Читать книгу Canijo - Fernando Mansilla - Страница 12

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Afilad armas, aprestad escudos,

dad un buen pienso a los ligeros corceles

e inspeccionad los carros con esmero,

apercibiéndoos para la lucha,

ya que durante todo el día

ha de poneros a prueba el siniestro Ares.

HOMERO, La Ilíada

3. Las Tres Mil Viviendas, marzo de 1980. Iluminaban la escalera con los mecheros, no con la llama, sino con el chispazo breve y continuo que se produce al hacer rodar la ruedecilla que fricciona la piedra, chas chas, no queda ya ni gas en los mecheros. Pero es igual, la chispa alumbra, el chispazo es suficiente para que los furiosos primos, los encrespados cuñados, los tíos furibundos y demás varones aliados de los Molina sigan subiendo la escalera —ya van los de vanguardia por el primer piso— y ojo que los escalones mojados resbalan. En primera línea avanza el padre, José Molina, vestido de negro desde el sombrero hasta los zapatos, con su cayado de nudos y la recortada medio oculta en la camisa negra; detrás, armados con sendas albaceteñas de siete muelles y la correspondiente vara gitana flexible y puntiaguda, van los dos hijos mayores, Luis y Rafael Molina Fernández. Eduardo, el hermano que le sigue a Rafael, se protege con un azadón —ya usado otras veces con fines bélicos y buenos resultados— y sube tras sus dos mayores pero delante de los tres primos Fernández que suben accionando los mecheros, y uno, el Fernández más chico, guarda un revólver con las cachas nacaradas en el bolsillo trasero de sus pantalones. Sus hermanos gastan hacha y machete de una cuarta. Y por atrás más familia todavía, hombres jóvenes y no tan jóvenes que siguen entrando en el bloque donde en el tercer piso letra B se refugia el Chino con su familia y compinches más allegados. Entra en el bloque la última tanda de gitanos y cuidao con ese charco, cuidao con la escalera que patinan los peldaños, y sobre todo mucho cuidao a la entrada porque no es broma que vuelan las bolsas de basura, y no precisamente la cotidiana lluvia de basuras y desperdicios que se dirige desde las ventanas de los pisos al sitio donde alguna vez hubo un contenedor, sin otra intención que la muy humana de sacar la basura a la calle. Esta vez, esta noche, son muchas las ventanas con vistas al descampado que se abren para que las gitanas —porque son las mujeres quienes se ocupan de tales labores artilleras— saquen por ellas sus orondos y morenos brazos y dejen caer la humillante inmundicia sobre las huestes enemigas, bolsas de basura que revientan en explosiones mudas de olores y porquerías al tomar contacto contra el suelo o contra las personas si hay suertecilla y se acierta. Algunas de estas bolsas van abiertas y sueltan su contenido por los aires para que vuele la mierda y los papeles cagados, y caigan vacías latas de sardinas abiertas con filos traidores que cortan como el diablo y cuidao con los cascos vacíos de las cervezonas, que eso si te da en la chola, acabate.

—¡Pero… serán guarros!

—¡Cuidao con las ventanas, que están tirando la basura! —avisa a gritos un gitano joven y guapo. Una monda de patata le asoma apoyada en la oreja.

—Primo, llevas una monda de papa en la oreja.

—No me extraña, con la que está cayendo… —No se extraña el primo que además se lame la sangre de una mano que se fue a cortar con los filos traicioneros de una de esas latas de sardinas.

Pero es igual porque consiguió entrar y ya está dentro del bloque, en el portal y dispuesto a iniciar el ascenso junto con los últimos rezagados que lucen peladuras de naranja y zurrapa de café en calvas y melenas.

Ya suben los gitanos iluminando las oscuras escaleras con los mecheros, chas chas, es la costumbre, quedan en las Tres Mil pocos bloques a los que llegue la corriente eléctrica. La luz. En la tienda de la suegra del Chino tienen el monopolio de las velas y no permiten ningún tipo de competencia en el barrio. Como fieras se ponen si alguien se atreve a vender otras velas que no sean las velas de la suegra del Chino.

—Cuidao con el Chino… Lo quiere tó el hijo la gran puta.

José Molina sube la escalera consciente de que ya no es posible retroceder y le da un poco de yuyo; él se conformaría con que le devolvieran la grifa que le han sirlao a su Pedrito, su hijo más chico, incluso cree que le bastaría con una disculpa, claro que habría de ser muy sentida y muy sincera:

—Un reconocimiento de mi autoridad como gitano viejo, coño, que por mucho que quieras tú no habías nacido aún cuando yo ya era un hombre, Chino, y me debes un respeto, y un cierto acatamiento, como hombre y como gitano —ensayaba José un pequeño discurso mientras proseguía el ascenso hacia las posiciones del Chino. Él, antes de lanzarse al degüello, quisiera hablar, intentar un arreglo, pero mira hacia atrás, no a sus hijos, que a sus hijos les dice por aquí y es por aquí, sino a sus cuñados, los Fernández, que son tela marinera y están llegando al descansillo del primero, y más atrás, a toda la patulea que acaba de entrar en el bloque, y sabe que ya no hay retroceso. Tela marinera los Fernández.

No han llegado al segundo piso cuando se oye el chirrido de un cerrojo que se descorre, voces, gritos, más cerrojos, puertas que se abren en el segundo, dos más en el primero, no se sabe cuántas en el tercero, da igual, las que sean, lo que importa son los gitanos que de pronto salen de los pisos y rodean a los Molina y sus aliados, por arriba, por abajo y por los flancos. Los mecheros, chas chas, centellean ahora en todos los rellanos y escaleras del bloque. Los gitanos se miran en silencio, los dos bandos, las manos posadas en los puños de los bastones, tamborilean los dedos en los mangos de las hachas, acarician las culatas. Se miran y se remiran sin insultarse ni maldecirse, en tétrico silencio. Quietos. Se miran y hay deseo de guerra en los ojos entornados y los labios prietos. No tan quietos. Alguien con los nervios patina en el peldaño mojado y va a caer, se agarra del primo y cerca están de caer los dos.

—¡Coño, Julián, que me caes!

—¡Joé, primo, perdona! ¡Esto patina como dios!

No caen pero se inicia un amago de movimiento en las filas de ambos bandos. Desde el tercero, donde está atrincherado con sus leales, el Chino asoma la cabeza por el hueco de la escalera y lanza un aviso.

—¡Molina! ¡Te vas a buscar una ruina! ¡Nájate por donde has venío!

José Molina detiene su ascensión y con él todo aquel que le acompaña. Toma aire pausadamente antes de decir:

—Chino, ¿podemos hablar?

—Habla.

Y entonces se le queda la mente en blanco a José Molina, huye de su cerebro el pequeño discurso que preparó en el camino. Por el hueco de la escalera la cabeza del Chino aparece y desaparece iluminada o no por las chispas de los mecheros. ¿Qué decir? Lo único que se le ocurre.

—¡Chino, devuélveme la grifa!

—¿Se están riendo? —pregunta Luis, el hijo mayor. Le parece oír que se ríen por allí arriba, en el tercero. Han dejado de sonar los mecheros y todo queda a oscuras por un momento, y efectivamente, parece que se oyen risas. José Molina siente algo parecido a un desfallecimiento, ¿qué le pasa? Qué ganas le están entrando de irse. Pero no puede. ¿Por qué no puede? Es lo mismo que si quisiera volar, o no morir nunca, o ser jefe de Estado: imposibles. Y el caso es que su situación en la escalera es delicada, rodeados por los fieles del Chino que los miran en silencio, quietos, preparadas las armas. Otra vez los mecheros, chas chas chas, vuelve la luz de chispas, el centelleo intermitente hace que las escaleras semejen una discoteca y parece todo una fotografía tras otra tras otra pasando a gran velocidad. A ese ritmo contesta el Chino:

—¿Tu grifa? Me la he fumao, o la he vendío. O las dos cosas.

—Chino… me has faltao el respeto.

—Cucha… el respeto.

—¡Se están riendo! —acusa Luis Molina, y es verdad, suenan risotadas en el tercero, y en complicidad con el buen humor del Chino se sonríen sus vigilantes compinches, armados y empalmados con los cuchillos en las puertas que se abrieron, en los rellanos, en las escaleras, rodeando y sin quitar nunca el ojo a los Molina y familiares. Les ha hecho gracia: «Cucha… el respeto».

Ciertas cosas jamás las consentirá un gitano, entre ellas que el hijo de la gran puta de oros venga a reírse de sus mayores.

—¡Vamos! —ruge Eduardo—. ¡Vamos ya! ¡Qué esperamos!

Y blande Eduardo el Bizco el azadón con sus poderosos brazos. El clamor estalla. Molinas y aliados suben, los compinches del Chino bajan, salen de los pisos en oleadas, atacan desde todos los puntos agitando bastones, cuchillos, hachas y puños, pero no hay distancia para tomar demasiada carrerilla y el encontronazo se produce rápido y violento. Los tres hijos de José Molina son los primeros en trabar contacto. Luis Molina, la mente fría y el rostro inexpresivo, ha desplegado la hoja de su albaceteña —clac clac clac, hasta siete veces sonaron sus muelles— y con la otra mano empuña su fina y flexible vara de bambú. Será precisamente esa vara la que produzca la primera herida de la noche —swisss— un fino silbido en el aire hasta encontrar el rostro del mayor de los hijos del Chino, Ismael, uno de los cerdos que le quitó la grifa a su hermano y que por ser responsable de la guerra va en primera línea, en la vanguardia, según lo dispuso su padre, Antonio Martínez el Chino. Cuando la vara se aleja ya del rostro de Ismael una delgada raya encarnada aparece en su mejilla, y no se ha repuesto de la sorpresa cuando la albaceteña de Luis raja el dorso de su mano y el dolor y la impresión de la sangre le hacen soltar la picha de toro, la misma con la que golpeó a Pedrito para quitarle la grifa, y no sabe todavía de dónde le llueven los golpes cuando un rodillazo en el muslo le deja definitivamente fuera de combate. Un pariente de los Chinos quiere evitar más castigo y se lanza a defenderlo blandiendo contra Luis un bastón de hierro.

—¡Para, hijo de puta, que lo vas a marar! —aúlla y descarga el bastón contra la cabeza de Luis, pero ahí está su hermano Rafael al quite interponiendo su vara. El bastón, más pesado, quiebra el bambú pero se desvía lo suficiente para que Luis Molina esquive el bastonazo y el primo pierda la posición para no volver ya a recuperarla, pues, por la espalda, como es su estilo, Eduardo remata la faena con un azadonazo que quita de en medio al pariente entrometido.

Entrecortadas, fotográficas, intermitentes las imágenes por el curioso efecto de la chispa azul de los mecheros, dan un cierto ambiente de boîte; solo faltaría un poco de música para que esto degenerase en baile, pero no la hay, la única música son las pavorosas maldiciones que se cruzan por las escaleras, que rebotan de rellano en rellano, los terribles juramentos y el crujido de los huesos al quebrarse.

Han caído gitanos de uno y otro bando y se forma un tapón entre el primer y segundo piso, así los gitanos de atrás no tienen forma de seguir avanzando, de acceder a la batalla. José Molina, ajeno a tapones, detiene su ascenso y, protegido por sus hijos, prepara la recortada, la abre y con suma parsimonia —rodeado por el caos y los alaridos de los descalabrados— introduce los dos cartuchos, la cierra con seco movimiento —cle clac— y dirigiendo su voz al negro hueco de la escalera vocea:

—¡Chino! ¡Chino! —Destaca su vozarrón sobre el fragor formidable de la batalla.

—¡Dejadme pasar, joé! ¡Dejad paso! —No hay manera de que uno de los Fernández, el Genaro, pueda acceder a la refriega, atascado entre el primer y segundo piso.

—No te empeñes, Genaro. No te hagas mala sangre, que ya ves que cuando no se puede no se puede.

—¡Chino! ¡Chino, da la cara! —Poco a poco, escalón por escalón, José se acerca al tercer piso. Hace ya algún rato que el Chino ha enmudecido, no se le oye bravuconear, y mucho menos reír. A pesar de la inicial desventaja, a pesar de ser menos y peor situados, los Molina y sus aliados están ganando las mejores posiciones.

—¡A tomar por culo! —celebra su triunfo Juan Fernández cuando descalabra al hermano pequeño del Chino, Isidoro, diecinueve años, con su larga porra de policía, ¡plom!, en toda la coronilla, salpica la sangre, le brillan los ojos, grita salvaje en la oscuridad mientras el cuerpo abatido cae por las escaleras, rueda hasta que lo frenan las botas con puntera de hierro del Fernández Genaro, que pasa por encima suyo pisándole la cara y entra por fin en batalla repartiendo mandobles a ciegas.

—¡¡Canallas!! ¡¡Perros!! ¡¡Sus vais a enterar!!

Solo hay luz donde los taponamientos —gitanos que mientras no entran en batalla siguen dale que te pego con los mecheros, chas chas— y en los rellanos donde gitanas y niños mantienen alguna vela encendida con la puerta de su casa abierta y preparada para la pronta huida. Porque ahí donde se reparte la leña están casi a oscuras, ningún combatiente se entretiene en darle a la ruedecilla para que salte la chispa.

Qué diestro es Eduardo con su azadón, no lo haría tan bien ni con tanto entusiasmo si tuviera que emplearlo en el campo para remover la tierra o escachifar la remolacha. Eduardo es quizás el hermano Molina que más disfruta la violencia. El azadón es arma letal, pero su pericia llega al punto de golpear lo justo para romper sin matar, lo hace con el azadón de lado, de forma que te descalabra sin asesinarte. Ataca siempre que puede por la espalda, sin descuidar las suyas. El mismo caos de la batalla le ayuda a aplicar su estrategia, pero ahora un gitano enjuto y largo como un fideo le ataca de cara, debe ser pariente cercano del Chino porque tiene los mismos ojos rasgados, la misma nariz aplastada. Ataca con un machete de doble filo con la punta rota para desgarrar mejor. Eduardo establece una distancia conveniente con el azadón pero el rival es rápido y hábil con su arma, lanza viajes que Eduardo ve pasar preocupantemente cerca, tiene que ceder terreno y en una de esas, al esquivar un machetazo dirigido a su costado, despega su espalda de la protección de la pared y el gitano del machete ya no le deja recuperar la posición. Luchan en el primer tramo de escaleras que media entre el segundo piso y el tercero, situado el achinado rival unos peldaños más arriba que Eduardo, quien ahora, cuando el enemigo le come más y más el espacio, tiene serios problemas para manejar el azadón, es más, sin querer, y debido a la proximidad entre sí de todos los combatientes, ha golpeado a su hermano Rafael al echar hacia atrás el apero.

—¡Ay! ¡Me cago en tus mulas toas, Eduardo, coño! —se queja el hermano, se lleva la mano a la frente donde golpeó sin querer y de refilón la temible azada.

—Si es que no quepo —se disculpa Eduardo.

Y es verdad, no hay sitio, el poco que había se lo quita ahora otro rival que acude en ayuda del chinoide.

—¡Te vas a tragar esa azada con papas, perra! —amenaza el recién llegado blandiendo una pesada tubería de plomo.

No se sabe nunca dónde coño mira el Bizco. Por eso el de la tubería cree que Eduardo mira hacia su hermano en busca de ayuda, cree que Eduardo ha descuidado la vigilancia, y en ese momento en el que piensa que su rival ha desviado la mirada, en ese momento ataca. Craso error. En realidad es cuando más pendiente estaba, más que nunca, porque aunque mirara hacia su hermano lo que veía eran los ojos del rival, y los ojos lo dicen todo, cuando van a atacar y cuando no, así que cuando la tubería quiere golpear tras tomar impulso la cabeza del Bizco ya no está, solo encuentra el vacío, y no se ha recuperado aún del fallido golpe cuando el azadón le golpea en dos tiempos, uno: con el mango en el estómago; dos: con el canto de la hoja en la chola, y suelta la tubería —clon clon, rueda por los peldaños— y así desarmado, sangrante la cabeza, dolorido el estómago, huye el gitano escaleras abajo.

Clon clon clon, rueda la tubería un buen trecho, escalón tras escalón pasa justo por el lado de Santiago Martínez, el hermano mayor del Chino que recién acaba de enviar al limbo a Paco Romero, el del kiosco de chucherías en Las Vegas. Clon clon clon, pisa Santiago la rodante tubería con sus botos camperos de Ubrique, la detiene, se agacha, la recoge. Es zocato, así que la empuña con su mano izquierda, la aprieta con mucha fuerza —blancos los nudillos— y dirigiendo su torva mirada hacia Eduardo Molina sube despacio los peldaños que le separan del Bizco, quien ya tiene al luchador del machete acorralado y a punto de asestarle el azadonazo definitivo, tan seguro de su victoria que descuida las espaldas, y al alzar el apero para descargarlo contra el machetero descubre en los ojos del rival algo que no es el terror esperado, y eso le hace dudar, por un brevísimo instante queda arriba la azada, suspendida, y entonces y de repente entiende, intuye, sabe que tiene alguien a sus espaldas, pero ha pasado medio segundo y ha perdido todas las opciones, no le da tiempo de volverse pero sí para ver el triunfo reflejado en los ojos del acorralado rival casi al mismo tiempo que su coronilla recibe por detrás el plomo de la pesada y gris tubería. Suelta el azadón, cae de rodillas, inclina la cabeza y ofrece la nuca. Alza el machete su enemigo y se dispone a darle la puntilla.

—¡No! —Tiene un punto de piedad o de prudencia Santiago Martínez cuando el gitano del machete se dispone a la ejecución.

—¡Se han cargao al Eduardo! ¡Le han dao mulé al Eduardo! —Llega la noticia a oídos de su padre que duda entre seguir su camino directo al Chino o bajar y atender al hijo descalabrado.

—¿Lo han marao? —pregunta con angustia.

—Vámonos de aquí, quillo, aligera —sugiere Santiago de la Tubería cuando el machetero mira el cuerpo del Bizco que se desplomó definitivamente y yace boca abajo, con la duda de si por lo menos, y ya que no lo va a matar, meterle o no una cuarta de machete por el culo.

—¿Pero lo han marao? —Nadie contesta la pregunta de José Molina.

—Yo me voy —asegura Santiago Martínez, pero no se va. Agarra del brazo al compañero del machete y tira de él.

Demasiado tarde. Como verdaderas bestias se les echan encima dos de los Fernández, la tubería de plomo sale volando por la violencia del choque, caen los cuatro sobre el cuerpo yaciente de Eduardo, cae también el machete peldaños abajo, uno, dos, tres, hasta detenerse y quedar sin dueño, libre y solitario, su hoja mellada teñida de sangre. Los Fernández machacan cabezas y estómagos, sin armas, a puñetazo limpio, la vengativa furia se cierne como un pajarraco sobre sus oponentes y ciega sus ojos, castiga sus rostros, nubla su mente, grazna en sus oídos hasta ensordecerlos. Santiago Martínez y el gitano del machete son vencidos. Los Fernández se levantan victoriosos y estrechan sus manos.

Hay muchos heridos ya por ambas partes y los combatientes no se calman, siguen empujando los Molina, aguantando los Chinos.

—Chino, haz algo, joé, devuélveles la grifa, coño, que nos van a marar a tós —sugiere un pariente del Chino cuando ve con desesperación que la guerra llega sin remedio al rellano del tercero, donde los familiares más próximos, hermanos, cuñados, primos, hijos y el mismo Chino en persona aprestan sus armas y se preparan para el combate.

Escaleras abajo las imprecaciones, los insultos de uno y otro bando se cruzan, se enredan y se desenredan, forman bucles sonoros, juramentos que se rizan por el hueco de la escalera, maldiciones en los descansillos. Cae, se desprende la cal y la pintura de las paredes, grandes desconchones, salta el yeso a pedazos y flotan esquirlas de ladrillo por el hueco de la escalera.

Regados por el sudor y la sangre, los Molina aúllan, golpean, insultan, avasallan y avanzan quebrando la moral de los enemigos. Más de uno quisiera huir, pero los tapones en la escalera lo impiden. Aquellos que salieron de los pisos creyendo que emboscaban a los Molina se dan cuenta de que la maniobra resultó inútil —el poco espacio entre los contendientes anuló cualquier ventaja— y ahora intentan volver a sus viviendas.

—¡No huyáis, mamonas! ¡Dad la cara! —ruge Juan Fernández ebrio de sangre y victoria, patea la puerta del segundo A tras la cual quiso escabullirse nada menos que el suegro del Chino y la derriba de formidable coz con sus botas militares, salta el cerrojo, vuelan los tornillos que lo sujetaban a la madera, entra Juan enarbolando su hacha y destroza lo que encuentra, que no es mucho, la mesa camilla, un florero, la televisión, alguna silla, un sillón que seguro era exclusivo de las posaderas del suegro que debe estar escondido en la cocina, o tras el pestillo del cuarto de baño.

—¡Sal a pelear como los tíos, mujereta!

Fueron sus últimas palabras. Ni siquiera vio desde dónde le dispararon, oyó el estruendo seco del primer disparo y lo sintió penetrarle en el costado, pero ya no oyó el segundo, el que lo acabó de rematar cuando todavía estaba de pie, y eso que la bala le entró por una oreja y salió por la otra, como para no oírla. Pues no la oyó. Murió de pie, y de pie estuvo aún unos segundos en misterioso equilibrio, hasta que se doblaron sus rodillas. Muerto. La primera muerte. Va a caer al suelo, pero Genaro Fernández entra justo después del segundo disparo y tiene tiempo de recogerlo en sus brazos antes de que el cadáver se derrumbe y caiga definitivamente; es su hermano y lo tiene muerto entre sus brazos con los grandes ojos abiertos que parece que le miren. Mana la sangre por grandes boquetes en la cabeza y el costado izquierdo, y Genaro no puede evitar que un ligero mareo haga temblar la mano que ya dirige hacia el bolsillo trasero de sus pantalones de pana donde apalanca su viejo revólver con las cachas nacaradas. Raimundo Cuéllar, autor de los disparos y suegro del Chino, contempla el cuadro de los hermanos y la muerte desde la barricada que con prodigiosa rapidez ha levantado en la cocina, contempla y apunta al hermano vivo, vuelve a disparar su pistolón y la bala se lleva de paseo el lóbulo de la oreja del mareado Genaro.

—Cagüen la leche jodía. Qué suerte tiene ese calorro —se lamenta Raimundo por el disparo fallido.

Todavía bajo los efectos del inoportuno mareo y con media oreja menos Genaro quiere sacar el revólver, no puede, lo tiene como atrancado en el bolsillo. Aguanta el cadáver de su hermano, pero lo suelta, lo deja caer cuando ve que Raimundo apunta cuidadosamente y aprieta el gatillo. Cierra Genaro los ojos en espera del impacto mientras el cuerpo del hermano resbala lentamente de sus brazos al suelo de frías losas moteadas. Aprieta el gatillo Raimundo… y nada, está encasquillado, aprieta una y otra vez, nada. La lentitud con que ha caído el finado Fernández contrasta con el nervio de Raimundo y sus intentos de desencasquillar el atorado pistolón. Genaro lo mismo, algo se le engancha en alguna parte del revólver que le impide sacar el arma de su bolsillo. Desiste finalmente Genaro y se decide por el ataque frontal.

—Es igual, sin pipa. A puñetazos, como los tíos.

Raimundo se estremece. Los Fernández son terroríficos, lo sabe, son temibles, lo sabe, y él ha matado a uno y tiene a otro delante, vivo, ganoso de vengar a su hermano. Aprieta desesperadamente el gatillo, una y otra vez, clic, nada, clic, nada, clic, nada.

—¡Estás muerto, hijo de puta! —aúlla Genaro, pasa por encima de su hermano Juan Fernández, un pie y el otro pie, un paso hacia la barricada, Raimundo frenético insiste con el gatillo borde, el gatillo sin fruto, el gatillo estéril, ni siquiera intenta la huida, o encerrarse en el baño cuya puerta está ahí, junto a la cocina donde levantó la barricada. Dos poderosas manos alzan su cuerpo de gitano viejo y lo hacen atravesar en volandas la improvisada protección de mesas, sillas y trastos que fabricó en un santiamén Raimundo Cuéllar, suegro del Chino, matador de Juan Fernández.

—Me voy a buscar una ruina, fijo —pronostica Genaro Fernández cuando sus manos hacen crujir el cuello de Raimundo.

Y mientras tanto, el avance hacia los puestos del Chino es imparable.

Disparan desde el tercero, una vez, otra vez, otra vez, disparos de pistola; un movimiento de terror y retroceso se produce entre los asaltantes y son varios los cuerpos que ruedan por las escaleras. Contra viento y marea, ajeno al formidable estruendo de los disparos, José Molina prosigue la ascensión, sube, zumban a su alrededor las balas, silban siniestras en la oscuridad, pasa por encima del cuerpo de su hijo Luis, que resbaló, ha quedado tendido en los escalones y no se atreve a ponerse de pie.

—¡Papa! ¡Papa! ¡Tírate al suelo, papa! ¡Al suelo! —suplica Luis Molina, le agarra desde el suelo la pernera del negro pantalón, tironea hacia abajo.

—¡Lo han marao! ¡Han marao al Juan! —clama desesperado Julián Fernández—. ¡Tito! ¡Tito! ¡Le han dao mulé! ¡Lo han marao!

José oye el fúnebre lamento de Julián y de violenta patada se libera de la garra del hijo en la pernera de su pantalón.

—¡Déjame, leches!

Prosigue la ascensión.

—¡Tito! ¡Tito! ¡Han marao a mi Juan! ¡Tito, han marao a mi Juan! ¡Le han dao mulé!

No son, por supuesto, los únicos y desgarradores lamentos. Ayes, alaridos, insultos, juramentos, maldiciones y porrazos se siguen escuchando por todo el bloque. Nadie se da cuenta de que José Molina asoma por el tramo final de la escalera, sube pegado a la pared, despacio, muy despacio, todo a oscuras, no queda ya ni piedra en los mecheros, lento y silencioso como sombra ajena a la lucha que tiene lugar en la escalera, ajeno a los gitanos que pelean a su mismísimo lado, él avanza, avanza hacia el resplandor que en el descansillo del tercer piso produce una linterna de pilas aportada por un cuñado del Chino. Nadie lo vio, nadie se dio cuenta.

—Chino.

—¿Eh? Me cago en D… —Tiene a José Molina enfrente de él, ha salido de las sombras. La blasfemia, automática, surge de los labios del Chino, y le hubiera gustado completarla, pero ya están los dos cartuchos, más veloces que las palabras, saliendo por los cañones mutilados de la recortada que apunta justo entre los rasgados ojos por los que todos en las Tres Mil te llamaron «el Chino», Chino.

Canijo

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