Читать книгу Sangre helada - F. G. Haghenbeck - Страница 8

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III

Camilo volvió a eructar. Sintió cómo los gases emergían por su garganta, dejándole un sabor de epazote en la boca. Los frijoles que había almorzado no parecían sentirse a gusto en su estómago. Ya su mujer se quejaba que después de veinte años de matrimonio lo único que recibía eran pedos y no besos. Tampoco ayudaba el ajetreo del tractor, sacudiéndolo mientras araba la tierra. Su hijo, que lo seguía a pie, ni se inmutó por sus flatulencias. Estaba tan acostumbrado que seguramente había creado un método para no olerlos ni escucharlos. El campesino siguió conduciendo el artefacto y se golpeó en el pecho para lograr extraer todos los gases. El último eructo fue tan sonoro como la erupción de un volcán.

Eran buenos tiempos para el campo. Había conseguido apoyo del gobierno para comprar el tractor y un cliente le había asegurado ya la compra de la cosecha. Se había asesorado con su prima, una maestra rural con ínfulas de terrateniente política de la comunidad de Alchichica, para adherirse a un programa de adquisición de maquinaria agrícola. La comunidad había sido inyectada de apoyos federales para las cosechas y el ganado, por eso el estado de Veracruz vivía bonanza. Su tierra había encontrado de nuevo fertilidad, regresando a tiempos más triunfantes. Había vestigios de esas épocas con los viejos cascos de las haciendas abandonadas. Pero también en los restos prehispánicos de localidades que comerciaron con la costa y el centro del país de manera exitosa. Era común que lo que se creía un montículo no era más que vestigios de una pirámide cubierta por el tiempo.

Una gélida corriente golpeó a Camilo y su hijo, anunciando la pronta llegada del invierno. Alzó la mirada para ver el majestuoso volcán que seguramente terminaría nevado en pocas semanas, al igual que toda esa zona. El Cofre de Perote, o Nauh­campatépetl. Con su escarpada pared en forma de herradura, se levantaba al terminar su propiedad. El viejo limpiaba el terreno para sembrarlo pasando el año siguiente, cuando la nieve se hubiera derretido. Mas no había sido un tarea fácil, como creía, incluso con la ayuda del tractor. Quitar piedras y remover la tierra resultó un trabajo agotador. Quería enseñarle a su hijo como hacerlo, ya que él heredaría esas tierras. En general había sido un buen día de jornal, pero el almuerzo en la fonda lo llenó de gases.

Para Camilo el melodrama presenciado no le afectaba, pues desde que habían implementado la prisión para alemanes en la fortaleza de San Carlos, escenas así eran comunes. El tractor se detuvo: había golpeado con algo y no deseaba que una descompostura lo arruinara. Descendió para percibir lo que había descubierto. Fue cuando halló la piedra. Era un pedazo pétreo anodino que brotaba unos centímetros del piso. De textura lisa, distinta de las rugosas piedras volcánicas de la zona. Con la mano despejó la tierra, descubriendo que poseía hendiduras rectas, demasiado perfectas para ser causadas por la erosión: tal vez labradas por un antiguo habitante. Decidió que había que quitarla del camino.

—Tráete la pala… —ordenó a su hijo. El chico sacó la herramienta de la parte posterior del vehículo. Camilo de inmediato se dedicó a limpiar alrededor del mojón. Al descubrirla, percibió una extraña sensación de muerte y putrefacción, como si se tratara de los restos de una tumba. Era una sensación en su mente, algo que apuñalaba su cabeza ante cada palada.

Se detuvo y pidió a su hijo que continuara. El muchacho aceptó el encargo sin remilgos. Pensó que así se libraría de esa sensación de pesadez y morbosidad, pero ésta persistió, latente.

—Es una calaca, pa… —murmuró el chico. Camilo tuvo que dar un paso atrás para comprenderlo: la piedra parecía haber sido labrada asemejando una boca abierta con dientes. Dos círculos en la parte superior imitaban las cavidades de los ojos y una perforación triangular en la parte media como nariz. Sin duda, el primitivo artista deseaba emular una calavera.

Metió de nuevo la pala para hacer palanca y la roca se movió dejando entrever un hueco en la parte inferior. Tal vez la entrada a una caverna o una madriguera de animal, pero el tufo que emergió fue de una fetidez terrible. Camilo y su hijo absorbieron esos gases, que los hicieron toser y lagrimear. Era un olor tan penetrante que se apartaron llevándose el brazo a la nariz. Se trataba de un hedor único, a piel fermentada y el aroma metálico de la sangre coagulada.

—Mira, pa… —señaló el hijo a un lado de la primitiva escultura. Camilo se agachó para recogerlo: era una figura de unos veinte centímetros de barro. Humana al parecer, en cuclillas y con las manos al frente. En sorprendente estado. Sólo el rostro le parecía extraño, como si abajo hubiera un esqueleto que trataron de cubrir con una máscara sonriente. Toda la figura aún con vestigios de color rojo.

—¡En la madre, mijo! Encontramos una pinche pirámide… —logró decir al visualizar mejor el figurín de un dios prehispánico que había terminado su sueño milenario.

Sangre helada

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