Читать книгу Sangre helada - F. G. Haghenbeck - Страница 6
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El ser divino sucumbió. Ocurrió de repente, sin una gran festividad en su honor o una noche de desenfreno sexual. Se acabó ausente de alaridos y gritos, pues entre todas las guerras que se libraron para mantener el dominio de una civilización por siglos, fue el suave murmullo del rezo católico el que terminó por someter al sangriento dios. Había resistido batallas entre deidades primaverales, conspiraciones de regidores por el dominio de los sacrificios, o las conquistas aztecas, cada una arrastrando sus muertos y costumbres para imponer una visión astrológica divina. Incluso sobrevivió guerras civiles de emperadores buscando la potestad de lo sagrado que se creía un derecho de los humanos, no de aquellos a los que alababan. Viendo pasar todo ante sus ojos, como si los siglos fueran parpadeos, iban a ser los monjes de olores penetrantes y telas toscas color tabaco los que sojuzgaran a esa todopoderosa creatura. Como arma contra la que peleó, sólo fue esa cruz, un símbolo tan poderoso como las calaveras en templos o las figuras de cerámica de hombres desollados con rostros ensangrentados que él usaba. Fue rematado por el concepto simple de un Dios único y mártir ante ese universo de deidades caprichosas y vengativas.
Este gigante desollado era considerado la parte masculina del universo, la aurora de la mañana o el maíz tierno. Representaba la renovación, el nuevo principio de la vida. Era ridículo que ahora fuera lo contrario, el final de una época. Mas entendía ese nuevo cambio, dejando atrás el pasado para comenzar un nuevo mundo. No muere, sólo tira su piel, así era su ciclo. Xipe Tótec, Nuestro Señor Desollado, que es todo carne, se fue a su sueño milenario llevando consigo la piel arrancada de un humano, símbolo de la nueva era, para desaparecer por siglos. Sólo quedaron sus representaciones en frisos y templos donde lo pintaban con el sonajero que llama a la lluvia, teñido de amarillo y una falda decorada con caracolillos. Piel estirada enmascarando su rostro. Mientras que las manos de su víctima desollada colgaban inútilmente en las muñecas.
Así fue como desapareció en silencio, como cuando los dioses dejan la tierra ante la ausencia de devoción por ellos. Parecería que murió de inanición y olvido, mas no era cierto que dejaba la tierra ni a sus creyentes. Sólo se echaba a dormir el sueño eterno de los infinitos, esperanzado en que los vientos que trajeron carabelas y estandartes de cruces rojas cambiaran hacia un nuevo despertar. Pues ese pedazo de verde, ese continente aislado, no pertenecía a los hombres que aseguraban venir en nombre de un Dios y un rey. No, esta tierra era de él y de sus súbditos. Así que esperaría renacer para traer el dolor de nuevo.