Читать книгу Con fin a dos - Fernando García Pañeda - Страница 13
ОглавлениеDía 7
Aunque no me sentía perezosa, me apetecía solazarme un rato entre las sábanas y apurar un placer que rara vez podía disfrutar de ordinario.
Pero, para mi desgracia, no estoy hecha para la holgazanería. Me aburrí pronto y empecé a idear algo nuevo para entretenerme. Y, como es habitual, las ideas se amontonaron hasta el punto de tener que poner orden y priorizar.
Aferré el móvil y marqué el número de mi compañero de confinamiento
—¿Qué planes tienes para el finde? —le pregunté adoptando mi pose algo afectada.
—Uf, espera un poco, que consulto la agenda y te digo.
Por qué me hace reír el muy tonto…
—No te hace falta consultar nada. Ya te digo yo que tienes un hueco para esta noche. Estoy organizando una cena de gala y he decidido invitarte.
—¿De gala?
—Sí, sí, de gala. Por todo lo alto y con un menú que ni en sueños imaginarías que pueda existir.
—Suena más que genial. Así que de gala. Eh… ¿Dress code?
—Black tie.
—No te andas por las ramas, ¿eh?
—Nunca.
Madre mía, empiezo a hablar igual que él. Este tío es como un virus.
—Sólo me falta saber la hora.
—Estoy rogando a los invitados que vengan a partir de las siete y media. A las ocho en punto se cierran las puertas y se sale a aplaudir.
—No puede ser más perfecto.
—No cuando yo lo organizo. Que no te quepa duda.
—Esto… ¿Te puedo echar una mano a preparar la comida o lo que sea? Soy un pinche excelente.
—Ni se te ocurra.
—Es que parezco un gorrón profesional, siempre voy a mesa puesta.
—Vaya, ¡por fin te das cuenta! —Volví a reírme antes de proseguir—. No, lo hago con gusto y gana, me encanta enmarañarme y trastear en la cocina. No te preocupes, que en otras ocasiones ya te pillaré como mano de obra esclava. No sabes dónde te has metido al ofrecerte de pinche. Soy una tirana sin escrúpulos cuando estoy en modo organizadora.
—Eso suena muy bien.
No puedo con él. Lo confieso, me gusta. Así que no pienso soltar el freno de mano.
Durante el resto de la mañana, después de un desapacible desayuno con las cifras de contagiados y muertos que vomitaba la radio, me puse al día con mis amigas, con mi familia y con mi jefa. Me agitó algo el hecho de que tanto mi madre como la más perspicaz de mis amigas me dijeran que me notaban más animada de lo que sería normal en condiciones de inactividad y soledad. «¿Qué te traes entre manos?», llegó a preguntarme mamá.
No era fácil de explicar lo que me ocurría sin caer en dobles sentidos o sin parecer una cabeza loca. Y, aunque mamá me conoce más que nadie y sabe la prudencia con que abordo cualquier novedad y el recelo que me produce cualquier relación después del desastre emocional que sufrí en su momento, preferí esperar y ver. Si realmente había algo que contar, lo haría con ella antes que nadie; si no, sería malgastar el tiempo en fruslerías, algo que odio.
Sin embargo…
«¿Qué te traes entre manos? Diría que estás incluso radiante. Y me alegro mucho, mi flor.» Las palabras de mi madre estuvieron oleando en mi cabeza mientras adecentaba la casa, durante mi rato de lectura y al preparar la cena. El oleaje cesó en el momento de escuchar el timbre, a la hora exacta, cómo no.
* * *
Eres un rebelde. Pareces un alma cándida con esas expresiones tan de libro abierto, esa amabilidad, ese carácter acogedor, ese humor ingenioso, pero cuidado contigo. Sí, ese humor tan irónico es una señal evidente. A ti va a haber que darte unas cuantas vueltas para encontrarte defectos.
—¡Pero bueno! ¿No te había dicho que antes de las siete y media nada? —le reprendí.
Se había presentado a media tarde con un bulto y un puñado de cables, que en realidad era una minicadena con sus altavoces. Le había parecido buena idea ambientar la dîner de gala («Eres un esnob» «Gracias») con una selección adecuada de música. En realidad me irritó un poco porque me había sorprendido todavía con delantal, oliendo a queso y cebolla, con manchas de harina y despeinada. Irritación que se me pasó en cuanto me dijo que tenía el encanto de una cocinera hogareña y vi la indumentaria de «gran Lebowski» que traía puesta.
—No quiero tener problemas —alegó—. Lo mismo me confundes con un operario de mantenimiento y no me admites como invitado.
—Qué tonterías. Te bastaría con decir que conoces a la dueña.
—Estoy en ello. Ah, y que sepas que así estás preciosa.
A menudo había pensado cómo sería coincidir con alguien que aprecie los detalles del otro. Que los aprecie y disfrute como suyos. Y esa cena fue toda una revelación.
Preparé con esmero todo un menú aprendido de mi madre que horrorizaría a amigos y conocidos pero que él disfrutó saboreando, preguntando y escuchando las recetas. Dejó los platos casi sin necesidad de lavarlos. No era frecuente (no lo era para mí) que alguien pasara de ser agradecido a ser agradable con suma facilidad, rapidez y sinceridad.
Todo estaba preparado para olvidarse de la vulgaridad y de la que estaba cayendo ahí fuera. Y todo resultó más placentero y alentador de lo que hubiera sido suficiente.
Yo misma me sorprendí de lo bien que me salieron los entremeses, la musaca (me apetecía después de mil años de haberla comido por última vez) y el pastel de manzana. La música que había traído y reprodujimos durante toda la noche, conciertos barrocos, cuartetos clasicistas y arias de óperas, parecía escrita para la ocasión, porque encajaba entre palabras enlazadas, movimientos de cubiertos, centelleos del vino sobre las copas y las ondulaciones de las burbujas del Veuve Clicquot que trajo para después de la cena (que preferí no saber dónde y cómo lo compró).
Por algunas horas nos olvidamos del mundo exterior. Sólo existían las disquisiciones literarias, pictóricas o filosóficas y los cotilleos sobre famosos. Y también las tendencias de la moda, que era mi mayor especialidad. Por supuesto, también salió a relucir el misterio del vecino desaprensivo y su esposa desaparecida. «Ah, no, nada crímenes ni de temas transcendentes por hoy», propuso. Y en mala hora, porque poco después un chispazo recondujo el diálogo hacia la amistad y sus características esenciales a nuestro entender.
Un amigo es el que nos completa, nos ayuda a crecer, el que comparte el dolor más que la alegría, el que no abandona, el que nos enseña, nos guarda un secreto y nos confía el suyo, el que dice la cruda verdad cuando el resto del mundo te miente y pone en riesgo su amistad por mantenerse fiel a ella.
—Al final, creo que la amistad no sólo es la base, sino el contenido del amor —dijo con el primer sorbo de champán.
—Tópico falso —rechacé—. ¿O eres de los que no son capaces de mantener una amistad sin enamorarse?
—Tú misma acabas de diferenciar lo uno de lo otro. Una cosa es la amistad y otra el enamoramiento. Pueden sumarse, no cabe duda, pero no tienen por qué coincidir. Un enamoramiento sin amistad está condenado al fracaso, porque no hay amor verdadero. Una amistad sin enamoramiento, en cambio, no tiene fin.
Así es como entramos en la vía directa hacia el recuerdo de los fracasos amorosos. El vermut de aperitivo, el blanco y el champán dieron rienda suelta a una locuacidad sin tapujos que hubiera sido impensable en cualquiera otras condiciones.
Yo había estado enganchada a una relación tormentosa, paradisíaca y tóxica a partes desiguales desde el final de la adolescencia y hasta que salí de la facultad de Bellas Artes. Fueron tres años de carrusel imparable que alternaron la pasión, el sometimiento, la ansiedad e incluso el maltrato psicológico; una relación de la que me negaba a salir con el pretexto de… ni recuerdo el pretexto, porque no había ninguno que no fuera absurdo. Al final mi dulce madre tuvo que tomar cartas en el asunto: todo acabó con una sentencia y una orden de alejamiento terminante, que además tuve que esgrimir en dos ocasiones. Así acabó la relación, pero el verdadero resultado fue una desertización de mi estado de ánimo y de mi capacidad afectiva, así como la transformación de mi carácter, que pasó de una abertura sociable a una introversión adusta en grado sumo.
Expresé con tal riqueza de detalles la misandria que había acampado en mi ánimo que el pobre Jorge quedó impresionado y alarmado a partes iguales.
—Uf. No entiendo cómo estoy aquí —dijo cuando terminé mi conferencia sobre errores, taras y carencias de los hombres.
—Si te soy sincera, yo tampoco. Tienes que ser un trampero profesional.
—Querrás decir un tramposo.
—No, trampero, que es peor. Como un cazador.
—¿Cazador yo? Si acaso, de moscas. Las mato de siete en siete, como el sastrecillo valiente.
Sospesé sus palabras y su aire antes de conceder:
—Me da la impresión de que eso es cierto. No, no creo que seas ni tramposo ni trampero.
In vino veritas. Ay, Cris, espero que no te arrepientas.
Además, él también llevaba lo suyo a espaldas. Mucho menos dramático y mucho más conciso, pero no menos lacerante. Y tampoco se hizo de rogar para soltarlo.
Empezó como una de esas comedietas románticas en las que el chico y la chica se conocen desde niños. Él se pasa media vida enamorado y la otra media tratando de llegar al corazón de la chica; pero la muy tonta no lo ve hasta que lo permite alguna jugada del guionista cósmico. Y después de unos doscientos mil años de noviazgo (del que no dio demasiados detalles, lo que me lleva a pensar que fue bastante aburrido), cuando todos hacen apuestas sobre qué día será por fin la boda, un buen día ella da por concluida la historia, sin más.
—¿Cómo que sin más? Eso no puede ser.
—Pues lo es. Lo fue —dijo, con la mirada baja y encogiéndose de hombros.
—Algo tendría que haber, aunque ella no supiera o no lo quisiera decir. —Yo no daba crédito.
—Se lo intenté preguntar varias veces, hasta que se negó a verme e incluso cambió de número de teléfono y de casa. Desde entonces lo he pensado hasta hartarme. Llevo casi año y medio pensándolo, dando vueltas a lo que pude hacer mal, pero no consigo entenderlo.
—Eso no sucede de un día para otro. Tendrías que haber notado algo en los últimos días, o meses. O algo malo harías… —repliqué con algo de malicia.
—Tres días antes de cortar estuvimos en la boda de unos amigos. Nos lo pasamos como nunca, alegres, divertidos… Incluso llegó a decir al final del día que le envidiaba a la novia, que quería algo así, y…
—Ya veo, el ciego eres tú.
—¿Qué?
—Que no lo ves. Que no te decidías y se aburrió de esperar.
—¿Que no me decidía a qué?
—A qué va a ser. A regalarle un anillo, pedirle de rodillas que se casara contigo y todas esas cosas.
—El anillo lo tenía desde hacía tres meses, y ya me dolía la boca de pedírselo.
—Ah, ¿te dijo que no?
—No, decía que era un paso demasiado importante, que tenía que pensarlo antes de comprometerse y no sabía si estaba preparada… Por eso cuando dijo que envidiaba a la novia pensé que era una forma de aceptar, y le dije que cuando quisiera y como quisiera. Pero al día siguiente no quiso verme y al otro me devolvió el anillo que no se había llegado a poner y dijo que no podíamos seguir, que íbamos a ser infelices y lo nuestro no tenía futuro, sólo pasado.
Su relato me dejó bastante confusa, lo reconozco. ¿Qué espécimen se comportaba así? Lo único que se me ocurría pensar es que ella se había cansado, que Jorge era un buen chico pero insulso y aburrido, y no veía futuro. Me cuidé de decírselo, por supuesto, pero fue un cuidado innecesario.
—Debo de resultar aburrido, así de simple —dijo con una sonrisa apagada—. Creo que ella lo vio pero no quiso decirlo así, tal cual.
Me descolocó una vez más; no sabía qué decir. Pero los recuerdos de nuestros fracasos, combinados con los grados de la malvasía y la pinot noir, me llevaron a un camino más alegre.
—Bueno, somos dos perdedores aburridos —dije llenando por última vez las copas—. Creo que lo que procede ahora es terminarnos esta botella y llorar un rato con esas arias que has traído.
—Una idea magnífica.
Cambió de disco y se acercó para tomar la copa. Según empezó a sonar a intenso volumen el Libiamo de La Traviata, dijo en tono teatral:
—¡Por el desengaño y el tedio! Que no nos falten —brindó.
Me deshice en carcajadas etílicas antes de que pudiéramos chocar las copas y vaciarlas. Después seguimos riendo, pero a la par.
Nos contamos unos cuantos chistes, de ésos que sólo te hacen reír cuando estás muy perjudicada; y compartimos una buena ración de anécdotas de nuestros respectivos trabajos, de esas que llevan a pensar (a veces, como aquélla, a proclamarlo en voz alta) que la inmensa mayoría de la especie humana está condenada a la extinción. Menos uno mismo y un selecto grupo de elegidos, claro.
—¿No te da vergüenza decir eso? —bromeé.
—En absoluto.
—Pues deberías.
—No, uno no debe avergonzarse de sus creencias.
—Dis! En el fondo eres un huraño.
—Y tú una misántropa.
Vaya par. Encajamos a la perfección. Eh, no te vengas arriba, que corra el aire.
Un cansancio muelle y risueño nos llevó al final de la noche. Bueno, la noche no, porque a través del ventanal de la terraza, el cielo empezaba a clarear y el sol se aprestaba a explicarnos una vez más el significado del adjetivo radiante.
Y Jorge ganó otro punto al demostrar que sabía cuándo y cómo marcharse. Motu proprio, sin indirectas ni directas.
No quise privarme de una despedida que bien merecía. Le compuse el nudo de la corbata, que se había ladeado ligeramente, mientras le decía:
—¿Sabes? No eres nada aburrido. Para nada. Y si alguien te dice que lo eres, será por envidia o porque no llega a tu altura. Buenas noches.
Se dejó empujar con suavidad hasta el descansillo y cerré la puerta sin darle oportunidad a réplica.