Читать книгу Sangre helada - F. G. Haghenbeck - Страница 9
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Dos centinelas los recibieron parados en cada extremo del acceso, rectos y mirando al frente. Su integridad manifestaba porte castrense, el mismo con el que habían permanecido en ese puente por más de dos siglos. Eran centinelas de piedra, cuidadores de la fortaleza, enmarcando el acceso del infierno. La leyenda narraba que se trataba de soldados catalanes que tiempo atrás dejaron su sitio de custodios para pelear entre ellos en busca del amor de una pueblerina. Ambos murieron en un abrazo mortal cruzando sus bayonetas. Ante su delito, el rey español ordenó levantar las estatuas para que vigilaran por la eternidad. Sólo la pequeña María volteó a verlos. Su familia seguía incómoda con los brazos cruzados esperando llegar a su destino. Para la pequeña María no fue necesario tocarlos, en un parpadeo logró vislumbrar las escenas de la leyenda: el antiguo fuerte, la mutua muerte, la mujer que los lloraba y la última voluntad del monarca. Sin entender del todo la fábula, la joven paladeó esas imágenes ajenas a ella, descartándolas como un peligro. Había logrado entender que entre sus visiones, algunas eran sólo ecos del pasado. Victoria, en cambio, rumiaba el ardor en su mejilla, a causa de aquella bofetada. Más por ego dolido que por sufrimiento físico. Odiaba tener que vivir esclavizada a sus padres. Sentía que podía mantenerse por sí misma, alejándose de las complicadas relaciones familiares.
El automóvil Packard remontó el camino entre el acceso hasta el gran portón del fuerte que remataba en un arco. Esa guarnición les daba la bienvenida con un escudo que había visto guerras y hambrunas, coronado por un mástil que ondeaba la flamante bandera mexicana. La boca de la puerta los devoró, cubriendo el vehículo con sombras para volver a salir a un pasillo, llamado pozo. Detrás de los gruesos diques del castillo en forma de cruz de cuatro picos estaba el edificio central, un cuadrado que confinaba un gran patio central abierto. Los muros de la construcción no escondían su arcaica antigüedad. Eran paredes encaladas que abrigaban las gruesas piedras con las que fueron erigidas. La portentosa edificación había sido levantada en 1777 por orden del virrey Antonio María de Bucareli y Ursúa como defensa para el medio camino entre la costa del Pacífico y la Ciudad de México. Se decidió que la llanura al norte de la montaña, el Cofre de Perote era el lugar ideal por su importancia en la táctica militar. El sitio había sido parte fundamental en la historia de México: sirvió como defensa de los realistas en la guerra de independencia, de resistencia en la invasión norteamericana, cárcel de los próceres nacionales, como fray Servando Teresa de Mier o Xavier Mina, y el lugar donde falleció el primer presidente de la nación independiente, Guadalupe Victoria.
Después de haber sido colegio militar, fuerte de resistencia y cárcel, el gobierno del presidente Ávila Camacho resolvió que sería el lugar perfecto para montar un campo de concentración de enemigos de la República Mexicana. El furor popular contra los llamados países del Eje, Alemania, Italia, Japón, a causa del hundimiento de los barcos petroleros Potrero del Llano y Faja de Oro, impactó negativamente en las comunidades de extranjeros con esos orígenes. Ciudadanos alemanes fueron desarraigados de sus propiedades y se les concentró tierra adentro, en San Carlos de Perote, señalados como un riesgo para la seguridad nacional.
—Hemos llegado, señores —informó el agente Huerta. Manipuló el automóvil para estacionarse al frente de la acogida de la plaza, que daba a una escalera doble que conectaba las oficinas principales. A los pies de éstas, un hombre de traje cruzado. Bajo y con cabello que peleaba por desaparecer de su cráneo. Un bigote delgado se movía de un lado al otro, esperando a la comitiva. En sus solapas, el escudo del gobierno mexicano y del partido político que lo gobernaba. Más adelante, un camión militar. Un grupo de soldados bajaban cajas con la leyenda “Ejército Mexicano”. Lo hacían con cuidado, como si se tratara de vajillas costosas.
—Director Salinas… —saludó el agente Huerta dándole un gustoso apretón de manos—. La familia Federmann vuelve a su confinamiento.
—¡No la frieguen! ¿No llegaron a ningún acuerdo con mi contacto en la Secretaría? —preguntó el hombre alzando la ceja al unísono de su mostacho.
—Creo que terminó con un ojo morado, obsequio del señor Federmann… —explicó apenado el agente quitándose el sombrero. La familia Federmann ya estaba atrás de él, por lo que la esposa se interpuso arrojándolo a un lado para hablar directamente con el alcaide.
—No fue mi esposo… ¡Fui yo! —dictó llevándose su boquilla del cigarro a la boca, esperando que el licenciado hiciera su labor de caballero. Éste, levantando su bigote, intentó ocultar la risa que trataba de emerger. Sacó un cerillo y prendió el cigarro de la belleza rubia. Luego extrajo uno de sus vicios sin filtro para acompañarla. La elegante Greta Federmann y el licenciado intercambiaron miradas cómplices.
—Greta… Greta… Dime que no tendré que mandar una carta de disculpas al licenciado Miguel Alemán —murmuró divertido el director del sitio.
—Toño, el problema no fue con Miguelito. Ni siquiera nos quiso recibir, el muy cabrón… Se trata del imbécil que trabaja en su oficina, un tal Blanquet.
—No hagas eso, Greta. Somos pocos y nos conocemos mucho en el partido.
—No quiero verme como un malagradecido —gruñó el señor Federmann—, pero te he dado mucho dinero y de nada ha servido…
—Richard, querido amigo, tú sabes que mientras estés aquí tendrás prioridades. Pero no puedo hacer más. Las elecciones se acercan y la disputa está cabrona. El general Maximino Ávila Camacho no quiere que el licenciado Miguel Alemán sea candidato. Te agarraron en medio de una bronca.
—Genau! Por mí, el hermano del presidente puede ir a joder a su madre… —gruñó el señor Federmann sacando su portafolio de cuero del automóvil. El agente Huerta se quedó mirando cómo los soldados descargaban del camión esas extrañas cajas. Se acercó al licenciado Salinas, y de manera discreta preguntó al oído:
—¿Y eso, señor? —señaló el cargamento.
—Órdenes del general Cárdenas: se mandó el 2º Regimiento Aéreo a peinar las costas de Veracruz con unos aviones P-38 que nos vendieron los gringos… Los pinches submarinos alemanes ya nos comenzaron a hundir barcos —respondió el alcaide sin darle importancia.
—¿Y qué? ¿Traen los aviones en piezas como un mecano? —jugó el agente.
—Bombas GP de fragmentación de 500 libras. Todo un regalo del tío Sam para chingarnos a nazis.
—¿Y a poco sí las usan? —terminó burlándose el hombre acercándose un poco a las cajas.
—En la zona de Bustos, aunque no lo crea, agente, casi le damos en la madre a dos submarinos… Esos aviones no son de juguete.
Mientras los hombres charlaban, Victoria, desde que bajó del automóvil, notó a un grupo de personas al otro lado de la plaza. No era algo fuera de lo inusual, sólo prisioneros, de los comunes, quizás en camino a la zona de comedores. Uno de ellos, un hombre alto y delgado, con una distintiva cabeza rapada, de pronto cayó al suelo sobre sus rodillas, llevándose las manos a los oídos. Al parecer sus compañeros lo trataron de ayudar pues estaba teniendo un ataque epiléptico. Victoria dio un paso al frente para intentar observar mejor. Fue entonces que la mirada de ese calvo cayó sobre ella. Pese a la lejanía, ella vio voracidad en esos ojos, la estaban devorando con la vista. Sintió un escalofrío recorrer su cuerpo.
—¿Qué le pasa a ese hombre? —preguntó la chica mientras sus padres voltearon a ver el incidente.
—Se habrá desmayado por el sol… —indicó el alcaide, licenciado Antonio Salinas, quien procedió a invitar a los recién llegados a pasar a su oficina.
Ni su hermana, menos sus padres, se percataron de lo que le sucedía a María. Ella estaba absorta en sus pensamientos cuando descendió del automóvil, sin poner atención en las charlas de adultos. A María le gustaba el licenciado Salinas. Era amable y siempre los invitaba a comer con su familia. Pero más por ser el padre de su amigo, Toñito. María tampoco se fijó en los sucesos que llamaron la atención de su hermana, pues estaba más preocupada por bajar la maleta para poder enseñarle a Toñito las cosas que había adquirido en la capital. Fue cuando comenzó a oler ese tufo a carne podrida. Al principio sólo restregó la mano en su nariz para tratar de alejarlo, pero el olor aumentó hasta rodearla de tal manera que comenzó a tener color. Eran colores imposibles de definir, tonos que nunca antes había visto, matices que existieron en la Tierra pero que habían desaparecido ya. Éstos venían con la hediondez que formaba figuras alrededor de ella. No se trataba de una visión más, sino de algo mayor. Sus encuentros psíquicos eran simples parpadeos, esto era un terremoto. Algo grande, tan gigante que sobrepasaba los altos muros de la prisión. Podía imaginar una figura humana que volvía a caminar hacia ella y extendía la mano para llevársela a la boca. En esa figura apreció la carne viva, músculos que se entretejían formando extremidades y expulsando ese hedor terrible. María sabía que estaba cerca, muy cerca de ella.
—Ven, entremos —indicó su madre desbaratando sus quimeras para regresar a la vida real.
La familia Federmann subió las escaleras acompañando al licenciado Salinas.
—Que lleven sus maletas a sus habitaciones —comentó el licenciado haciendo un gesto a uno de los soldados que pasaban—. No era el plan original que se quedaran más tiempo, pero mi mujer y Toñito estarán felices de verlos de nuevo.
—Me gustaría continuar nuestra amistad en otros ambientes, Toño —gruñó Greta resignada a regresar a las habitaciones húmedas y frías que tenían como hogar. Muy distintas a su cálida y amplia hacienda cafetalera en Chiapas que les confiscó el gobierno.
—Lo sé, lo sé… Mira, todo se fue a la fruta con eso que hizo su hijo. Cuesta trabajo hacerles entender que fue su decisión, y no la de ustedes —intentó disculparse el director entrando a su oficina. El sitio donde despachaba era amplio, con una ventana mirando al patio. Las paredes permanecían adornadas con la fotografía del presidente Ávila Camacho y un óleo de las cumbres boscosas de Veracruz. Para tratar de aligerar el viaje de sus amigos desde la capital, sirvió tres copas del juego de cristal cortado que adornaba el escritorio. Una copa cayó en manos del padre, otra en las de la madre, y la última fue para él.
—Gustav tiene mayoría de edad. Si no me hacía caso ni para peinarse, menos en lo que respecta a sus inclinaciones políticas —se quejó Greta bebiendo de golpe la copa.
Su esposo se sentó en el sofá de cuero al lado del escritorio, dejando caer su frustración:
—Soy amigo cercano del gobernador en Chiapas y le puse dinero para su campaña, pero nada de eso ha servido —Richard sacó de su bolsillo un prendedor parecido al del licenciado con el símbolo del Partido. Su esposa mientras disponía de sus hijas, dándole indicaciones a Victoria al oído. Ambas se despidieron con una leve inclinación y salieron de la oficina.
—Dile eso a los agentes gringos, Richard. Ellos sólo ven apellido alemán y te fichan.
—¿Y por qué está libre esa puta de la Krüger? ¿O el cabrón de Hellmuth Oskar Schreiter en Guanajuato? —se quejó Greta sirviéndose otro trago sin pedir permiso.
—Sabes que son gente cercana al secretario de Gobernación… —alzó hombros el licenciado Salinas.
—Macht nichts! ¡Yo soy cercano a él! —gimoteó Greta desesperada—. Mira, no quería hacerlo, pero necesito que le mandes un mensaje personal. Dile que yo pido su presencia.
Richard Federmann giró hacia su esposa, sorprendido. Era una solicitud que revivía viejas rencillas en casa y que hablaba mucho de los problemas que tenían entre ellos.
—Es complicado, Greta —susurró el alcaide.
—Encárgate de mandarlo, sólo hazlo —ordenó imponiéndose.
—Haz como dice Greta —se resignó el señor Federmann apretando los labios. Intentó exponer su decisión—: No han sido días fáciles para nosotros… ¿Recuerdas cuando dieron la noticia del hundimiento del barco mexicano? Algunos salvajes comunistas rompieron a pedradas los ventanales del Casino Alemán y de la Librería Alemana.
—Te comprendo, Richard —movió la cabeza aseverando—. Todo ha cambiado con esta guerra. Yo nunca pensé terminar en este culo del infierno. Quería ser diputado, pero dicen que me gané este puesto por mi lealtad… ¡Pura chorrada!
—Fuiste a las fiestas equivocadas —Greta le acarició la mejilla con un gesto triste, asumiendo la mala suerte de ambos—. Llevarte con el cabrón del hermano del presidente no te trajo nada bueno.
—Puede ser el siguiente…
—Y yo puedo ser el mago de Oz —protestó Richard apurando su bebida.
—Y aquí estamos, Richard. Sólo es política —el licenciado colocó la mano en el hombro de su amigo—. Haré lo que tu esposa dice, mandaré esa nota al secretario de Gobernación y veamos si podemos sacarte antes de Navidad.
—Un invierno aquí es un pesadilla —se quejó Greta mirando por la ventana de la oficina.
María y Victoria caminaban por entre los largos pasillos lóbregos de la fortaleza. Túneles con poca luz y ese olor fastidioso a humedad. Victoria se había quedado inquieta por lo atestiguado en el patio. Trataba de que no le afectara, rumiando su odio a su familia y la incapacidad de lograr que los dejaran libres. Aborrecía estar ahí, no por el confinamiento, sino porque se perdía las reuniones con sus compañeras de la capital y las fiestas en búsqueda de muchachos guapos. Estaba segura de que Raquel, su amiga, había encontrado un novio con dinero que ya la paseaba por las heladerías de la colonia Roma o en las cenas del Frontón México. María le seguía en silencio, aturdida por la imagen de ese gigante que vio en su mente, con un gesto que no representaba nada: ni felicidad, tampoco tristeza.
—Escuché un ruido…
—Yo no —murmuró María.
—En la fonda… ¿Viste algo, verdad? —preguntó Victoria. Su hermana no comprendía del todo el don de María, pero entendía que era real. Más de una vez se había vuelto verdad lo que había predicho. Quizá para sus padres sólo eran delirios de una niña con exceso de imaginación, pero Victoria intentaba ayudar a María, al menos comprendiéndola. Apoyaba a su hermana aceptando que era diferente, y que esas visiones podían ser más una pesadilla que una bendición.
—Algo… fue distinto. Me puso nerviosa… —rumió María intentando acordarse de lo percibido, mas era ese gigante que apareció en sus visiones lo que temía.
—Ya sabes que si se te muestra algo, puedes decirme —le instruyó su hermana.
Otra vez el ruido. Las dos voltearon. Algo se acercaba a ellas caminado entre oscuridades. Se tomaron de las manos.
—¡Buuuu! —gritó un niño en pantaloncillos cortos de la misma edad que María. Toño Salinas se carcajeó burlándose de ellas.
—¡Estúpido! —bufó Victoria continuando su andar hacia sus habitaciones. El chico saludó alzando la mano. María le sonrió.
—¿De regreso? —preguntó sarcástico el chico con las manos en los bolsillos—. Me extrañaban, por eso regresaron.
—Ni en sueños, idiota —clamó Victoria golpeándole el omóplato. El muchacho chilló exagerando el dolor.
—¿Es cierto que vieron a un verdadero espía? —cuestionó intrigado.
—¿El Chacal? Sí, es un idiota como tú —rezongó Victoria entrando a su habitación. María de nuevo le sonrió. En su mundo poco entendía de algunos comentarios burlones, pero había aprendido a sonreír al escucharlos.
—Sí, me extrañaron… —concluyó complacido el chico.