Читать книгу Sangre helada - F. G. Haghenbeck - Страница 11
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A través de la fina corteza de tierra mojada, el ser divino olisqueó de nuevo el aire libre. Le supo más ligero, lleno de nuevos retos por conocer. Esa bocanada despertó sus adormecidos sentidos inmovilizados por siglos. Encontró sus movimientos frágiles, oxidados por su estancia en esa tumba. Sus ojos sin pupilas volvieron a encontrase con la luz del sol, con esos pétalos luminosos del venerado Tonatiuhtéotl. Era placentero sentir sobre su carne viva esa sensación cálida. Una mano delgada y descarnada, dejando restos de gusanos atrás, brotó de la gruta que había sido su prisión. Quitó la piedra que servía de portón. La enorme pieza, que les había sido imposible mover a Camilo y su hijo, rodó sin resistencia ante su fuerza.
Sintió el cercano invierno, la estación cuando todo moría para revivir en la primavera. Halló una aglomeración de sensaciones que le indicaba la existencia de miles de nuevos reinos que dominar. Sintió en su boca el sabor reconfortante del terror de los humanos, el mismo con el que era alimentado con corazones de vírgenes. Su cuerpo fue dejando atrás la tierra, dispersando más de ese tufo que había hecho huir a Camilo. No logró alzarse pues sus piernas estaban aún débiles, atrofiadas por los siglos de permanecer en un estado de semimuerte. Quizá la piedra que le servía de prisión ya no lo retenía al haber sido apartada por el campesino, pero también existía algo en el ambiente que lo invitaba a retomar su reinado, sabía que era un llamado, un rezo de nuevos acólitos.
Más del doble de alto que un humano, sin seguir las proporciones normales. Las extremidades, delgadas y largas, poseían dimensiones enormes. Todo él, carne viva. Libre de su celda, entendía que debía resguardarse. Se arrastró al bosque cercano, el mismo que servía de principio para el monte del Cofre de Perote. No reconocía el paisaje, pues lo que habían sido pirámides levantadas en su honor ya sólo eran montículos cubiertos de hierba. No vio centros ceremoniales con las ofrendas que podrían haberlo alimentado ante su hambruna, ni rastro alguno de sus devotos. No habría vírgenes ni corazones. Sólo vio al lado de su tumba ese objeto cuadrado rojo que no poseía nada de interés para él. Olía desagradable, a algo que le picaba sus sentidos. La gasolina no le gustó, menos cuando agitó el objeto rojo y se desbordó. Pensó que era su sangre, pero sabía fuerte, venenosa. Comprendió que los humanos seguían ahí, pues había vestigios de su presencia. En especial su emanación: todos hedían a orines y caca.
Terminó escondiéndose entre los árboles, castañeando su dentadura ante el cansancio y el gran desgaste de emerger de su confín. Entonces vio a sus primeros humanos: dos hombres, uno que olía a enfermedad, a gases estomacales. Era viejo y decrépito. A su hijo lo paladeó sabroso. Detrás de ellos le seguía una comitiva, gente del pueblo cercano. Para el ser divino sólo eran parte del rebaño que lo adoraría. Con ellos venían más objetos cuadrados como el rojo de la sangre de veneno. Los humanos se juntaron ante las piedras de su sepulcro. Estuvieron mirando el descubrimiento y se marcharon, quedándose sólo los hombres que removieron la piedra.
—¿Crees que nos den dinero, pa? —preguntó el joven a su progenitor que permanecía en cuclillas mirando la tumba descubierta.
—Lo pediremos, mijo. Es nuestra tierra. Si quieren estas piedras, tendrán que pagar —contestó Camilo. Se levantó, rascándose la cabeza al comprender que su tractor había cambiado de lugar y un charco de gasolina emanaba de él. Alzó la mirada hacia el bosque, donde los ojos divinos lo vigilaban. Le pareció ver algo. El campesino no comprendió qué era, pero se sintió atraído.
—Hay alguien entre los árboles… —murmuró el hijo que se encaminó al bulto. El olor a podrido se hizo insoportable.
—Debe ser el cabrón de Hipólito. Ése quiere quitarnos la tierra… El desgraciado no tiene llenadera —murmuró Camilo. Del tractor sacó un viejo revólver que guardaba en la caja de herramientas. Con la seguridad del arma en sus manos, siguió a su chamaco hacia el bosque. El viento agitó las ramas, haciéndolas crujir.
Su hijo se detuvo al borde de la pared de árboles, mirando las grandes pisadas y el rastro del ser divino. Se hincó revisando la hojarasca compactada por el gran peso. Imaginó que no podía ser humano, era muy pesado, muy grande. Entre sus meditaciones, una larga y poderosa garra toda músculos sangrantes salió de la parte alta de los pinos para con las uñas cruzar su corazón. Camilo volteó ante el grito. Sólo sacó el arma de su cinturón para disparar una y otra vez. El dios sintió el dolor de las balas, pero supo que no eran mortales, ya que se fundían con su carne viva. La boca se extendió mostrando los colmillos, y se cerró de golpe. Una cascada de sangre emergió del hombro de Camilo ante la desaparición del brazo con la pistola. Masticó la parte del cuerpo arrancada, trozando los huesos como si fueran un suculento caramelo. Volvió a abrir las poderosas quijadas, para arrancar la cabeza. Ésta la tronó en su boca, saboreando el relleno. Fue el primer alimento en siglos. El dios estaba exhausto tras su resguardo milenario.
Saciado, el ser desollado se arropó entre las raíces para retomar fuerzas, para tomar un nuevo sueño, pero esta vez reparador.