Читать книгу Con fin a dos - Fernando García Pañeda - Страница 12
ОглавлениеDía 6
Abrir la puerta y verla entrar sin pedir permiso era ya una costumbre a esas alturas.
—No te lo vas a creer —exclamó por todo saludo.
—Apuesto lo contrario, si me lo dices tú.
—Déjate de poses y escucha.
—No es pose, soy así.
Hizo un gesto de impaciencia y esperó un par de segundos a ver si se me pasaba lo que no tenía. Y prosiguió.
—Esta mañana me ha despertado un ruido espantoso. ¿No lo has oído tú?
—No, no he oído nada.
—¿Cómo puedes ser tan zoquete?
—Es que yo no duermo, entro en coma cada noche.
—¡No digas esas cosas! Atiende. El ruido parecía venir de la escalera. Eran las seis menos cuarto, lo sé porque miré el despertador. Al asomarme a la mirilla comprobé que la luz de la escalera estaba encendida. Entonces salí para mirar más abajo y no te imaginas a quién he visto.
—No llega a tanto mi imaginación.
—¡Al psicokiller! Iba arrastrando unas bolsas grandes, como las de basura, y no sé qué demonios llevaría dentro, pero pesaba mucho porque las llevaba con esfuerzo, y mira que tiene una pinta de bestia… Volví a casa y me asomé por una ventana para ver en qué contenedor arrojaba las bolsas, pero no terminaba de aparecer en la calle.
—Pero…
—Espera, que viene lo mejor. Me picaba tanto la curiosidad que me puse encima lo primero que encontré y unos guantes. Descendí en silencio y a oscuras por las escaleras para asomarme al garaje. A punto estuve de avisarte, pero temía que me echaras un mal de ojo. Por cierto, ya me estás dando tu número de móvil por lo que pueda suceder. Pero bueno, bajé decidida. Y ahí estaba de nuevo: con su trastero abierto y hurgando en el maletero de su coche. En la pared del trastero tiene una colección de herramientas que parecerían el sueño de cualquier torturador y al lado unos artefactos siniestros. Incluso uno de ellos parecía… ¿recuerdas esas máquinas de picar carne que había antes, con manivela? En mi país había muchas, y todavía las veo en algunos pueblos. Lo digo en serio: creo que ese hombre se trae entre manos algo demasiado sospechoso.
—Vamos a ver, Christiana. El…
—¿Cómo? Repite el nombre —me pidió con los ojos muy abiertos.
—Christiana.
—Me gusta como suena. Casi nadie me llama por mi nombre completo, sólo mamá y eso cuando se enfada. Se me hace tan raro escucharlo de ti… ¡Qué! No irás a decir que se me está yendo la cabeza con ese tipo.
—Me adivinas el pensamiento.
—¿Me quieres explicar qué hace una persona tan rara acarreando… todas esas cosas a las tantas?
—No, porque la pregunta es otra. ¿Qué hace una persona como tú espiando lo que hace otro vecino a las tantas?
—A ti no te parece raro —dijo con los brazos en jarras y el ceño fruncido.
—Todos hacemos cosas raras para los demás, y no por ello somos asesinos en serie.
—Bien. ¿Y eso otro que me dijiste? Lo pensé mientras bajaba por las escaleras, y es verdad. ¿Qué pasa con su mujer? Ha desaparecido —argumentaba abriendo las palmas de las manos.
—Se tomará al pie de la letra lo de quédate en casa.
—Parece mentira —se exasperaba—. Eres como ese capitán… el que embarcaba a la gente y se quedaba en tierra.
—El capitán Araña.
—Eso. Un cobarde. Fuiste tú quien le pintó como un pervertido y un psicópata, y ahora dices que es normal.
—Yo no dije nada de eso. Sólo me burlé de su aspecto, mea culpa. Además, insisto, acarrear esos… bultos homéricos a su trastero, o a su coche, no me parece que esté recogido en el código penal. De momento.
—¿Y qué llevaba ahí?
—¿A su mujer descuartizada, por ejemplo?
Después de soltar la broma no pude contener la risa. Fue una risa angustiada, porque temía el efecto negativo en extremo que podría tener en una mujer como ella. Probablemente una retahíla de insultos, un portazo y una retirada del saludo in aeternum.
Pero no. Nunca te puedes anticipar ni prever las reacciones de una mujer que combina las emociones con la lucidez en fuertes dosis (en los hombres eso nunca sucede). Mi ataque de risa fue a más, y ella se contagió por entero.
Ahí estuvimos un buen rato. Disfrutando de la vida.
—Bultos homéricos… —dijo aún con hilaridad y secándose una lágrima— ¿Quién habla así?
—Yo.
—Así es, sólo tú. No he conocido a nadie más.
—Qué le vamos a hacer. Cada cual carga con los genes que le ha tocado en suerte.
—Pero no creas que me has convencido. Mi intuición me dice que ahí pasa algo raro. Y me gustaría que me ayudaras a averiguarlo.
—Si lo dice tu intuición, no hay más que hablar.
—Otra vez te estás burlando de mí.
—En absoluto. No lo he hecho en ningún momento. Ni se me ocurriría siquiera. —Los motivos, eso era cosa mía.
—¿Entonces le vas a dar una oportunidad a mi intuición?
—Una no. Una centena.
—¡Qué raro eres! Te has ganado un almuerzo de chuparte los dedos.
¿Ha venido a contarme su paranoia vecinal o a invitarme a almorzar? Qué más te da. Tienes una suerte que no te mereces, así que sin tonterías.
—Ya sabes que no tengo vino, al menos hasta que tenga la oportunidad de comprar algo. ¿Llevo yo la ensalada, entonces? —lancé la caña para ver si captaba mi humor absurdo.
Después de una mirada estupefacta se echó a reír. Bien. Nos vamos entendiendo.
* * *
Las conversaciones se encadenaban y prolongaban a placer, saltando de un tema a otro, con una franca sencillez que se autoalimentaba a medida que pasaba el tiempo.
(…)
Creo que no somos conscientes del alcance, las consecuencias, los cambios que esta situación va a producir. La incertidumbre es lo peor de la crisis que se avecina.
Tienen razón los que dicen que ya nada volverá a ser lo mismo. La gente está deseando regresar a su vida normal, a sus rutinas, a sus pequeños placeres, pero ¿serán lo que eran? Creo que puede producirse una frustración en masa tremenda.
¿Pero no es, quizá, una oportunidad para disfrutar como nunca de esas cosas tan sencillas a las que no dábamos tanta importancia? Pasear, tomar un café con las amigas, ir de tiendas, hojear en las librerías… qué sé yo.
Lo que nos parecía normal dejará de ser normal. Para mal y para bien.
Eso si es que salimos de ésta.
¿Cómo que si salimos de esta? Claro que vamos a salir. Por mis… narices que sí. Más vivos y con más fuerza que nunca.
Ojalá.
¿Tendrás problemas para volver al trabajo?
Ninguno. Fíjate si soy imprescindible que tengo que estar conectado varias horas al día, y localizable de forma permanente. ¿Y tú? Ya sé que te lo pregunté, pero…
Espero que sí, pero nunca se sabe. Depende de cómo lo encajen y de la consideración que me tengan.
¿Influye el que seas, ya me entiendes, de fuera? No tendría por qué, pero
Hay sectores en los que eso tiene su peso. Por demagogia y por estupideces políticas. Pero en mi caso no tiene especial importancia.
¿Tú, en concreto, cómo lo llevas?
Yo no he tenido problemas. Por suerte, somos una familia acomodada y mi madre y yo tenemos incluso doble nacionalidad. Mis padres salieron de Portugal cuando yo tenía unos pocos meses de vida, y aunque estuvimos unos cuantos años en Francia, una oportunidad de negocio nos trajo a España justo en el primer año del siglo.
No hace falta que lo jures. Aunque mantienes ese ligerísimo acento tan suave, hablas castellano mucho mejor que cualquiera, que yo mismo.
Imposible. No hay quien supere esa labia que tienes.
No, tú hablas con naturalidad, y a mí se me nota que soy demasiado melindre y esnob. Pero es lo que hay. Pero no estábamos hablando de mí. ¿Os quedasteis aquí porque os gustaba o porque no había otra opción?
Yo me siento a gusto en cualquier lugar donde me acojan sin mirar el pasaporte o el lugar de nacimiento. Aunque, la verdad, al final no somos ni de un sitio ni de otro; aquí somos las extranjeras y allí somos las evadidas. Pero no debo quejarme, porque hay mucha gente que lo ha pasado mal de verdad.
Lo peor es la mala fama.
Justificada y no. Me hace mucha gracia que la gente común, tan aficionada a los tópicos y refranes, sabe que en todas partes cuecen habas. Pero a la hora de la verdad parece que sólo en las de los demás, no en la mía.
Precisamente esta pandemia debería ayudar a comprendernos más. Está claro que hoy en día no se puede vivir a espaldas de los vecinos, de los demás países. Estamos tan interrelacionados que todo nos afecta a todos, puede que en mayor o menor medida según de que se trate, pero nos afecta.
Con sinceridad, ¿tú me miras de mejor o de peor manera?
Ni mejor ni peor. Te intento mirar tal como eres. Y, lo mejor de todo, es que nos podemos mirar, cosa que de otro modo no sé si hubiera sido posible.
¿Crees que nunca hubiéramos coincidido?
No sé, pero llevamos varios años con una simple pared de por medio y no sabíamos nada el uno del otro.
Ah, ah… no sigas, que hay alguno sí que sabía unas cuantas cosas de la otra.
(…)
Además, me sentía tan a gusto en su casa como en la mía. Los muebles, la decoración, las cosas en general estaban dispuestas de distintas maneras pero, de algún modo, complementarias.
Yo mantenía una especie de desorden organizado que se ajustaba a mi forma de ser y trabajar, con libros desparramados, cojines por todas partes, cuadros colgados o sin colgar, cuidadoso al descuido. Ella tenía todo dispuesto primorosamente, al detalle, como en su sitio exacto; pero no daba la sensación de método obsesivo, de maníaca de la pulcritud, porque su orden era de los apacibles. No tenías que estar sin moverte para no desencajar una micra la disposición de los retratos del aparador ni ensuciar con alguna mota de lo-que-sea el respaldo del sofá (como ocurría en casa de mis tías). Su orden estaba pensado para el bienestar y la placidez, invitaba a la relajación.
Creo que, por esa razón, con el paso de los días ella se acostumbró a revolver entre mis cosas y yo anhelaba reposar las palabras en la calidez de sus habitaciones.
Desde esos primeros días yo me enganché al hábito de escuchar su saludo, siempre original, y a encontrar algo distinto desde ese momento y hasta el final del día. Por eso esperaba, deseaba que un día se sucediera a otro sin pensar en un término.
No temía al contagio, a la enfermedad, sino a que ella se hiciera inmune a mi presencia.