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5. LA UNIÓN DE CORONAS. (NO HAY «MAL» QUE CIEN AÑOS DURE)

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En 1580, dos años después de la muerte, en 1578, del rey Sebastián de Portugal en la batalla de Alcazarquivir, el rey español, Felipe II (I de Portugal), con el apoyo de la nobleza portuguesa incorpora, por derecho familiar, la corona portuguesa a su trono. Aun a pesar de lo que podría en principio suponerse, yo creo que la mayor parte de los historiadores que he consultado están de acuerdo en reconocer que Felipe garantizó la autonomía portuguesa, ya que consideraba la unión de los dos países más como una asociación de dos reinos que como un nuevo reino. En línea con este principio, el rey solo nombró portugueses para la administración de Portugal, reunió las cortes con frecuencia e incluso se hizo rodear en Madrid de un consejo portugués que tuvo no solo influencia en los temas portugueses, sino sobre los propios asuntos castellanos. Lo que es más, parece ser que tanto los burgueses como los comerciantes portugueses se beneficiaron de hecho de un mercado mayor, de un «país» más grande, y de una flota mercante más numerosa. Parece ser que incluso Felipe tuvo la tentación de hacer de Lisboa su residencia definitiva, tras vivir en ella casi dos años, pero la lejanía de los intereses europeos le hizo desistir.

Solo fue el pueblo el que quizás tuvo una actitud más escéptica, ya que tenía miedo de que el gobierno castellano se tradujese en mayores impuestos y mayores levas de tropas, a las que los castellanos estaban acostumbrados. Aun así, la verdad es que, como dice Saraiva, parece ser que el «sentimiento antihispano» no pasaba de ser una mera actitud literaria.

Con la muerte de Felipe II, en 1598, se inicia sin duda el declive en la relación. Felipe III de España y II de Portugal no estuvo a la altura, ni de lejos, de su predecesor. Como botón de muestra se puede mencionar el hecho de que visitó Portugal por primera vez al final de su reinado. ¡En 1619! Al mismo tiempo, no tuvo el tacto de su predecesor en el nombramiento de responsables para la gestión de Portugal y comenzó a nombrar a españoles para llevar sus asuntos. Pero no se conformó con ello. También incrementó los impuestos y las levas de soldados considerablemente, algo que como hemos mencionado era de máximo rechazo por parte del pueblo llano portugués. La intención del rey era construir un ejército «nacional» de ayuda mutua, al que debían contribuir todos los miembros de la Corona, desde Cataluña hasta Portugal, pero la medida no fue bien aceptada.

Con estas tres «inteligentes» medidas, no resulta difícil de entender que la propia nobleza que un día había apoyado la unión, comenzase a estar recelosa del gobierno «compartido». Al mismo tiempo, la situación económica castellana empeora. La plata de América deja de llegar con la abundancia del pasado, y lo que llega apenas da para pagar las crecientes deudas que se acumulan tras las continuas campañas militares que se llevan a cabo en Europa y en algunas partes de la península. Para agravar un poco más la situación, se expulsa a los moriscos de España en 1605, y con ellos desaparecen prácticamente la totalidad de los artesanos y los ingresos que aportaban a la economía nacional.

Hay un dicho en España que dice que «los negocios familiares no sobreviven de la tercera generación, que gasta lo obtenido por la primera y lo administrado por la segunda». Hay otro que dice que «no hay mal que cien años dure». Ambos, a mi modo de ver, vienen muy bien al caso. Nuestro amigo Felipe IV de España (y III de Portugal) parece que quiso hacer honor a ambos dichos en su relación con Portugal. Nombrado rey en el año 1621, entró en plena crisis de la hacienda española. Aumentó la frecuencia y las cuantías tanto de soldados como de impuestos que se pedían de Portugal, para luchar contra la insurrección catalana y otras preocupaciones europeas.

El pueblo portugués se reveló en 1629, 1634 y de nuevo en 1637, pero las cosas no pasaron de «una revuelta». Ahora bien, desde 1637 y hasta el año 1640, el debilitamiento de la corona castellana se hace exponencial. ¡Qué sorpresa! No se puede estar en guerra con todo el mundo. En este período, Castilla está en guerra tanto con la región catalana como con la propia Francia. Y es el propio cardenal Richelieu el que parece que maniobra para impulsar la revuelta en Portugal (nosotros los españoles siempre echando la culpa a los franceses de todo…).

En un momento de falta de popularidad tanto del gobernador como de su secretario de Estado, el 1 de diciembre de 1640 se inicia una rebelión que, con el apoyo de los ingleses, en apenas quince días proclama al duque de Braganza como Joao IV. Con el tratado de Lisboa, España reconocía de nuevo la independencia de Portugal. Aun así, España intentó, sin éxito de nuevo, la entrada en Portugal en el año 1663 y en el año 1665. La última batalla registrada oficialmente es la de Montes Claros. El reconocimiento final de la independencia se firma en 1668.

Es por tanto a finales del XVII cuando la corona española se hace a la idea de que aquella aventura de intentar invadir Portugal no se podía conseguir. De hecho, Portugal fue el único reino de la Península Ibérica que no se integra en la monarquía hispánica. He intentado buscar teorías que explicaran el por qué de esta «exclusividad», pero son muchos los autores que reconocen que aún hoy es difícil descodificar la hilera de acontecimientos y voluntades que justifican esa independencia.

El hecho de que España geográficamente estuviese siempre en el camino de Portugal hacia Europa (como decía Eça de Queiroz: «España es lo que hay que atravesar para llegar a Europa») forzará a Portugal a optar por una vocación decididamente atlántica y a vivir de espaldas al resto de la península, y con ello, a gran parte de Europa.

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