Читать книгу Canijo - Fernando Mansilla - Страница 14

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5. Las Tres Mil Viviendas, marzo de 1980. Son las siete menos veinte de la mañana. Por los descampados del Este asoma ya la roja bola del sol. En los soportales del bloque número 27 de la calle de la Esclava del Señor, justito a la vera de donde la suegra del Chino vende sus velas y sus bombonas de Campingaz, los gitanos celebran su Consejo, como siempre que la guerra asoma su feo hocico. El día amanece gris y neblinoso, la brisa arrastra bolsas de plástico y su aliento es frío y desapacible, algún gitano se ha venido con una manta en la que arrebujarse y protegerse de la humedad del alba. Un círculo de cascotes y ladrillos rotos protege del viento las llamas de la candela que algún primo encendió con maestría, alrededor del círculo de piedra otro círculo de enlutadas y taciturnas personas, gitanos sentados en cajas de fruta vacías y puestas del revés, o en cuclillas, o de pie algunos.

Antonio Martínez, el Chino, ha muerto. Sus desconsolados familiares no le olvidarán jamás etc., etc.; sus desconsolados familiares reclaman venganza. Si no hay venganza, compensación. Alguien tendrá que pagar por la muerte del Chino. Claro que la del Chino no fue la única muerte. A Juan Fernández también le dieron mulé. Y lo mismo: sus afligidos deudos ruegan una oración por su alma etc., etc. A Juan Fernández lo mató, si os acordáis, Raimundo Cuéllar, el mismísimo suegro del Chino. Ahora, Raimundo yace medio muerto en una cama del Hospital Virgen del Rocío, con el cuello quebrado por la presión que ejercieron en él las poderosas zarpas vengativas de Genaro Fernández, hermano del difunto Juan.

El Kako Ramiro preside el Consejo sentado en la silla que con todo respeto le trajeron de un piso cercano. Una silla de enea pintada de negro, bajita y gastada, para que descanse en ella su respetado rulé. La bestí. La silla negra de la reunión.

Además del Kako Ramiro y de los gitanos que representan a las familias en litigio, asisten también al Consejo otros gitanos ilustres de las Tres Mil, imparciales en esta guerra y cuya voz, consejos y experiencia deberán ser oídos y respetados por los afectados. Uno de estos ilustres, el padre de los Casimiros, ha sacado del bolsillo de su negra y gastada chaqueta de terciopelo un paquete de Winston americano de contrabando —patanegra—, y rasga con la muy larga uña de su dedo meñique el celofán que lo envuelve. Abre y da los golpecitos correspondientes, tap tap tap, hasta que los filtros de dos o tres cigarrillos asoman y se destacan de entre los demás. Entonces ofrece, los doce gitanos que forman el Consejo aceptan y el Kako Ramiro lo interpreta como una señal favorable. Aun así, la faena se presenta complicada. Los Chinos son gente muy esaboría. Eso es algo que se da por sabido, pero el Kako sabe lo que quieren y hay posibilidad de negociar con ellos.

—Nusotros ni habemos venío aquí por er parné, ni pa reclamar venganza, ni ná de ná de ná. No nos camela la sangre —comienza su parlamento el hermano mayor del Chino, cuarenta años, Santiago Martínez, vestido de luto, un brazo en cabestrillo. No le camela la sangre pero le brilla en los ojos un punto salvaje.

—No le camela la sangre, dise er tío. Veremo a vé si chamulla lo mesmo cuando le hayan dao sepultura a su planó Antonio —masculla el padre de los Casimiros al oído del Kako Ramiro. Y el Kako asiente. La violencia acostumbra a estallar después de los entierros. Es decir, según la ley calé, mientras los difuntos estén de cuerpo presente nadie derramará la sangre de nadie. Ahora, aquí, en el Consejo, las palabras suenan razonables y nadie desea la guerra. La presencia del Kako y de los ilustres impone y los litigantes no se atreven a expresar lo que de verdad bulle dentro de ellos, el deseo de vengar a sus muertos, que ningún asesino quede impune.

Además de Santiago, otro hermano del difunto Chino asiste al Consejo, Isidoro Martínez, la cabeza vendada, magullado de los pies a la coronilla, resalta la blancura de las vendas con el luto de sus prendas de vestir. Isidoro es muy joven, diecinueve años, y está de pie porque no se puede sentar, recibió una mojá en la nalga izquierda. Isidoro clava la mirada en el suelo y deja que hable su hermano. Es la primera vez que ha sido herido de cierta consideración y todavía no acaba de asimilarlo. Isidoro se creía intocable. Ahora está asustado. Esta noche, si es capaz de conciliar el sueño, soñará con el ojo bizco de Eduardo Molina.

Cada familia envió un par de representantes a la asamblea. Hombres adultos, porque ni las mujeres ni los niños asisten a los Consejos de las Tres Mil. Por parte de los Molina vinieron al Consejo los dos hijos mayores, Luis y Rafael, porque el padre, José, se entregó a la policía horas después de asesinar de certero cartuchazo en el rostro a su rival, Antonio Martínez, el Chino.

Santiago Martínez habla, los gitanos escuchan.

—Nusotros no queremos más desgracias, ni más sangre, ni más gitanos descalabraos. Si argo hemos hecho mal lo habemos pagao de sobra, y yo me creo que mi planó, que en la gloria esté, no se merecía que le dieran mulé por unos gramos de grifa.

Se forma un pequeño revuelo tras las palabras del hermano del Chino, opiniones a favor y en contra, ¿fue de justicia la terrible venganza de José Molina? El Kako hace señas con la mano a los gitanos que aún no se sentaron para que lo hagan, para que se sienten, o para que se agachen, en cuclillas, como sea. Es necesario un poco de orden. Hasta Isidoro, con su agujereada nalga, es conminado a sentarse, y lo consigue apoyando su medio culo bueno en una caja que fue de manzanas golden, a la vera de su hermano. Un solo gitano de pie, el que tiene la palabra. Y solo un gitano habla, el que está de pie. Santiago prosigue su parlamento.

—Pero aunque me hayan marao a un planó… —una pausa, lágrimas que se agolpan en los ojos marrones de Santiago—, aunque me lo hayan dao mulé, y aunque la rabia me tenga consumía el arma, he venío aquí con el Isidoro p’arreglar este laberinto y poner fin a las venganzas. Arreglarlo de arguna forma pa que no mueran más calós. No camelamos más sangre, queremos vivir en paz; y también queremo argo a cambio.

Sentado como un faraón en la silla de enea, la espalda erguida, la mano derecha descansando en su vara de olivo borde, el Kako Ramiro escucha con gesto atento y concentrado las palabras que Santiago deja caer despaciosamente.

—Sabemos que er José se ha entregao a los payos. Pero hemos pensao que lo mejor pa tós es que su rumí y los chavorés de su rumí se vayan der barrio y cuanto antes muncho mejor pa nusotros y pa ellos, si es que de verdad nos camela acabar la reyerta. Y, por contra, nusotros nos comprometemos acana, delante de este Consejo de Calós, a renunciar a cualquier forma de venganza. Y si hay que firmar pa mayor tranquilidá, se firma lo que haga farta.

Santiago Martínez acabó de hablar y tomó asiento en una caja de vacíos botellines de la Cruzcampo. Sus palabras no sorprenden a ninguno de los once gitanos que con él forman esta mañana el Consejo. Por antigüedad —porque los Chinos llevan toda la vida en las Tres Mil, mientras que los Molina llegaron hace un par de años junto con los hermanos Fernández— y porque una sirla entre chavales no será considerada motivo suficiente para desencadenar la guerra, los Martínez tienen casi todas las opciones a su favor. Los ilustres apoyarán el trato propuesto por los hermanos del difunto Antonio Martínez, el Chino.

Toma la palabra Julián Fernández, un ojo morado, seis puntos de sutura en el antebrazo —esa noche hubo trabajo extra en las urgencias del Virgen del Rocío—. Julián es el hermano mediano de los Fernández. Asiste al Consejo junto con su hermano Genaro, un año más chico que él. Luto absoluto.

—Primo… yo esto lo veo muy delicao. Porque acana to er mundo se pira, er José se entrega a la pestañí… Si su familia se naja del barrio, nusotros… primo… por mucho que acana tós juren que se han acabao las venganzas, yo, primo, te lo juro… me da canguelo de pensar qué va a pasar con nusotros.

—No tiene que pasar ná. Ya has oído er trato que propone Santiago —razona el Kako.

—Sí, Santiago habla con muy buenas vardás, pero ya veremo si mañana lo ve der mismo color.

—Julián, esto es un trato entre calós de honor —insiste el Kako, borra la sonrisa de su rostro, endurece la expresión, afila la mirada—. No quiero ni pensar en que naide se atreva a desafiar un trato firmao en er Consejo. Y yo te digo, Julián Fernández, que eso nunca ha pasao desde que me siento en esta bestí.

Le irrita sobremanera al Kako Ramiro que se dude de las garantías dadas por el Consejo. Además tiene razón, desde que se sienta en la silla negra de los Kakos nunca nadie ha osado romper un pacto, traicionar un juramento. Queda saber si los Molina están dispuestos a marchar del barrio. Sin añadir más a lo que ya dijo, Julián Fernández toma asiento. El Kako Ramiro pregunta a Genaro si tiene algo que agregar a las palabras de su hermano. Genaro está apesadumbrado y confuso, se lo piensa unos segundos, finalmente se levanta y toma la palabra.

—Yo solo digo que si tuviera que dar la fila por mis parientes vorvería a darla.

Respira profundo Luis Molina. Mira de reojo a su hermano. Ambos tienen a sus tíos en gran estima. Genaro continúa tras una breve pausa.

—Pero Julián tiene razón, toa la razón der mundo. Nos quedamos acana solos y desprotegíos. Y a nusotros también nos han marao a nuestro planó. ¿Por qué no se van los Chinos der barrio? Aquí los que más han perdío habemos sío nusotros, que por dar la fila por la familia nos la han partío bien partía.

—Aquí tós habéis perdío, Genaro.

—Pero nusotros más, don Ramiro. Y ni la grifa era nuestra ni ná ni ná. No es justo.

No importa la justicia. Sentado en un peñasco que está ahí, en mitad de la acera desde tiempos inmemoriales, Luis Molina escucha las inútiles palabras de su tito Genaro, porque Luis sabe que nada podrá impedir que los Molina se marchen del barrio de las Tres Mil Viviendas. Luis, pálido y delgado, vestido de negro desde el sombrero que su padre le acaba de regalar hasta los botos de Ubrique, es el único gitano que no lleva vendajes —fuera aparte los ilustres que no estuvieron en la batalla—, ni un vendaje, vamos, es que ni una tirita, ni un esparadrapo, porque Luis no recibió ni golpes, ni mojás, nada, y no porque no batallara, que ahí estuvo el primero, el más valiente. Simplemente, no le alcanzaron las embestidas de los Chinos. El Kako Ramiro ha sido el primero en darse cuenta: Ozú —se dijo para sí—, ese Luis ha venío sin un arañazo, el hijoputa. Tiene el mismo don de su tío abuelo Pancracio Molina, que fue inmune a las mojás hasta que palmó de viejo.

Luis Molina, en su peñasco, contempla el paisaje, los bloques baratos en el amanecer brumoso y húmedo, escucha el apesadumbrado tono de voz de su tío Genaro, siente en su piel los primeros rayos de sol, detecta casi de reojo el brillo salvaje en los ojos de Santiago Martínez, pero también el gesto grave del Kako y los ilustres mientras esperan que él, como primogénito de la familia que representa, tome la palabra y decida.

Todo está decidido, sabe que esto es una despedida bajo los soportales, se marchan, todo se encaja en una sola dirección, un solo sentido. Luis siente que es el momento de partir, salir del círculo, desgajarse de sus tíos, de su barrio. El momento es inmejorable. La excusa perfecta. Los echan, se van. Horas antes su padre le regaló el sombrero negro que ahora apoya en su rodilla derecha —pues es costumbre no llevar la cabeza cubierta en los Consejos—, un excelente sombrero de fieltro. José Molina se lo regaló inmediatamente antes de subir, en compañía de su socio y compadre Joaquín Camarasa, al automóvil que lo llevaría directo a la Comisaría de la Gavidia, en el corazón de la ciudad. Mientras José le hacía entrega del negro sombrero, el compadre Camarasa le metía en el bolsillo de la chaqueta un papelito doblado con una dirección: San Luis 65. Y le dijo que ahí tenía su nuevo hogar.

Todo está dicho y el Consejo llega a su fin. No. Rafael Molina se levanta del peñasco donde tomó asiento y habla dirigiéndose a su tío Julián.

—Tito… hemos pensao que… ya que nos vamos der barrio… —dice mientras extrae del bolsillo de su pantalón un llavero con el escudo del Betis— que os quedéis con la queli. Nusotros no la vamos a necesitar, así que… mi may quiere dárosla pa ustedes. Como un tributo por la muerte del tito Juan.

—El ofrecimiento de tu sobrino me parece justo —asiente complacido el Kako Ramiro—. Quedaos con el piso de vuestra plañí.

—Si ustedes queréis, acana mismo, antes de salir del barrio, mi planó Luis os hace un documento firmao que diga que la queli es vuestra —ofrece Rafael.

Los Molina marcharán de las Tres Mil, los Fernández se quedarán con el piso que se desocupa. El Consejo garantizará la paz entre las familias enfrentadas. Queda poco más de un par de horas para el primer entierro, el de Juan Fernández, a las diez en el Cementerio Provincial de San Fernando. Una hora más para el segundo, el de Antonio Martínez, en la otra punta del mismo cementerio. Según la ley calé la guerra no comienza hasta que los muertos son enterrados, pero esta vez no habrá guerra. El Consejo cumplió su objetivo y el Kako y sus venerables respiran satisfechos. Los gitanos se levantan de sus improvisados asientos. El Kako Ramiro llama a los litigantes, Molinas, Chinos y los Fernández. Los coloca junto a la candela, enfrentados cara a cara. En torno a ellos se cierra un apretado círculo formado por el resto de los asistentes al Consejo. El momento es tenso, algo violento.

—Darse la mano como gitanos —recomienda con voz lenta hipnótica el Kako Ramiro.

Canijo

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