Читать книгу Sangre helada - F. G. Haghenbeck - Страница 13
ОглавлениеVIII
–Mire, le voy a platicar cuál es mi trabajo. Se trata de recibir la deportación selectiva de las personas acusadas de ser afines a los países del Eje y mantenerlos confinados… ¿Eres alemán? Vienes aquí. ¿Descendiente de alemanes con relaciones con los nazis? Tu cuarto te espera. ¿Hiciste propaganda a favor de Hitler? Seguro te recibiremos —expuso con un dejo de sarcasmo el licenciado Antonio Salinas. Lo hacía como si se tratara de una charla en un café en los portales de Córdoba, afable. Se encontraba en uno de los cuartos cerrados de la fortaleza. Las paredes de esa sección estaban manchadas con hongos que disfrutaban la humedad y oscuridad. Una bombilla apenas si lograba iluminar a los presentes.
El director del centro de confinamiento permanecía sentado en una silla de madera. Frente a él, su nuevo prisionero: Von Graft. Esto no era tan alegre como el día en la fonda del camino. Al llegar a la fortaleza de San Carlos, el comité de bienvenida de los soldados estacionados le dieron una divertida fiesta. Su labio estaba hinchado y una fea cicatriz se abría en su ceja. Los moretones en su cuerpo eran visibles, deberían doler. Aún golpeado y esposado, dos soldados lo vigilaban en todo momento. Disfrutaba la escena, recargado en la pared fumando, el capitán César Alcocer con la camisa de su uniforme remangada. Parecía que él mismo había ayudado con el excitante recibimiento.
—¿Quién decide si serás prisionero de este campo? —continuó el licenciado Salinas—. Desde luego, no nosotros: el gobierno de los Estados Unidos. Los gringos proporcionan las listas de sospechosos. También hacemos nuestras propias investigaciones. No creas que somos tan huevones. Sí, ése es mi departamento, la Dirección de Investigaciones Políticas y Sociales de la Secretaría de Gobernación. Trabajo con el licenciado Tello.
El licenciado se levantó, con pereza avanzó hacia el capitán ofreciéndole un cigarrillo. Von Graft se lo llevó a la boca, mientras el encendedor lo prendía. Salinas hizo lo mismo, con otro cigarro para él. Después de darle dos fumadas, regresó a la silla.
—Si es posible, los espías son deportados a Alemania con apoyo de Estados Unidos. En México no tenemos condiciones para repatriarlos. No tenemos marmaja —hizo el gesto de dinero con una mano. Alzó las cejas y tomó aire—. Pero, mientras, aquí vienen las personas denunciadas de cometer delitos contra la seguridad nacional, que hicieron propaganda contra el gobierno o están acusadas de sabotaje. Son al menos unos trescientos presos, pero ya sabes, entran y salen —al voltearse hacia el capitán, Von Graft pareció bajar la mirada para no sentirse aludido. Las mordidas eran comunes, servían para que el sistema funcionara—. Pero eso no aplica para todos… —marcó con un tono marcial el oficial—. Ciertos prisioneros no van a salir hasta que termine la guerra, como los tripulantes de barcos alemanes que estaban atracados en puertos mexicanos, incautados por el gobierno. Y los espías como usted, Von Graft.
—Soy un empresario —se defendió el alemán escupiendo al suelo. Un coágulo de sangre salpicó el piso.
—Yo no lo decido, señor Von Graft. Y no me importa. Como le dije, tengo un trabajo aquí, y lo cumpliré. Por eso lo invito a que usted haga lo mismo.
—¿Y cuál es mi trabajo?
—No causar problemas —el alcaide entrecruzó las manos, continuando con tono moderado. Había aprendido que era un trabajo de resistencia, de sólo aguantar. Su filosofía simple trataba de expandirla entre sus confinados—. ¿Sabe? Somos una comunidad pequeña, pero tratamos de respetarnos. Hay familias allá afuera, así que no permitimos desplantes o groserías. Espero que se comporte a la altura.
—¿Me dejará libre en el campo? —preguntó desesperado Von Graft.
—No lo sé aún. Sé que los periódicos lo incriminaron con los asesinatos de Tacubaya, pero la puritita verdad es que no creo en la prensa. A mí me huele medio cochinón toda su investigación… Algo no me cuadra con usted. Ya sabemos que la policía es trácala, así que es mejor andar con pies de plomo.
—Yo ni siquiera estaba en la ciudad… ¡Estaba en un rancho de San Ángel! ¡Me incriminaron! —se exaltó el prisionero. Un puño le golpeó el labio herido, sacándole una lluvia de saliva y sangre.
—¡Silencio! El licenciado está hablando… —el capitán Alcocer sonrió sobándose su mano después del golpe. Los ojos de odio de Von Graft se clavaron sobre él.
—No, capitán… Aquí no maltratamos. Piense que es una central de emigración. Preferiría que no vuelva a tocar al señor —indicó el licenciado, mientras Alcocer sólo bajaba la cabeza aceptando la orden—. Como le dije, señor Von Graft, queremos ser civilizados. Le pido que guardemos las formas y esto funcionará bien —el licenciado Salinas torció su cabeza cual maestro dando clase.
—Intentaré no ser un problema —murmuró Von Graft limpiándose el labio.
—Aquí todos se portan bien, la compra de comida la controlamos junto con la jefatura de los marinos alemanes llevada por el señor Heinrich Hesse. Ellos se entienden de sus cosas, entre el dinero que da Gobernación y el que reciben de Alemania por medio de la embajada de Suecia, a todos nos va bien.
—Hay cafés, barberías, teatro, pastelería y telégrafos. Es una pequeña ciudad. Como tal, queremos mantener esta situación —explicó el capitán interviniendo en la exposición.
—Recibí un telegrama esta mañana, ¿sabe? ¿Le gustaría saber de quién? —preguntó el encargado de la cárcel.
—¿El pato pascual?
—No, el mismo licenciado Alemán. Al parecer, una conocida suya está intercediendo por usted. ¿Conoce a la actriz Hilda Krüger?
—Rubia, buenas caderas, besa bien…
—Me hizo llegar una donación para que lo cuidáramos.
Karl von Graft alzó su ceja derecha al escuchar eso.
—¿Y la golpiza que me dieron ayer?
—Eso fue por parte del personal de la Secretaría de Defensa. Yo trabajo para Gobernación… —respondió como si se tratara de un problema burocrático. El cometario hizo que el capitán tratara de ahogar su carcajada, igual que los soldados que lo escoltaban.
—Muy, muy gracioso, licenciado… —explotó el prisionero.
El licenciado Salinas se levantó de su silla dando una señal a los militares para que direccionaran al cautivo:
—Pediré al capitán Alcocer que lo interne un par de días en el calabozo para que se acondicione. Ya pensaré qué hago con usted. Espero disfrute su retiro, señor Von Graft.
Caminaron por entre los pasillos hasta llegar a un ala que servía de retención para los presos peligrosos: pequeñas cámaras con una puerta de reja, apenas iluminadas por una serie de focos colgando de las paredes. Le quitaron las esposas a Von Graft y el mismo capitán lo arrojó al interior y cerró la puerta. El prisionero lo enfrentó cuando se alejaba:
—Lo nuestro no va terminar así, capitán.
El capitán y el licenciado Salinas salieron al amplio patio, donde el día a día de la prisión continuaba. La vida en la estación de confinamiento era bastante monótona. Trataban de llevar un horario fijo para los internos, al menos para mantener el control de éstos. Comenzaba a las seis de la mañana, en espera del desayuno, otorgándoles tiempo para ejercitarse o lavarse. Ese almuerzo era prolongado por una hora, hasta las once que llegaba el correo y se pasaba lista. Con una comida al mediodía y toque de queda a las nueve, la invariabilidad imperaba entre los confinados.
Ambos se colocaron en las arcadas de medio punto que rodeaban al patio, protegiéndose con la refrescante sombra. Les sacudió un viento invernal, haciendo que el capitán se colocara sus lentes oscuros mientras fumaba un nuevo cigarro. El militar y el funcionario se recargaron en la columna, observando lo que sucedía en la parcela. Eran las rutinas comunes: al centro, los prisioneros de los barcos alemanes jugaban futbol con una pelota vieja y sucia. Algunos caminaban alrededor, charlando. Se mezclaban entre los cautivos pudientes que habían sacado mesas y sillas para tomar limonada mientras pasaban el tiempo entreteniéndose con un juego de cartas como si se tratara de un pícnic. Algunos soldados con rifles al hombro resguardaban a todos dando rondines. Incluso un par de niños daban vueltas en bicicleta soltando contagiosas carcajadas. Tal como lo había narrado el alcaide, eran una pequeña comunidad.
—¿Es verdad lo que le dijo? —cuestionó el capitán Alcocer.
—Sí, recibí el telegrama del licenciado Alemán antes de que llegaran ustedes. No quiero tomar partido en esto, es labor del ejército encontrar posibles espías, pero creo que algunas veces hay tendencias equivocadas.
—Su confinamiento es motivo de seguridad nacional.
—No me trate de lavar el coco, capitán. Aquí todos cojeamos de la misma pata. Sabemos que hay manga ancha con ciertos personajes. ¿Leyó bien el archivo ministerial del señor Von Graft?
—Desde luego, es mi prisionero. El mismo general Cárdenas me instruyó que lo escoltara todo el tiempo hasta que se definiera su situación.
El licenciado Salinas alzó su bigote en un gesto sarcástico ante la respuesta oficial, que sonaba más hueca que un pozo vacío.
—Se le imputa el asesinato del empresario Lionel Dalkowitz, pero hay muchas cosas que no me cuadran. En efecto, Von Graft estaba en San Ángel. Aparece en el periódico como parte de los invitados a una fiesta de artistas de cine —narró pensativo el alcaide.
—Eso es trabajo del juez, alcaide, no nuestro.
—¿No le parece que le armaron un chanchullo? Si se tratara de un espía, no dejaría cadáveres por todos lados. El punto de ser espía es que no lo vean.
—Tal vez su misión era matarlos.
—Creo que ve muchas películas de Hollywood, capitán. En México las cosas no son así, son simples. Nos chingamos gente por dinero, mujeres o despecho. No por intrigas internacionales.
El capitán César Alcocer sonrió divertido por los comentarios del licenciado. Le gustaba la forma de ser de su contraparte de Gobernación, pues a diferencia de los políticos de la capital era más dicharachero, relajado. Como que eso de ser cabrón y una piedra en el culo no se le daba. Y se agradecía, por eso no era extraño que fuera respetado y querido por los internos, más que su antiguo jefe el licenciado Tello. Dio una chupada a su vicio mientras atestiguaba en las mesas de los reclusos cómo servían limonada en grandes vasos. Algunas veces intercambiaban productos con los habitantes del pueblo, o se conseguían bastantes cosas en un mercado negro permitido por los guardias. Las pocas mujeres estaban vestidas de blanco y algodón, como si fuera una kermese. La señora Federmann resaltaba de entre todas ellas con un vestido de amplia falda a la rodilla, de tirantes en color verde pastel, con una pañoleta y lentes oscuros. Sus aires de estrella de la pantalla grande casaban a la perfección en ella. Por eso para muchos de los hombres de la prisión era imposible quitarle la mirada. Su esposo permanecía sentado a su lado en camastros de madera jugando una partida de ajedrez con su hija menor.
—¿La familia Federmann? —cuestionó el capitán señalándolos.
—¿Qué con ellos? —repuso admirado el alcaide.
—¿Por qué están aquí?
—En verdad, por las burradas de su hijo —torció la boca molesto, pues los estimaba y sentía que la situación hacia ellos no era placentera—. El chamaco decidió ser soldado del enemigo. Y hay un cabrón que les quiere hacer mala obra, el general Maximino.
—Me he enterado que todos tienen problemas con él. No dudaría que a él sí lo mandaran matar, colecciona enemigos —aceptó el capitán sin retirar la mirada de Greta. La rubia se dio cuenta y al encontrarse la vista entre ambos, en su rostro asomó una coqueta sonrisa. El capitán la disfrutó como un caramelo.
—Veo que está interesado en Greta —interrumpió su coqueteo el alcaide. El capitán lo miró sorprendido, pues lo habían descubierto—. Déjeme advertirle que es toda una viuda negra. No se haga muchas ilusiones, ellos están fuera de su nivel.
—Ya soy mayor de edad, licenciado. Ya puedo ir al baño solo —gruñó molesto el militar, arrojando su cigarro y encaminándose con grandes zancadas a la zona de las mesas.