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II

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Después de un intenso trabajo en el local de comida rápida y en la comisaría, la policía científica y algunos otros agentes consiguieron la identificación del atracador con el que se había encontrado Stefano Zamagni.

Su nombre era Daniele Santopietro. El hombre tenía antecedentes por atraco a mano armada, violación y violencia durante las actuaciones y encuentros de magia negra.

Decidió tomar el mando de la investigación Alice Dane, una agente proveniente de Scotland Yard, pero de origen irlandés, concretamente de la ciudad de Belfast.

Determinada a encontrar a Santopietro, partió en su berlina deportiva por la carretera estatal que atravesaba la ciudad, para su gusto con demasiado tráfico.

Sabía que lo encontraría por la otra parte de Bologna, en vía Saffi.

En cuanto llegó a esa calle aparcó el coche y se dirigió hacia la casa de Santopietro con la pistola en el bolso. Cuando encontró el edificio que buscaba pulsó el timbre inventándose una excusa para entrar sin levantar  las sospechas de nadie.

Después de entrar, le llevó poco tiempo encontrar la puerta con el rótulo SANTOPIETRO.

La puerta estaba semicerrada. Entró con facilidad en el piso. Quizás demasiado fácilmente, pensó ella.

Con la pistola en la mano avanzó por el piso. Parecía que dentro no hubiese nadie. Era un lugar oscuro y tétrico, lo que no le gustaba nada, pero debía seguir adelante. No podía pararse. No ahora que había llegado hasta allí.

Era un piso con muchas habitaciones, todas bastante grandes y amuebladas. Exploró un poco todas: desde la cocina hasta el trastero, desde el dormitorio a otra sala. Todo estaba conectado por largos y oscuros pasillos. En su interior no se veía a nadie.

Estaba a punto de marcharse cuando se dio cuenta de que había pasado por alto una pequeña habitación en el último rincón oscuro.

Siempre con la pistola en la mano se acercó silenciosamente hacia el pequeño cuarto apartado, poniendo cuidado en cada pequeño movimiento que pudiese surgir en cualquier momento. Tenía mucho miedo. No le gustaba nada aquella casa.

No veía la hora de salir de allí. Temblaba.

Echó un vistazo al interior, para ver si, por si acaso, podía encontrar a Santopietro allí. Según la descripción que le habían dado de aquel hombre, se dio cuenta de inmediato que probablemente lo había descubierto.

Estaba sentado a una mesucha lleno de muchos frasquitos de vidrio que contenían líquidos de diversos colores: amarillo, rojo, verdoso. No entendía lo que podían ser.

De repente vio una figura humana escondida detrás de una columna bastante ancha.

Tenía agujas y pequeños tubos de goma en el cuello, en el estómago y en las extremidades. Un líquido del mismo color que había visto poco antes sobre la mesucha salía desde el cuerpo de aquel hombre y, a través de los tubos que tenía encima, llegaba hasta tres frascos iguales que los anteriores.

Sin embargo no conseguía todavía entender qué estaba ocurriendo en aquella maldita habitación y un escalofrío le recorrió la espalda.

Fuese lo que fuese que sucedía allí dentro, Alice estaba decidida a detener a aquel individuo en su piso, esposarlo y llevarlo a la comisaría de policía de Bologna para entregárselo, primero a Stefano Zamagni, al que, además, debería todavía conocer, a continuación a quien tuviese competencia en los rangos más altos del sistema judicial. Pero debía actuar enseguida, sin esperar ni un segundo más, sino sería demasiado tarde, tanto para ella como para aquella pobre persona que se encontraba en las garras de Santopietro.

Mantenía con fuerza la pistola en la mano, preparada para hacer fuego si fuese necesario.


Mientras Santopietro estaba concentrado en su trabajo Alice Dane salió de su escondite.

– ¡Quieto, policía! –gritó.

Santopietro no le hizo ni caso.

– ¡He dicho, quieto! –volvió a gritar con todas sus fuerzas.

Él no movió ni un dedo.

En todo el tiempo desde que estaba allí dentro no se había dado cuenta de que la persona que estaba al lado de Santopietro estaba viva. Se percató sólo en aquel instante.

– ¡Arriba las manos!

Santopietro continuó haciendo su trabajo sin preocuparse de la mujer que tenía en la mano una pistola reglamentaria.

Cansada de gritar, Alice decidió disparar para detenerlo. Apuntó. Contó hasta cinco antes de apretar el gatillo. Uno, dos, tres, cuatro, cinco…  disparó. Bastó con un tiro.

– ¡NOOOOO! –gritó Santopietro.

Desafortunadamente para ella Alice había disparado al cerebro del conejillo de Indias de Santopietro. Culpa de la mala suerte. Un error de apreciación de unos pocos milímetros.

El criminal comenzó a despotricar contra la agente de policía.

– ¡Me las pagaréis! ¡Tú y ese policía cabrón! –dijo insultándolos por la perdida sufrida.

Inmediatamente Alice comprendió lo que eran aquellos extraños líquidos de la mesa y le dio un escalofrío.

Intentó calmarse pensando que debía ser imposible todo lo que se le había pasado por la cabeza. Luego, tuvo la oportunidad de cambiar de idea. Seguramente todo era verdad.

Orina. Sangre. Bilis.

– ¡Me las pagaréis por todo lo que habéis hecho! –gritó de nuevo Santopietro. – ¡Me lo habéis quitado! ¡Ocuparéis su puesto, tú y tu jodido amigo!

Alice sintió un escalofrío, no tanto por lo que había dicho al principio sino por la última frase que había pronunciado.

– ¡Lo has matado! –gritó, lleno de rabia.

Alice decidió esconderse detrás de una columna para ver todo lo que estaba sucediendo en aquella infame estancia.

Santopietro tenía los ojos rojos y ardientes, la lengua más negra que el carbón.

Alice dirigió la mirada a la columna que había escogido como refugio: estaba toda decorada con líneas onduladas de distintos colores. Rojo, azul, negro.

En un momento dado notó que la columna se estaba moviendo.

No, no era la columna, eran las líneas que la decoraban. Se estaban hinchando.

Se estaban convirtiendo en serpientes. Auténticas serpientes. Eran serpientes vivas.

La habían visto. Se estaban moviendo hacia ella. Sintió un escalofrío. Tenía miedo. Realmente mucho para su gusto. Debía escapar de aquel infierno. Presa del pánico se las apañó para moverse por la casa, o al menos lo intentó. Consiguió salir de aquel edificio.

Indiferente a donde estaba yendo, debido a la prisa, se había golpeado contra los muebles de la casa y contra los marcos de las puertas. Sangraba por los brazos y las piernas.

Tenía que curarse de inmediato. De todas formas, podía considerarse afortunada por haber conseguido escapar de las serpientes y de aquel maldito Santopietro.

Cuando llegó a casa, se curó e intentó reposar. Por extraño que parezca se las apañó bastante bien, aunque estaba muy agitada.

Cuando se despertó, se asombro por haber logrado dormir.

El Precio Del Infierno

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