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Stefano Zamagni era un agente del Departamento de Homicidios. Le gustaba mucho la vida tranquila y en su tiempo libre le encantaba recorrer Bologna con su deportivo de dos plazas color gris plata. Una fría mañana de enero  se levantó, se tomó un rápido desayuno a base de zumo de pomelo y algunas rebanadas de pan ácimo y salió para ir a trabajar. Tenía su pistola de calibre 38 en la cartuchera.

En cuanto llegó a vía Rizzoli, al ver que llegaba temprano al trabajo, decidió pararse para saludar a su amigo Mauro Romani en el local de comida rápida del que era propietario, en el número 68 de la misma calle.

En cuanto entró vio a un individuo sospechoso en la otra parte de la barra con una escopeta de cañones recortados en la mano derecha, preparado para hacer fuego sobre el señor Romani si no le daba el contenido de la caja.

Cuando vio el saco del dinero en las manos del atracador y a su amigo Mario libre, sacó la pistola de la cartuchera que llevaba debajo de la chaqueta.

– ¡Quieto, policía! –dijo Stefano esperando que el individuo se parase. Pero eso no ocurrió: el hombre enmascarado se escabulló detrás de una puerta que daba al sótano.

Sin dudarlo un momento Stefano, con el arma en la mano, persiguió al atracador por las escaleras esperando que no hubiese desaparecido en la nada.

Lo intentó durante mucho tiempo pero no lo encontró.

Quizás realmente había conseguido escapar, o quizás no.

Estaba a punto de irse cuando fue atraído por un extraño resplandor rojizo que provenía de detrás de la esquina.

Con mucho cuidado, manteniendo siempre la calibre 38 en la mano, se movió hacia aquella extraña e intensa luz. En dicho lugar había un libro en el suelo. La portada era de raso rojo. Un rojo oscuro. Oscurísimo. Estridente.

No se pudo resistir.

En cuanto Stefano tocó el libro, el resplandor cegador desapareció.

Cogió el libro y se lo llevó a comisaría, donde trabajaba.

Con tranquilidad, se puso a trabajar en su escritorio. Estaba buscando la manera de encontrar a aquel sombrío individuo con el que se había topado en el local de vía Rizzoli.

Tenía un poco de migraña pero no le hizo caso porque después de demasiadas jornadas de intenso trabajo acostumbraba a padecerlas. Después de unos minutos hizo una señal a sus compañeros y se fue a casa.

Subió al deportivo y se puso en marcha con el libro en el otro asiento del coche.

Encendió la radio para escuchar si había novedades sobre lo que le había ocurrido en el local de comida rápida u otras noticias que le pudiesen interesar: le volvían loco aquellas que eran curiosas o se salían de lo común. El locutor no dijo nada de particular, así que Stefano apagó la radio.

En cuanto llegó a casa, cogió el libro que había encontrado por la mañana, lo puso sobre el escritorio de su estudio y se puso a leer el periódico.

Le atrajo inmediatamente un titular en grandes caracteres en la primera página:

INTENTO DE ROBO EN UN LOCAL DE COMIDA RÁPIDA EN VÍA RIZZOLI.

Por lo que leyó comprendió inmediatamente que todavía no habían identificado al atracador. Cerró el periódico.

Para intentar calmarse definitivamente se hizo una infusión a base de menta, hibisco y otras hierbas refrescantes, y se tumbó en el sofá del salón esperando que nadie lo fastidiase con el teléfono o llamando al timbre. No tenía ganas de hablar.

La investigación sobre el atracador y su identidad seguían su curso, aunque Stefano no estuviese en la comisaría.

El Precio Del Infierno

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