Читать книгу Con fin a dos - Fernando García Pañeda - Страница 14
ОглавлениеDía 8
Me despertó el sonido del móvil, que parecía más insistente que nunca, como si alguien estuviera apretando sin compasión el botón de llamada.
—¿Todavía estás dormido? ¡Qué poco aguante! Vamos, levántate y sube rápido, que te lo vas a perder. Ya te preparo un café mientras te vistes. ¡Pero ya, corre! —ametralló Christiana
—¿Qué ocurre?
—Calla y sube rápido —me colgó.
Medio dormido, sin afeitar y apenas aseado me puse lo primero que encontré y subí lo antes que pude. Estaba muy alarmado. Para que una chica que apenas te ha conocido unos días atrás llame, o más bien te reclame, con tal urgencia, es que le ha sucedido algo grave.
Estaba en la misma puerta, esperándome.
—Hijo, ni que vinieras de una fiesta —me dijo sonriente al ver mi traje de la noche anterior, que era lo primero que tenía a mano—. Mira, que desde tu piso no ves nada de esto —continuó como si yo estuviera al tanto de algo que desconocía en realidad.
Me llevó literalmente hasta la terraza, donde había una mesita con dos tazas y una cafetera.
—Tú mira, mira ahí abajo —me indicó mientras se disponía a servir el café.
Me asomé y vi la calle vacía, como siempre, pero con un coche patrulla con las luces azules encendidas junto a la entrada de la finca. Ella se acercó en seguida, me ofreció una de las tazas mientras ella bebía de la suya y se asomaba del mismo modo.
—¿Ves? ¿Ves cómo tenía razón?
—¿Pero qué pasa? ¿Qué hacen aquí?
—¡Qué van a hacer! Han venido a por el psicokiller.
—¿Cómo?
—Espabila un poco —me recriminó—. Estaba asomada hace un rato, mientras tomaba algo de vitamina D, cuando les he visto llegar con las luces puestas y todo. Se han bajado y han tocado el timbre de su piso.
—Y han venido a detenerle —añadí con una ligera sorna.
—A qué si no.
—Puede ser por mil cosas distintas. ¿Tú crees que si quieren detener a un asesino viene sólo un coche con una pareja de agentes?
—¿Es que no es suficiente? Bueno, es que estarán en cuadro con todo esto de la pandemia.
—A ver, seamos sensatos. ¿Estás segura de que han venido a su piso exactamente?
—Claro que sí. Mira, acábate el café, que nos vamos a asomar a la escalera para que lo compruebes.
—Christiana, esto se te está yendo de las manos.
—A ver, ¿repítelo?
—Esto se te está yendo de…
—¡Eso no!
Me descolocas a cada momento. Joder, me gusta.
—Christiana.
—Otra vez. —Cerró los ojos.
—Christiana.
—Ahora calla un ratito y ven.
Me arrastró hasta la puerta y algunas escaleras abajo. El pobre hombre vivía en el primero en el lado opuesto.
Los dos agentes le estaban contando algo, en voz tan baja que no llegábamos a entender. Ella quiso descender más para escuchar mejor, pero se exponía demasiado a ser vista y la aferré desde atrás por los brazos y un susurro de «quieta, que nos ven».
No fui consciente de que era el primer contacto físico que teníamos. Iba en manga corta, de modo que sentí por primera vez su piel, tan suave como fría en comparación con mis manos. Y ese mismo inconsciente retuvo el contacto, agradable sin par, hasta que noté en ella un leve estremecimiento; volvió la cabeza para mirarme fijamente con la piel erizada. Avergonzado, la solté de inmediato, pidiendo disculpas con los ojos. Pero su mirada no era de temor ni de reproche.
Al poco, los agentes se despidieron y el vecino cerró la puerta. Rápidamente y con el mayor sigilo regresamos a su casa y cerramos la puerta.
«¿Ves? No era nada importante», iba a decir para desviar la atención sobre ese contacto. Pero ella se adelantó.
—¡Maldita sea! Les ha dado esquinazo el muy astuto.
—Pero… ¿Pero cómo lo sabes? —Yo alucinaba—. Si no hemos escuchado nada de lo que…
—Vamos, que se va a salir con la suya. ¿Y nosotros no vamos a poder hacer nada?
—Bueno, está bien. Vamos a hacer lo que hay que hacer.
No quería llegar a ese extremo, aunque lo había pensado por unos instantes, justo hasta el contacto con sus brazos.
Bajé las escaleras rápidamente. Por suerte, una llamada retuvo un minuto a los agentes y les alcancé antes de que se marchasen. Manteniendo la distancia de seguridad, me identifiqué y con argumentos de mano izquierda les pregunté por su cometido. Después de enterarme volví al piso de Christiana.
Me miraba perpleja, con los ojos tan abiertos, celestes como nunca, que se atascaban en ellos las preguntas.
—Bien. Resuelto el misterio —concedí, un tanto enternecido—. Han venido a comunicarle que ha aparecido la cartera que le robaron la semana pasada. Al parecer no le funciona el teléfono. Le han identificado antes para asegurarse y eso ha sido todo. No he entrado en más detalles para no entretenerles a lo tonto.
Se quedó pensativa. Demasiado. Sospeché, por su expresión, que con más dudas que antes.
Madre mía, en qué lío te estás metiendo.
—Oye, ¿a qué te dedicas? Yo te he contado mi vida y tú no has soltado prenda más que por encima. No serás un pez gordo, un agente secreto o algo así por el estilo. Casi se te cuadran esos polis cuando les has enseñado un… un je ne sais quoi —dijo moviendo los dedos.
Me reí, espontáneo y forzado a la par. Pero esos ojos eran tan fascinantes que, como ya me había sucedido con su piel, quise retenerlos. Y me atreví a exagerar como un fanfarrón.
—Hay cosas que no se deben saber. Y, si se saben, hay que negar.
Pero con una mujer como ella no servían las mamarrachadas. Un segundo le duró la impresión. Luego repuso:
—Ya, menudo cuento. En serio, dime a qué te dedicas o qué has hecho para enterarte.
—Ya hablaremos de eso. El caso es que se lo he preguntado y me han dicho de qué se trataba. A todos los efectos, caso resuelto. No sólo no ha hecho carne picada con su esposa, sino que encima le habían robado la cartera. La han encontrado y se la han devuelto, para que no tenga que ir a recogerla a la comisaría.
Volvió al silencio, con el ceño fruncido y el cerebro trabajando a miles de revoluciones por minuto, era evidente. Yo no quise forzar las cosas y me dispuse a hacer mutis como un aceptable secundario.
Hasta que, súbitamente, pareció resetear pensamientos y sonrió.
—No soy madame Dancenis, pero para esparcir un poco de ilusión en tu vida te invito a desayunar —dijo aludiendo a una apreciada lectura común—. En la terraza, no en el dormitorio.
—Y, de paso, intentarás sonsacarme… no, me sonsacarás todo lo que puedas —entendí.
—Sí, chico listo. De verdad que nos vamos a llevar bien.
Estás perdido, chaval. Deliciosamente perdido.
* * *
¡Qué chasco! ¿Cómo he podido estar tan equivocada y meter la pata de esa manera? No puede ser. O me estay haciendo vieja prematuramente o ahí falla algo.
Su cartera, ¿eh? ¿Pero qué hay de su mujer? ¿Dónde está ella realmente? Tiene que haber alguna forma de averiguar algo más, pero no se me ocurre cómo.
Seguro que él sí que podría, pero el muy tonto no quiere saber nada de ello, porque está emperrado en que es sólo un pobre hombre y su mujer habrá ido a pasar la cuarentena cuidando de algún familiar o de una amiga necesitada, o yo qué sé. Sí, seguro que él podría, porque de lo poco que le he sonsacado durante el brunch es que trabaja en algo de interior o de defensa, pero hasta ahí. De puro reservado, es duro de roer. Menudo pájaro.
Pero… pero la tonta soy yo. Para una vez se cruza en mi camino alguien decente, no se me ocurre otra cosa que llenarle de improperios y atosigarle. Con lo fácil que fluyen las cosas con él, con lo sencillo que resulta dejarse llevar en conversaciones, en bromas o en tiradas dialécticas. Poca, muy poca gente se digna a seguirme la corriente y a entenderme, y es como si él me conociera desde siempre.
¡Es que es de lo más peculiar! ¿Desde cuándo hay alguien al que le aterra la vanidad? Y a él parece que le da alergia. Saca todo lo que lleva dentro con cuentagotas, y cada gota es más agradable que la anterior, como en un continuo «más difícil todavía». Por eso creo que asoma apenas una pequeña parte de sí, como un iceberg.
Esa sensación de comodidad, de estar en casa… No sé cómo lo hace, pero ese hombre irradia paz.
¿Un hombre? ¿Paz? Vaya rareza.
Rareza… Vamos a ver, ¿qué tal un poco de sinceridad contigo misma? ¿Rareza? Es monísimo, y hasta es atractivo. No de esos de darse la vuelta cuando pasa, pero tiene un cierto atractivo que se ve reforzado por su forma de ser. Y no niegues que se te ha puesto la carne de gallina cuando apenas te ha rozado los brazos…
Cuidado. Peligro. Eso es lo que pasa. Tú misma dices que las cosas no suceden porque sí, por casualidad. Siempre estás con esas.
Cuidado, peligro. Sí, pero es por ti misma, no porque haya que tener cuidado con él o sea peligroso. Ya le gustabas mucho antes de conocerle, que el pobre se delató como un niño. Y ahora le tienes enganchadito perdido.
No creo que te vayas a ver en otra como ésta. No es nada fácil.
Pero no sé si estás preparada.
Te lo dijo la psicóloga. El miedo y la vergüenza no tienen que dirigir tu vida. Estuvo bien en su momento como escudo, como refugio temporal. Pero la tormenta se extinguió. Es el pasado, no el hoy.
¿Y si este Jorge es la prueba de ello?
Bueno, por asomarte y ver qué pasa no pierdes nada, y puedes ganar… quién sabe.
* * *
Durante horas no me pude quitar de la cabeza el tacto de esos brazos estilizados pero fibrosos, esa piel de bebé, esos ojos enormes que me tragaban como un agujero negro, pero en azul. Bueno, ni podía ni quería quitármelo de la cabeza.
Después de conversar el brunch (sin dedicar ni una palabra al «asunto» del vecino de abajo) nos concedimos unas horas de siesta y aseo. Unas horas durante las que el mero recuerdo de una escena tan vulgar como sublime me erizaba la piel… y lo que no era la piel.
Vergonzoso de todo punto. Había convertido a lo que hasta entonces era un hada espiritual que veía entrar o salir de casa desde mi ventana o, en el mejor de los casos, con la que me cruzaba en la escalera como en una especie de encantamiento, en una mujer de carne y hueso capaz de despertar la acucia de su presencia, de su olor y su voz, de su mirada y su tacto. Ninguna mujer, por atractiva que fuera, ni siquiera quien fue mi novia durante años, me había provocado esa reacción.
Por efecto de mi naturaleza, mi educación y mis lecturas tendía a idealizar las mujeres que me gustaban y a sublimar todo amago de instinto bajo. Y lo mismo había sucedido con Christiana hasta el día anterior, en que apoyó su mano en mi pecho para ajustar con la otra el nudo de la corbata; y, sobre todo, hasta esa mañana, en que sostuve sus brazos durante una eternidad y sólo solté con el ímpetu hipnotizador de sus ojos.
No conseguí pegar ojo en la siesta y dejé la ducha de agua fría para el momento previo a tocar de nuevo el timbre de su casa.
La había invitado a cenar en la mía, pero rechazó mi oferta a su manera.
—Si te parece bien, prepararé algo de cena y pasas por mi casa cuando estés lista —propuse antes de regresar a mi piso.
—Ni lo sueñes. O bajas tú o nada.
—Pero es que parezco un gorrón. Qué menos que corresponder con tu…
—¡Qué corresponder ni qué niño muerto! ¿Te crees que esto es un do ut des? ¿Te invito para que me invites? Te invito porque me apetece y me da la gana, ¿entendido?
—Vale, vale.
—Además, para comer un pan y queso con cocacola zero prefiero quedarme en casa con mis verduras a la plancha y mi confit de pavo.
Cómo me gustaban esos azotes verbales, propios del regalo que produce la afinidad y la confianza. Pero que incrementaban la impaciencia que el corazón trataba de imponer.
Venga, compórtate. Sabes hacerlo. No te has visto en nada parecido en tu vida, con una mujer de bandera que te trae de cabeza y te invita a su casa un día tras otro. Mantén esa confianza que te has ganado hasta ahora y no la cagues.
Con ese ánimo bajé a tiempo de aplaudir en la terraza justo antes de la cena, porque tenía esa costumbre tan europea y poco española de cenar a las ocho como muy tarde.
Pero de nada sirvieron las buenas intenciones ni la ducha fría.
Christiana se mostró más punzante, efusiva y tierna que nunca. La mesa, con velas y ramilletes de flores secas, estaba montada con más primor de lo habitual. La conversación se hizo chispeante de manera paulatina. Había montado con su iPhone y un altavoz un pequeño equipo de música, y la lista de reproducción contenía unas dosis de romanticismo que en algunos momentos rayaba con el empalago. Cualquiera diría que todo estaba dispuesto con el fin de encandilar al invitado, de poner bastante difícil el buen comportamiento.
Todo, incluso el hecho de que me permitiera, por primera vez, recoger la mesa. Había cambiado el «ni se te ocurra» por un «déjalo en el fregadero, mañana me ocupo».
En la sobremesa, con los sones de Alone again, dijo que no recordaba la última vez que había bailado en pareja, y que era una pena que esa costumbre su hubiera perdido. Yo nunca he sido un buen bailarín, a decir de las escasas parejas que he tenido, pero no podía desdeñar esa petición en toda regla. Era como si me hubiera adivinado el pensamiento de antemano. Con los primeros compases de If you leave me now, me levanté del sofá y le tendí una mano sin palabras.
Los cuatro minutos de balada, en silencio, con mis manos en su cintura y las suyas en mis hombros se prolongaron del mismo modo con otros cuatro de How deep is your love. Pero al llegar a Eye in the sky sus manos avanzaron hasta enlazarse detrás de mi nuca y su sien izquierda se juntó con la mía, de manera que abracé su talle por completo. Y nuestros cuerpos, a compás, se balancearon sin un suspiro de por medio. Tan sólo bajo el aura fresca de cítricos, de flores y mediterráneo de su perfume.
Pero, de algún modo, todo sucedió de forma natural. Su conducta era tan enternecedora que impidió cualquier acto o intención por mi parte que no fuera amistosa, protectora. Y, sin explicación alguna, sabía que mi actitud encajaba con su estado de ánimo y con su intención de llevar nuestra amistad naciente.
La lista acabó con The captain of her heart, pero no aquel auténtico abrazo, que se prolongó durante un tiempo indefinido, indefinible.
Ella se separó muy lentamente. Yo sostenía uno de sus brazos como único contacto. En su mirada había un recelo confiado y en sus labios una timidez complacida. Todo un enigma que deseaba pero no estaba en condiciones de resolver; desconocía parte de su alfabeto expresivo, como esas expresiones en apariencia contradictorias. Tiempo al tiempo.
Ahí permanecimos, quietos, en el más absoluto silencio. Sin atrevernos a confesar hasta qué punto nos había entusiasmado ese baile-abrazo. Y mi conciencia, siempre atenta para bien y para mal, se impuso.
Ahora es tu turno, sabes lo que tienes que hacer.
Miré el reloj como pretexto, sin llegar a ver la hora, y sonreí a modo de despedida.
Sus ojos, un suspiro de alivio. Mi ánimo, un cascabel por esa conversación silenciosa.
Sólo dos palabras salieron de su boca, una promesa cautelosa y acariciadora. «Hasta mañana.»