo que es tocado por la luz. El olor, la brisa, el color son las formas que para mí tiene la belleza. Hay algo que debo hacer. La vida vibra con su hermosura natural. Hay oscuridades que voy a iluminar a pinceladas. Por eso tengo que entrar a los sitios privados: para registrar la vida. Después, gritar con el color, mostrar su olvido anémico o su furia.

Cuando la nana entra en el cuarto la encuentra sentada en una butaca junto a la ventana, está concentrada en su diario. “Amaneció ensimismada”, piensa Anselma y acierta porque la conoce desde siempre. “La niña Rufa”, recuerda que así le decían a Elisa hace más de veinte años cuando ella llegó a trabajar a la casa; “¿veinte años?, ¡qué vieja estoy!”, dice para sí sorprendida y se pone a rumiar el pasado. No logra entender cómo es que todo pasa tan rápido, cómo se volvió vieja y cuándo fue que de la pequeña tímida y enfermiza de su memoria brotó esta señorita de facciones finas y carácter pulido.

Elisa cierra la libreta y ve a su nana recostada en la jamba de la puerta, con la misma cara triste que no se le quita con ninguna alegría, mordiéndose las uñas con esa terquedad que le hace sangrar los dedos.

—¡Ave María Anselma, dejá de morderte esas uñas! –le dice Elisa, despertándola del ensueño–, ¿viniste a avisarme que llegó Carlos?

—Sí, sí, pa eso vine, mi niña –responde la nana apresurada–, la espera hace un buen rato.

La carne del mundo

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