Читать книгу Con fin a dos - Fernando García Pañeda - Страница 7

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Día 1


Así que ahí estaba. No, no se la había llevado la pandemia, como empezaba a temer después de varios días sin verla. Más bien parecía que, como al común de las gentes, también estaría obligada a soportarla entre paredes.

Peleaba contra el espacio-tiempo del ascensor para colocar las bolsas repletas de frutas, verduras, leche, pescado y algunas conservas traídas del supermercado cercano.

Dudé. Seguro que me mandaba a la mierda, me diría «ni te acerques, imbécil», tal y como estaban las cosas. Pero no podía verla así, con ese aire agotado y arrastrando lo que parecía el doble de su peso. Parecía una reina destronada que no se da por vencida.

Vamos a ver qué pasa.

—¿Me permites? ¿Puedo ayudarte? —dije acercándome más de lo que recomendaban las autoridades sanitarias.

—Pensaba que no lo ibas a decir nunca.

Me encantaba ese ligero acento tan peculiar, sobre todo al pronunciar las erres. Y aún más la expresión cansada aunque desafiante y la sonrisa burlona. Me hicieron así, no lo puedo evitar.

—Es que, bueno, con lo del contagio, la prevención y todo eso quizá no querrías…

—¿Cómo no iba a querer? Total, vamos a morir todos.

Ingeniosa, algo de esperar; amable, más de lo que imaginaba. Claro, quién lo iba a imaginar, después de haber recibido un par de holas y un desganado gracias (después de media hora sosteniendo la puerta del portal) a lo largo de tantos meses.

Pulsé el botón del segundo, su piso. Iba a seguir tentando a la suerte.

—Si te parece bien, te ayudo a dejar las bolsas en la puerta.

—Ya puestos, mejor en la cocina. ¿Te vas a quedar a medias haciendo un favor?

Huy, cero bromas, chaval. Se te ha ido la mano.

Pero, para nueva sorpresa, se adelantó llaves en mano y abrió de par en par la puerta de su piso y volvió la vista con una nueva sonrisa giocondiana. Así todas las bolsas, excepto la menos pesada que agarró ella, y me guio hasta una amplia y luminosa cocina.

—Si fuera nutricionista te recomendaría consumir alimentos con menos plomo.

—Vaya. Pensaba que era poca cosa para un chicarrón.

—Estoy acostumbrado a pesas de hasta ochenta kilos, pero no a esto.

—Puaj, carne de gimnasio.

La escuché reír por primera vez. Parecía una risa embalsada que rompía su presa de contención hasta desbordarse.

—En fin, no te contagio más. Ya te he dejado una buena ración de virus —me despedí contagiado de su risa.

Estaba bien tentar a la suerte, pero no en demasía. Soy una de esas personas aburridas que fijan la virtud en el término medio. Hasta que me excedo, claro.

Me dirigí a la salida sin que ella dijera nada. No sabía interpretar su silencio, aunque la sonrisa seguía anclada a su boca.

—Eh… Si necesitas algo, lo que sea, ya sabes, vivo arriba —dejé caer, por si acaso.

—O sea que eres tú el pesado que hace tanto ruido. Ya te vale.

Puede que no sea tan silencioso como un ratón, pero me consta que estaba lejos de tan ominosa semblanza. Además, estaba equivocada.

—Procuraré ir descalzo a partir de hoy. Pero conste que soy de la otra mano. Bueno, lo dicho —quise insistir.

Nos separamos con sonrisas semejantes, prometedoras de nada.

En fin, otra ocasión única perdida. Llevaba en la memoria más muescas de ocasiones perdidas que el Barón Rojo de aviones derribados en el fuselaje de su aeroplano.

¡Pero qué te has creído! No le vas a volver a ver el pelo, está claro.

Mi sentido del humor, del que me sentía orgulloso aunque no presumiera de ello, había fallado estrepitosamente. Las bromas a granel no casan con la elegancia.

Si había alguien en el mundo que mereciera un encierro, ese era yo. Pero no por precaución alguna. Por tonto.

Con fin a dos

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