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1. Sevilla, barrio de San Julián, verano de 1982. Aterrizamos en Sevilla. La Sofía y yo. Alquilamos una buhardilla en el barrio de San Julián, en el 6 de la plaza de la Moravia. Vivíamos en la azotea de aquel edificio de tres pisos, blanco y vetusto, castigado por el sol. Yo recuerdo con agrado aquella solana maldita, las macetas de geranios, las duchas con manguera en el terrado, las tumbonas donde nos derretíamos al sol, las tetas de Sofía. En aquella buhardilla me pegué yo buenos atracones de esperarte, me cago en mí, Sofía, porque mira que he pasado yo ratos esperándote. Esperar mujeres. Esperar hombres. Esperar cosas.

Esperar que a las musas se les ocurra soplarte en la cara un día de estos. Esperar a Sofía. Mal asunto. No me gusta esperar, me pongo malo. He pasado muchas horas de mi vida esperando mujeres, camellos, dinero y buenas ideas. Y nunca tuve una espera agradable. Nunca, por ejemplo, mientras esperaba a mi novia en una esquina cualquiera, me encontré una cartera repleta de billetes. Así le he cogido esta fobia a las esperas, malditas esperas, y al verbo esperar, verbo maldito. Maldita aquella noche que esperaba a mi mujer y no venía. Eran cerca de las diez y media de la noche y llevaba esperándola desde las ocho de la tarde, pues habíamos dicho de ir al Ideal, un cine de verano en la calle Jesús del Gran Poder —ya no recuerdo qué película… ah, sí, Mujeres Enamoradas, de Ken Russell si no me falla la memoria—. Es igual, el caso es que yo esperaba en el comedor de la buhardilla, y por aquello de no perder el tiempo me senté en mi sillita de estudiar —como nene aplicado—, dispuse el atril con la partitura y dale ahí con el clarinete, tiru-tiru-boo, me dedico a machacar escalas para arriba y para abajo, pues en aquellos tiempos era mi ilusión y mi vanidad llegar a ser alguien en el mundo de los artistas; Sofía no viene, mucho tarda Sofía, ¿le habrá pasado algo? La película empieza a las diez y media de la noche y si tarda cinco minutos más nos vamos a perder el principio, maldita sea, con lo que me molesta perderme el principio de cualquier película, por mucho que la haya visto cuarenta veces, y ya son las diez y veinte. Olvídate de las mujeres enamoradas.

Cuarenta minutos pasan volando. Escuché las once campanadas de las veintitrés horas en el reloj de la iglesia de la Hiniesta, le pegué una patada al atril y salieron volando las partituras por el aire, flas flas, Sofía por ahí, con sus amistades, o vaya usted a saber con quién, y yo como un idiota, esperándola, esperándola, esperándola. Otra vez: esperándola.

Y me dije: Se acabó, no te espero ni un minuto más, empiezas a caerme mal, Sofía, me decía yo sin querer creérmelo demasiado, pero empezaba a ser verdad, Sofía estaba acabando con mi paciencia. Mi vapuleada paciencia. Y sin recoger las partituras desparramadas por el suelo, ni el atril volcado, dejo el clarinete sentado en el único sillón de la casa y me quedo como un pasmarote, sin saber qué hacer.

Sofía y yo llevábamos una vida sencilla y austera. No teníamos ni televisión, ni vídeo, ni coche, ni lavadora. Un solitario radiocasete, una nevera y el clarinete eran nuestras posesiones. Vivían con nosotros, compartiendo incluso cama, dos hermosas gatas hermanas. Una era romana, es decir, a rayas grises y blancas, la otra negra por entero excepto su antifaz blanco y los calcetines, que también eran blancos. Eran suaves aquellas gatas, más peluda la romana, más cariñosa la del antifaz blanco, que se llamaba Samara, nombre que fue impuesto por Sofía y del que yo siempre discrepé. La otra gata la bauticé yo. Le impuse el nombre de Camelia. Menos mal que había dos gatas. Yo, por artista, me sentía con más derecho a imaginar nombres. Sofía no consentía ese tipo de autoatribuciones, también ella se sentía artista, y por tanto, con derecho a decidir por cuenta propia nombres y títulos.

La buhardilla era silenciosa, no se oían automóviles ni motores, el tráfico era escaso en la plaza, los vecinos gente tranquila, una pareja de recién casados que sonreían con candor cuando te los cruzabas por la escalera, una mujer muy mayor que se llamaba Gracia y que nos miraba con cariño, otra vecina que adoraba las gatas y cuyo nombre olvidé. La buhardilla era silenciosa. Aquella noche, sin Sofía, con las gatas de inmutable rostro ovilladas en sendas sillas, la buhardilla daba hasta un poco de miedo. ¿Era miedo? De haber tenido un televisor y un periódico donde consultar la programación, hubiera buscado una buena película para dejarme absorber por ella y tranquilizar así mis temores. Pero no. Ni televisión ni tranquilidad y el vacío instalado en la buhardilla. Pon música, me dije, pero maldita la gana de ponerme a escuchar música. ¿Músicas celestiales con el cabreo que llevo en todo lo alto? No. Otra idea me empezaba a hacer cosquillas en alguna parte del cerebro. Más que una idea fue una sisa, porque entré en nuestro dormitorio, abrí el cajón de la pequeña cómoda, extraje el sobre donde Sofía y yo guardábamos el dinero del alquiler, conté los billetes, distraje uno de mil, devolví el resto al sobre y el sobre al cajón. Sin pegas, mil del ala, suficiente para darse un homenaje y olvidar el inmenso coñazo de esperarte, Sofía, querida. El coñazo inmenso de quererte.

Voy a darme un homenaje. Voy a darme un homenaje. Voy a darme un homenaje.

Bajo la escalera, el portal, la calle, encamino mis pasos hacia la plaza del Pumarejo, el Espumarejo, como la llaman los vecinos del barrio. Era cerca de la medianoche y desasosegado por la espera, el amor y los calores, con un billete verde alumbrando el bolsillo trasero de mis tejanos, enfilo por Duque Cornejo flanqueado por un quieto desfile de casitas bajas y encaladas. Cuando desemboco en San Luis ya me siento algo mejor y para celebrarlo me detengo y fijo la mirada en las doradas torres de una iglesia que pasaba por allí, luego la desvío a las estrellas. Ya me voy sintiendo algo más fuerte. ¿Qué es eso de sentirse morir porque tu mujer ya no te quiere como antaño, de morir ante la desdicha de saber que ya nunca te dirá cosas tiernas al oído? Responded, querubines y dioses del amor, responded, malas bestias, qué pasa, ¿nos desmoronamos en cuanto nuestra chica cesa de concedernos este baile?

Sigo mi camino por la calle San Luis y dejo a mis espaldas la iglesia de las torres doradas y sus cúpulas con mosaicos azules. Antes de llegar al Pumarejo un camello se insinúa, surge de las esquinas ofreciendo su mercancía prohibida. Ofrece sin ofrecer, desde el silencio. Los camellos de caballo no entran a sus clientes, no pregonan su mercancía. No hablan. Te miran a los ojos y esperan. Son los amos.

—¿Tienes algo? —le pregunto en voz muy baja. Es Luis Molina, de los Molina de las Tres Mil, gente de peso en el barrio, cuyos negocios dirige la madre, María, mientras el padre purga una muerte entre las rejas de Sevilla Uno.

Canijo

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