Читать книгу Con fin a dos - Fernando García Pañeda - Страница 10

Оглавление

Día 4


No había sido muy amable por mi parte no haberla saludado siquiera. Cierto que había pasado todo el día fuera de casa desde bien temprano y no había regresado hasta las diez de la noche. Pero tampoco era una hora intempestiva como para, al menos, interesarme por ella. Estaba listo. Si con una chica que me gustaba, y me gustaba a rabiar, me comportaba así, cómo sería para el resto de la humanidad. Un puto ogro.

Se había presentado una oportunidad de oro para conocerla y para darme a conocer. ¿Y qué es lo único que se me ocurrió? Dar por concluida rápidamente una especie de cita que me había transportado al séptimo cielo (por la coincidencia de intereses, por introducirme en su mundo de sencilla delicadeza). Y, para rematar la faena, no dar señales de vida al día siguiente. Incluso había renunciado a pedirle su número de teléfono, que hubiera facilitado las cosas, por eso de «no excederme»…

¿Excederte en qué, payaso?

Desde que me fijé en ella, casi desde que vine a vivir al piso de abajo, Christiana (Christiana, y no Elizama, listillo) representaba todo lo que desde la infancia me había atraído del mundo femenino. Por eso no pocas veces me asomaba a la ventana para verla llegar por las noches con el aplomo y la elegancia en sus ademanes, la seriedad no exenta de encanto, la expresión serena, la sensación de conexión continua con todo su alrededor… hasta con el buen gusto en el vestir.

Ese buen gusto en el vestir, con todo lo que implica de talento y naturalidad, hizo que no me resultara extraño asomarme al escaparate de una de las tiendas de lujo del centro, donde se me había ocurrido buscar un regalo para el día de la madre. Allí la encontré, atendiendo a una pareja de pomposas sexagenarias. Me quedé un buen rato admirando su comedida gentileza, su gracia en los movimientos, su sonrisa atractiva de pura integridad, su discreción. Evidente. Era un lugar donde resultaba normal encontrarla.

Ahí estuve, pegado al cristal durante quién sabe cuánto tiempo, hasta que las supuestas clientas se marcharon y ella se acercó al escaparate para volver a colocar un bolso que las corrupias se habían empeñado en examinar para no comprar. De muy mala gana me di a la fuga: no quería que me tomara por una especie de voyeur de tres al cuarto, en el muy dudoso caso de que me reconociera. Eso no impidió, sin embargo, que reincidiera dos veces, a propósito, en sendas buenas raciones de síndrome de Stendhal en esa ventana mágica que otros llamarían vulgarmente escaparate.

Y fue entonces donde y cuando lo reconocí.

Chaval, te estás enamorando a lo Platón. Como siempre, porque tú eres muy de Platón y poco de Aristóteles. Y así te va.

El caso es que habíamos actuado ambos con una insensatez sospechosa. A pesar de todas las recomendaciones de precaución con que nos estaban machacando desde los medios y las redes sociales, y que nos sabíamos ya de memoria (los que rondábamos la media de coeficiente intelectual, que por lo visto éramos clara minoría), habíamos actuado como si viviéramos en una burbuja hermética y blindada a prueba de pandemias.

Yo sabía por qué. Pero, ¿y ella? ¿Qué necesidad tenía de exponerse de esa manera? ¿Por qué el empeño en agradecer un detalle que me había supuesto un esfuerzo mínimo? Ya estaba haciendo de mí mismo: enredarme en dudas.

Deja entonces de hacer el tonto. Con un poco de suerte todavía lo puedes arreglar.


* * *

—No sé si somos conscientes de lo inconscientes que somos —dijo ella al tiempo que hacía un amago de retirar los platos, que corté con un simple gesto.

—Si te soy sincero, los mejores momentos que recuerdo coinciden todos con una gran inconsciencia por mi parte —dije de forma sincera.

—¿Otra vez te vuelves a declarar? ¿Lo haces siempre tan rápido y a menudo?

—No siempre.

—Será cosa de este confinamiento.

—Apuesto a que sí.

—Ahora en serio. Si supieran que nos estamos saltando a la torera toda precaución seguro que entran ésos de los buzos blancos y nos fumigan de arriba abajo.

Por mi parte, había procurado que vajilla y cubiertos estuvieran bien limpios, pero sin desinfección alguna. Y la mesita del salón no creo que diera lugar a una distancia mínima de metro y medio. Pero si a mí no me importaba, parecía que a ella menos aún, porque había aceptado mi invitación a cenar sin pensárselo dos veces. Eso sí, después de atosigarme por mi falta de urbanidad: «Te da igual que esté en el hospital infectada por tu culpa. O que me asalte una banda de portugueses». «Con los portugueses seguro que me entendía rápido y bien, pero para lo del hospital no tengo excusa».

Sin embargo, durante la cena habían fluido las palabras con la mayor naturalidad y en ambas direcciones.

—No te preocupes, tengo indulgencia plenaria de los que envían a los buzos blancos —reconocí.

—Ah, ¿sí? A ver, a ver, no me digas que eres algún pez gordo de esos que…

—No, no, en absoluto. Pero, tengo contacto con ellos por razón de mi trabajo. Por eso tengo ese móvil tan a mano siempre, no por adicción a las redes.

Guardó silencio, mientras yo terminaba de recoger la mesa. Me intranquilizaban esos silencios, que no prodigaba pero intensificaba con su actitud pensativa. Por hacer algo, sugerí pasar a los sillones frente al ventanal, llevando las copas y la botella hasta una mesita auxiliar.

—Por eso no tienes una gota de alcohol en esta casa —saltó de repente—. Si no llego a traer el vino tendríamos el queso y los patés como flotando en el Mar Muerto.

—Es que no tengo costumbre de invitar a nadie. A veces he tenido algunas botellas de vino, pero casi siempre acaban por picarse.

—Qué desperdicio.

—Por cierto, hablando de trabajo. ¿Cómo te va a ir a ti?

—¿A mí? ¿Por qué lo dices?

No había calculado esa indiscreción por mi parte, que quise borrar con una sincera preocupación.

—Eh… porque mucha gente se va a ver afectada a causa de este desastre.

—No lo sé, está todo en el aire. Pero, de entrada, todos a casa con el ERTE, claro. A esperar noticias y a ver qué deciden desde la central.

—Bueno, estoy seguro de que te va a ir bien cuando esto acabe, ya verás —dije pensando en la excelencia con que la vi trabajar y las cualidades que tenía, pero sin calcular su perspicacia.

—¿Y tú qué sabes? Eso lo decís los que tenéis el trabajo bien asegurado, claro, porque seguro que es tu caso —replicó con alguna vehemencia, pero se detuvo con un destello en la mirada, difícil de sostener—. ¿O es que sabes algo?

Nadie, además de mi madre cuando era pequeño (y todavía de adulto) penetraba en mi mente de esa manera. En un par de segundos sopesé qué sería lo menos malo.

Déjate ver y que sea lo que Dios quiera, no seas tan cobarde. Además, tampoco es nada del otro mundo, ¿no?

No sin torpeza ni dudas confesé que «una vez»» la vi «por casualidad» en Prada, algo que casaba muy bien con ella. Y alguna que otra sandez, supongo.

Otro silencio reflexivo, con expresión indefinida.

Hala, vete despidiéndote, chaval. Mira que te cuesta abrir la boca, pero cuando lo haces es para echarte a perder.

—No me gusta que nadie se meta en mi vida —se limitó a decir.

—Por supuesto. Nada más lejos. Ni se me ocurriría. Sólo fue una casualidad, nada más.

—Yo no sé nada de ti y parece que tú me conoces hasta… hasta lo que no quiero decir.

—No, nada de eso. —Venga, termina de rematarla—. Aunque reconozco que sí me gustaría conocerte.

—¡Vaya! Sinceridad ante todo, ¿no?

—Pues sí —reconocí—. Decir lo contrario sería… bueno, si no mentir, al menos no decir toda la verdad.

Ya me gustaría saber lo que pasa por esa cabecita tan bien modelada en esos silencios que te traes, porque la mirada pincha a conciencia y no deja pasar ni un suspiro.

—Vale, me gusta. Pero ahora vamos a cambiar de posición en el tablero. O no hay juego. —Su animación era contagiosa.

En efecto, no sólo hablamos de mi trabajo, de mi familia, de mis gustos, de mis viajes, mis fracasos en las relaciones con las mujeres, mis estudios («un empollón, claro», sentenció), de mi vida, vamos, sino de unas cuantas cosas más. Hasta que un bostezo por su parte decidió que por ese día ya era bastante.

«¿Bastante o demasiado?», me pregunté durante los catorce pasos que distaba la puerta.

Me ofrecí a acompañarla hasta la suya. Y puede que ese gesto ayudara algo a ese «hasta mañana» que escuché con alivio.

Que así sea.

Con fin a dos

Подняться наверх