Читать книгу Canijo - Fernando Mansilla - Страница 17
Оглавление8. Las Tres Mil Viviendas, marzo de 1980. Los Molina no eran oriundos de la Macarena. Antes de instalarse en el pequeño cuartucho de la calle San Luis tuvieron un piso en el barrio gitano de las Tres Mil Viviendas, y aún antes vivieron en las chabolas del Roto, en la margen derecha del Guadalquivir a pocos kilómetros de su paso por Coria del Río. En las chabolas del Roto fue donde María Fernández y José Molina se conocieron, donde concertaron matrimonio y donde María parió a sus cuatro vástagos: Luis, Rafael, Eduardo y Pedrito, por ese orden. Antes de casarse María vivía en la chabola familiar, con sus padres y con sus hermanos, los terribles Fernández, caudillos de las chabolas del Roto, gente muy bragada que dominaban todo lo que se cocía en la margen derecha del Guadalquivir desde su paso por Coria hasta el embarcadero del Roto, de donde habían tomado el nombre las chabolas.
Yo conocí a Pedrito cuando acababa de cumplir los trece años y los Molina vivían ya en el barrio de la Macarena, en el 65 de la calle San Luis. San Luis 65 fue una dirección mítica entre los yonquis de la Macarena. Pedrito era un niño pálido y canijo, no muy alto y sí muy rubio. No parecía gitano. A pesar de que tenía fácil la sonrisa, a pesar de que era un chaval de trato suave y no violento, uno veía a Pedrito y se ponía automáticamente en guardia. No sé qué tenía el pobre Pedrito que se hacía tan difícil confiar en él. Quizás porque era tan niño, tan niño chico y tan drogado que uno no podía menos que desconfiar. A Pedrito le encantaba drogarse. Era lo que más le gustaba. Pedrito pasó los primeros nueve años de su vida conviviendo con los peces, los patos y las ratas del Guadalquivir. Llegó a ser un consumado pescador de carpas, albures y blablás, pero entonces, poco antes de cumplir Pedrito sus diez años, fue cuando demolieron las chabolas del Roto y los Molina, junto con los Fernández, se trasladaron a las Tres Mil Viviendas. Y no fueron los únicos, casi toda la población de las chabolas del Roto fue realojada en los bloques baratos de las Tres Mil. Hubo división de opiniones, a María, por ejemplo, le pareció de perlas: un piso en la ciudad con agua corriente y electricidad. A Pedrito la cosa no le gustó tanto: había pasado los primeros nueve años de su vida con los patos, las culebras y los habitantes del Guadalquivir. Pero llegaron las excavadoras, demolieron las chabolas del Roto, y Pedrito, además de perder sus contactos con la fauna del río, perdió su libertad, pues tuvo que ser escolarizado, quisieran sus padres o no. Que tampoco querían.
Pedrito iba al colegio por razones estratégicas. Su padre, José, nunca tuvo especial interés en que sus hijos estudiaran las cosas de los payos; ya se cuidaba él de que se enseñaran a sobrevivir. Pero José era gitano muy avisado, y entendía que era peligroso que en una de esas pillaran al chico dando tumbos por ahí en horas de clase, y no te digo ná si además lo pillaban fumándose un porro. O cargado de droga. Y vendiendo. No te digo ná, José. Nada, nada, el chico a la escuela, que los municipales se han puesto muy severos y capaces son de retirarte la tutela de tu hijo si consideran que no lo cuidas debidamente. Además de que no por ir a la escuela dejaba Pedrito de vender sus barritas de hachís, no bellota ni polen, que eso quedaba para los hermanos mayores, pero sí un costo muy aceptable, lo que ahora se conoce como apaleao y entonces llamaban un primera que se deja fumar.
El negocio funcionaba fluido y próspero. Pedrito vendía sus barritas de hachís en el colegio y sus tres hermanos mayores —Luis, Rafael y Eduardo— en las calles de las Tres Mil, porque en ningún sitio más barato, canijo, y goma como esta no la vas a encontrar, vamos, ni que te vayas a Ceuta, asegura Rafael Molina mientras muestra furtivamente parte del huevo de hachís en su mano, visto y no visto, y mira a uno y otro lado de la encharcada calle porque hay mucho mosqueo y son las ocho de la tarde, mala hora para estar con el marrón en todo lo alto. Aun así, permite Rafael que su cliente acerque la nariz a la postura y aspire, huela a culo, porque el hachís culero se transporta en culos y vaginas, y huele a culo. A culo del bueno.
José Molina trabajaba con hachís culero —el mejor, el más reputado— y dirigía el negocio desde su piso de las Tres Mil Viviendas. Le gustaba a José presumir de vender el mejor chocolate del barrio; y no decía mentira. Cuando la temporada acompañaba José conseguía bellota, que es hachís de primerísima calidad en forma de bolas. Si no había bellota, entonces trabajaba el polen, hachís no mezclado, de color verde claro y aceitoso grano. José se encargaba personalmente de enseñar a sus hijos el arte del trato y el regateo. Pedrito, escuchaba a su padre con respeto y veneración.
—Escúchame, Pedro, tienes que enseñarte a llevar siempre el consumao en una sola postura, ¿ves? —Y le mostraba un tabletón de grifa de mediana calidad—. Así, si te cogen los payos, tú les dices que es pa ti, pa fumártelo tú, pero si lo llevas partío en posturas queda claro que lo estás bisnando, ¿lo chanelas?
Pedrito asentía y su padre continuaba la lección.
—Ahora tú siempre con el bardeo a punto pa cortar lo que el cliente te pida. Que te pide cuarenta duros, pués ná, coges tu bardeo y le cortas sus cuarenta duros. Ya sabes, veinte duros una cañita chispa más o menos, cuarenta duros un cigarrito bueno, tres libras un cigarrito mejor, cien duros tres cigarritos buenos, ¿eh? Y siempre mirando pa ti, que no te pilles nunca los panrós y les vayas a dar más de lo que les toca, ¿eh, Pedro? Que si alguien pierde no seas tú. Tú nunca.
—Sí, papa.
Lecciones que daba José Molina en el comedor del piso, sentados el uno al lado del otro en la desnuda mesa camilla de conglomerado, el tele a toda mecha y flores de plástico en los huecos del único mueble en el comedor del piso que se les había concedido en el número 33 de la calle Esclava del Señor, en el corazón de las Tres Mil: dos habitaciones, un pequeño salón recibidor, una cocina sin ventanas, un diminuto cuarto de baño.
Pedrito se adaptaba con rapidez de superviviente. Ya no se acordaba de los peces del Guadalquivir. Le gustaba escuchar a su padre. Le gustaba aplicar todo lo que aprendía. Y lo aplicaba bien. Pedrito y Luis, el pequeño y el mayor, son los preferidos de José Molina. José lo ha sentido así desde siempre. Lo acepta y no le pesa tener preferencias, lo encuentra natural. Rafael, el hermano que le sigue a Luis, siempre fue algo descastado, desabrido incluso, y muy contestón, motivos que le acarrearon más de un disgusto con el padre. La palabra de José Molina era la ley y había que cerrar el pico cuando él hablaba. Regla no siempre acatada por Rafael. En cuanto al tercero, Eduardo, solo hay que ver cómo lo mima su madre, cómo lo disculpa de todos sus desmanes: Es que el pobre, es tan cortito… Se compadece María de su hijo estrábico. Tampoco José le exige las responsabilidades debidas que sí exige a los demás, aunque Pedrito no necesita que nadie le exija tales responsabilidades, él las acepta encantado, le gusta tener responsabilidades, le hace sentirse mayor, es su juego preferido.
Ya en las Tres Mil, Pedrito vendía sus posturas de hachís en el colegio público Padre Ocampo. Tenía muy buenos clientes entre sus compañeros de clase, y mejores todavía entre los alumnos de clases superiores. En el recreo se retiraba a un rincón de su agrado para dedicarse tanto a vender como a fumar lo que los chavales de entonces llamaban un Bob Marley, porros de dos papeles doblemente cargados de grifa. ¿Y en clase? En clase se comportaba, se sentaba en la última fila y permanecía tranquilo, sin alborotar. Y sin libros, sin material escolar de ningún tipo, ¿para qué?, no le hace falta. Mientras la señorita explica la lección, Pedrito deja vagar el pensamiento, o se duerme, aunque no le gusta dormirse en clase. Le da la sensación de que dormido quedará a merced de los buitres que a su alrededor, sentados en los pupitres, acechan la ocasión de quitarle la grifa o los dineros que guarda en los bolsillos de sus pantalones.
Once años tenía Pedrito el día que llegó del colegio con la cabeza gacha y los ojos colorados de haber llorado. María se da cuenta de que le pasa algo, pero Pedrito no la mira siquiera, directo al sofá que es su lecho por la noche, y se tumba, entierra la cara abrumada por las lágrimas en el negro escay y ahí se queda, sin decir palabra.
—Pedrito, mi arma, qué te ha pasao —insiste su madre con preocupación; pero no está su marido en la casa, tampoco ninguno de los hermanos, y la rubia gitana sabe que hasta que no llegue algún varón Pedrito no abrirá la boca.
Ya es de noche cuando llaman a la puerta. María reconoce el tamborileo suave de los dedos en la madera.
—Ya está ahí tu pae —anuncia María con alivio pero sin abandonar el gesto trágico. Pedrito sigue lo mismo: inmóvil y silencioso, boca abajo en el sofá. No veas si le da corte que le vea llorar su vieja, a él, que ya es un tío.
Abre la madre, entran los varones pero José queda automáticamente frenado en la puerta cuando descubre a su hijo Pedro ahí aplastado contra el sofá. A los hermanos, tan tranquilos, les parece todo como siempre. Van hablando de sus cosas:
—Ese payo que me ha comprao los dos talegos viene tos los jueves del año y me liga eso, dos o tres talegos, pero lo quiere de bellota, si no pasa de tó —comenta sus trapicheos Luis, el mayor, y los hermanos escuchan con atención y respeto, pero José quila de inmediato que ha pasao algo chungo.
—Pedro, ¿qué haces ahí tirao?
—Ná.
—¿Cómo que ná?
—Que ná.
—Mírame.
Muy lento, muy despacio, levanta Pedrito su cara llena de restregones. Un lagrimón escapa de su lagrimal y, ¡ploc!, se estrella contra el brazo izquierdo del sofá, resbala en el escay y sigue viaje hasta las losetas del suelo.
—Coño, Pedro… dile a la mama que te dé un pañuelo.
María se busca en los bolsillos de su floreada bata hasta dar con un paquete de pañuelos de papel.
—Toma, mi arma. Límpiate.
La vergüenza y la rabia descomponen el rostro del niño. Su padre imagina qué puede haber sucedido, pero le faltan los detalles. Y los nombres. Así que formula la pregunta:
—¿Has vendío la grifa?
—No.
—Te la han quitao, ¿verdá?
—Sí.
—Y los dineros también te los han quitao, ¿verdá?
—También.
La ira sacude el flaco cuerpo de José Molina y hay un momento en que no se sabe contra qué o quién la va a descargar. A ver si va a ser contra mí, piensa Pedrito con alarma. Lo cierto es que Pedrito se acusa de no haber sabido defender la grifa que le confió el padre. Y sabe que ahora está decepcionado. Pedrito alza la mirada y enfoca con nobleza los ojos duros de su viejo. Ahí está, José Molina, gitano antiguo vestido de negro, pañuelo al cuello y cayado de nudos, plantado en el quicio de la puerta, justo bajo el dintel. No entra, no sale. Justo en el límite. No se da prisa en moverse hacia un lado u otro, sabe que ha de esperar hasta que se le pase esta rabia sin control. Sin abandonar su puesto entre las jambas de la puerta quiere saber quién fue el osado que se atrevió a robarle la grifa a su Pedro.
—¿Quién ha sío?
—El Ismael y sus planós. Los chavorés del Chino.
—¿Los chavorés? ¿No había ningún grande con ellos?
—No, papa. Pero eran cuatro contra mí. Y el Isma tiene ya quince brejés.
—Los envía el Chino, papa —aclara Rafael—. Sirlan a tó el que pueden.
—Por supuesto que los envía su pae —asiente con rabia José Molina—. Pero esta vez ese hijo de puta nus va a devolver hasta el último gramo de grifa.