Читать книгу Canijo - Fernando Mansilla - Страница 16

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7. Plaza de la Encarnación, finales de junio de 1982. Esto es el pleno centro de Sevilla ciudad. Vas caminando bajo los soportales de la calle Laraña, doblas por la esquina de Juguetes Cuervas y entras en la plaza de la Encarnación. A tu izquierda la English School, pasas por el 32, el 34, el 35. Aquí, en el 35, vivía mi amigo y colega Ulises Campos. Y Rafael Narváez, el Gamba.

Acababa yo de comprar un Jean Martin de madera de ébano fabricado en París, un negro clarinete de baja calidad que adquirí en Casa Tejera, que es una tienda de música de la calle Feria. Un clarinete negro con su maletín también negro. Para celebrarlo, el día que lo estrené, yo también me vestí de negro. Ese tipo de cosas eran las que tanto entusiasmaban a Sofía. Y así lo hice, para complacerla, para agradecerle que me hubiera encontrado un trabajo de clarinetista en un grupo de teatro de calle. Un trabajo compartido con gigantes de tarlatana, cabezudos de tela y cartón, altísimos zancudos, acrobacias y juegos malabares; los zancudos eran impresionantes, los gigantes asustaban a los niños y la banda se hacía escuchar. Tocando el clarinete gané mis primeros duros en Sevilla. Un sueño cumplido. Cierto que cuando en Cáceres, mi primer bolo, me colocaron unas ajustadas mallas negras con lentejuelas de colores tuve un primer impulso de dejarlo todo y olvidar el teatro para siempre jamás, pero conseguí dominar el impulso y aguanté en mi sitio. Mucho corte y mucha risa.

A mi lado, con su dorado saxofón tenor, Ulises era el alma musical de la orquestina. Él fue quien me inició en los misterios de la síncopa y el contratiempo, con su bendita impaciencia y su sonrisa, porque Ulises era tímido y risueño, y visionaba el pentagrama con tanta lucidez y facilidad que se desesperaba con el resto de los músicos, algo torpones comparados con él. La orquesta era más bien menguada: caja, bombo, platillos, Ulises saxofón tenor, y yo con el clarinete en si bemol. Llevábamos un repertorio con temas de Scott Joplin, una docena de ragtimes. Ulises hacía los bajos con el saxo tenor y yo punteaba la melodía con el clarinete. Además de ensayar en el local por las mañanas, Ulises y yo estudiábamos luego por las tardes, en su casa o en la mía, las lecciones del método de métodos, el Klosé. Ambos estábamos matriculados en el Conservatorio —en clarinete yo, en saxo y clarinete y en cursos superiores Ulises— y los exámenes de junio estaban al caer. Yo prefería ir a su casa a estudiar porque en la buhardilla de Moravia se respiraban los aires del desamor. Una tarde…

—¿Cómo te va con Sofía, cani?

—Fatal, pero luchando. Como los buenos.

Ulises hizo gesto de comprender. Era por la tarde, se presentía ya el crepúsculo y cerraban los comercios. Caminábamos por la calle Imagen.

—¿Os vais a separar? —preguntó Ulises.

—Estamos en ello.

Ulises Campos no era cotilla, si me preguntaba era porque se interesaba por mí de verdad. Sabía que Sofía y yo andábamos a la greña. Yo estaba tranquilo. Muy tranquilo. Sofía estaba a punto de desaparecer de mi vida, y yo estaba cada vez más engolosinado con la heroína. El caballo era el más formidable enemigo de mis penas de amor. El más despiadado. ¿Sufrir porque alguien no está por tus huesos? No tenía sentido.

Así que la Campana, calle Imagen, calle Laraña. No recuerdo de dónde veníamos, quizás de El Corte Inglés, doblamos por Juguetes Cuervas, la plaza de la Encarnación, unos metros y el 35, su casa. Portalón de madera abierto, adelante, verde cancela de hierro cerrada, stop, saca la llave, abre, entramos, escaleras, subimos despacio. El maletón del saxo pesa lo suyo, ligero como el viento el maletín del clarinete (hay una sensible diferencia de tamaño y peso entre un saxo tenor y un clarinete).

—No veas las escaleras, canijo… —habla con la respiración algo fatigada por el esfuerzo Ulises.

No respondo. Subo en silencio. Ulises se detiene en el descansillo.

—Cani, he descubierto una partitura genial para El Cuéndrago.

—No me digas.

Ulises tenía la voz más bien aguda, un poco nasal, y los movimientos algo autómatas, de robot tímido. Y muy rubio, el flequillo cortado a tiralíneas y la cara infantil. Más joven que yo. Su novia era más joven todavía, tendría los veinte recién cumplidos, delgada, de rostro risueño y muy morena. Se llamaba Candela y era de Córdoba.

De modo que Ulises había dado con una partitura maravillosa.

—Es un ragtime —informa y continuamos el ascenso hacia el tercer piso donde vivía—, pero este suena como la hostia, cani.

—¿Cómo se llama?

—Eh… Heliotrope Bouquet.

Llegábamos al rellano del tercero. La escalera tenía cierto empaque, con su gran zócalo de azulejos y sus elegantes puertas de madera oscura con sus grandes mirillas doradas, llamadores de bronce y esmaltados cartelitos en perfecto estado: 1º B; 2º A…

—¿Está tu novia en casa? —cambio de tema.

—Ni idea, cani. Ahora lo sabremos.

Sonríe Ulises, saca la llave de un bolsillo, se abre la puerta del vecino justo al lado de la casa de mi amigo, Ulises introduce la llave en la cerradura, sale del piso vecino un hombre en calzoncillos negros, descalzo, tatuado el torso desnudo. Ulises no lo ha visto, gira la llave, no puede abrir la puerta. Empuja y no lo consigue.

—¿Qué pasa? —insiste Ulises, la llave gira en la cerradura pero la puerta no se abre. Algo lo impide. Debe estar el pestillo echado. Sigue sin ver al hombre del torso tatuado. Yo sí he visto al hombre de los calzoncillos negros, veo como sale de su casa, camina descalzo y silencioso, veo que es un hombre joven, veo sus tatuajes, veo que lleva una temible hacha de leñador en la mano diestra, veo que sus manos son grandes y poderosas, que su ceño está fruncido y su torva mirada se clava en Ulises.

Ulises llama al timbre de su casa, intrigado de que el pestillo esté echado. Nunca lo está. Rrrriiinggg.

—¡Ulises! —Es la voz de Candela, su novia, desde el interior de la vivienda. Voz que suena extraña. Con mucho susto.

—¿Candela? —La extrañada voz de Ulises.

—¡Ulises! —Ahora es mi voz. Mi susto. El tipo se ha situado detrás de mi amigo, mi amigo se vuelve, descubre al hombre, descubre el hacha en manos del hombre, veo cómo su cara palidece al instante.

—¡¡Ulises!! —llama la novia con angustia desde dentro del piso. Aterrorizada, desesperada. ¡¿Pero qué pasa?! Ulises no entiende nada, yo tampoco, los dos petrificados por el susto y la sorpresa. El hombre coge ahora a Ulises con una de sus poderosas manos por el cuello, con la otra alza el hacha que al rozar levemente la pared hace saltar la pintura, esquirlas de ladrillo, un desconchón justo por encima del zócalo de azulejos. Mis ojos desorbitados por el espanto.

—¡Hijo de puta! ¡¡Hijo de puta!! ¡¡¡Hijo de puuuuuuuuuuta!!! —alarga el hombre tatuado la u de puta hasta que le sale un gallo: puuuuu(gallo)ta. Coloca el filo del hacha bajo la nariz de Ulises y a mí me olvida, ni me mira, podría pegarle un maletinazo en la nuca, por detrás, pero no me atrevo. Rasga la camisa blanca de Ulises al agarrarlo por el cuello, lo arrincona como un pelele contra la pared, bajo los contadores de la luz.

—¡¡Ulises!! —La desesperada voz de Candela al otro lado de la puerta.

—¿Pero qué pasa? —Blanco como papel de fumar recobra Ulises un hilo de voz.

—¡¿Que qué pasa?! ¡¡¿Que qué pasa?!! —Le arrea una patada al maletón de Ulises, se lo arranca de la mano y de otra patada lo envía deslizándose por el suelo hasta golpear con gran estruendo la puerta del tercero C—. ¡¿Que qué pasa?! ¡Que estoy hasta aquí, mira, hasta aquí! —Se lleva la mano a los testículos y se los coge con grosero meneo de arriba a abajo—. ¡¿Te enteras?! ¡¡Hasta aquí!! ¡¡Hasta los putos cojones!! ¡¡Eso es lo que pasa!!

—Pe… pero…

La puerta del tercero C se abre, asoma la cabeza de un anciano, mira a un lado, a otro, nos descubre. El hombre del hacha gira su cabeza y enfoca al anciano. El anciano ve al hombre del hacha y comprende. Mejor si cierra la puerta y olvida. Y va a cerrar la puerta cuando descubre a sus pies el maletón del saxo tenor de Ulises. Es igual. Con maletón o sin maletón el anciano cierra su puerta. Y olvida.

—¡Hasta los santos cojones del pito, de tener que aguantar la puta mierda del pito todas las tardes! ¡Chufla, que eres un chufla y te voy a cortar el gañote, hijoputa, que me voy a buscar una ruina por tu culpa, maricón, chufla! ¡Yo iré al talego, pero a ti te envío yo al cementerio! ¡No sabes tú lo loco que estoy yo, te lo digo yo que no lo sabes! ¡Vamos, es que ni te lo imaginas, hijo de puta!

Pausa.

Miradas. Ulises y el hombre de los calzoncillos negros se miran. Yo miro a los dos. Ulises baja la vista. No sé qué hacer, ¿tengo que hacer algo? Mejor no. Por un momento me parece que la cosa se está calmando. El hombre mantiene alzada el arma, de tan afilada le salen estrellitas del impoluto acero. Por la puerta entornada de su casa se desliza lejana la voz de una mujer.

—Faé, deja a lo chavale en pá, homme. Y entra ya pa entro, cojone.

Pero Rafael no oye otra cosa que la ira que alimenta su corazón. Y vuelve a la carga:

—¡¡Y ahora, por si fuera poco con un pito, como si no tuviéramos bastante con un pito… otro pito!!

Cuidado, parece que habla de mí, ese otro pito no puede ser otro que mi clarinete. Todo son pitos para el hombre del hacha que suelta estrellitas por el filo. El saxofón, el clarinete, la flauta e incluso la trompeta. Los pitos. Cualquier instrumento que vaya a la boca para ser soplado. El oboe, el fagot, el trombón: pitos. Vi subir otra oleada de ira por el semblante del sujeto:

—¡Me voy a buscar una ruina contigo, so mamona! —Agarró de nuevo a mi amigo por las solapas y saltaron, uno por uno, todos los botones de su camisa, clac clac clac clac clac.

—Vale, vale, vale… —Me decido a intervenir con apaciguador gesto.

Entonces suelta a Ulises y dispara contra mí su manaza abierta, agacho la cabeza, esquivo el bofetón, su poderosa palma se estampa contra la pared, da justamente en el timbre del piso de mi amigo y lo destroza, saltan sus componentes, el botoncillo que se aprieta, los tornillos que fijan el plástico a la pared, el mismo plástico, todo salta al tiempo que —¡¡rrringggggg!!— empieza a sonar. Y no se detiene.

—¡¡Rrrrinnggg!! —No se detiene.

—¡¡Ulises!! —llama Candela a su novio desde el interior. Está ahí mismo, pegada a la puerta, intentando adivinar las cosas espantosas que están pasando fuera de su vista, en el rellano de la escalera. El tipo se ha quedado mirando el destrozo causado por el impresionante sopapo y escuchando el timbre que no se detiene y que empieza a ser ya tan fastidioso. Al fondo del corredor se abre la puerta del tercero D, alguien mira, no le gusta lo que ve, cierra. ¡¡Rrrringgg!! Ulises está lívido, parece que quiere decir algo, tampoco a mí me salen las palabras.

—¡¡Rrrrinnggg!!

—¡Candela, corta la luz! —Le sonó por fin la voz a Ulises—. ¡Corta la luz!

—¡¡Rrrri…!!

Silencio

Al otro lado de la puerta Candela ha cortado la luz, cesa el sonido del timbre y se queda a oscuras oyendo las amenazas del encrespado sujeto. El hombre del hacha imponente estaba dispuesto a rajarle el forro de los huevos al primero que se atreviera a soplar un pito en el 35 de la plaza Encarnación. Así dijo: el forro de los huevos. Esto nos dejó muy impresionados. Desde el interior del piso llegó otra vez la voz lejana de la mujer:

—Rafaé, deja ya en pá a lo chavale y anda ya pa entro, homme.

De todo su cuerpo lo más impresionante de Rafael el Gamba eran las manos, enormes, poderosas y estilizadas, con largos dedos de pianista que jamás tocarían las teclas de un piano. Causaba gran pavor cuando entornaba los ojos, apretaba los labios y desplegaba las poderosas manos. Terror.

Pero se calmó. Nos calmamos todos, recuperamos el resuello, el habla. Desde que se cortó la luz y se detuvo el sonido del destrozado timbre no se oía la voz de Candela llamando a su novio, pero seguro que estaba ahí, pegada a la puerta, escuchándolo todo. Escuchando cómo aquel salvaje abominaba de los pitos, de la música, y no solo eran los pitos y la música, había más quejas. No le gustaban las amistades de Ulises todo el día escaleras arriba y abajo con unas pintas que lo decían todo: colgaos, putas y drogadictos, porque las tías que venían en busca de Ulises —y su novia la primera— eran todas unas guarras y no entendía cómo a Ulises no se le caía la cara de vergüenza, y que si aquello iba a continuar en el mismo plan, es decir, pitos a todas horas acompañado de ininterrumpido desfile de guarras y drogadictos, que llevara pero que muchísimo ojo porque él, el Gamba, se encargaría de poner orden aunque fuera buscándose una ruina. Y que tuviera mucho cuidado porque era muy capaz de rajarle el forro de los huevos.

Otra vez con lo del forro.

—¡Porque a ver si te enteras de que quiero ver el tele en pá, sin pitos ni corridas y gritos por la escalera!, ¿te enteras o no te enteras?

Ulises, blanco como la cera, recuperaba el control. Entendía que antes que nada había que apaciguar a la fiera y le aseguraba que ni lo del pito ni lo del desfile de drogadictos y demás canalla volvería a repetirse nunca jamás: Nunca, te lo juro, Rafael. Esto no vuelve a pasar. Que él no sabía que estaba molestando —seguía disculpándose Ulises—: Y de ahora en adelante ensayaremos en casa de mi amigo, que era yo y que asentí inmediatamente y sin sombra de duda y hasta con gesto como de decir: Caray, no saben mis vecinos la que les espera. Esto pareció calmar las iras del Gamba. Se permitió una leve, desganada sonrisa, pero no dejaba de fruncir el ceño.

Parecía Rafael mostrarse convencido por las voluntariosas disposiciones de su vecino, mas para asegurarse del total cumplimiento de las promesas de mi amigo nos hizo pasar al recibidor de su vivienda. En él, colgadas por las cuatro paredes, mostraban filos y puntas su colección de sables samuráis, puñales toledanos, dagas argelinas, una gigantesca hacha de doble filo metida en el paragüero junto a un paraguas terminado en mortífero punzón, navajas de Albacete, estiletes, facas, puntillas y estoques de torero. Y la cosa no acababa en el recibidor, seguía por las paredes que iban hacia el resto de la casa: espadines, floretes, lanzas, mandobles, chafarotes, alfanjes y espadas entre las que destacaba la réplica de la espada del Cid, la Tizona, colgada horizontal sobre un azulejo de adorno con la leyenda: Sed bienvenidos. Con cuánto orgullo nos enseñó el Gamba su colección. Ya más calmado nos contó que guardaba en su habitación una ametralladora de fabricación alemana, muy utilizada en la Segunda Guerra Mundial y que, según él, estaba en perfecto estado de uso. Rafael nos dijo que en otra ocasión estaría encantado de enseñarnos su ametralladora, no aquella tarde, porque su mujer le tenía prohibido llevar gente rara a su casa.

Se ha calmado la tormenta. El hombre del hacha está tranquilo. Seguimos en su casa, cual vecinos de visita. Impresionantes los tatuajes en la espalda, brazos y pecho de nuestro anfitrión en calzoncillos.

Rato hacía que no se escuchaban ni la voz de Candela con tonos desesperados, ni la otra voz, la voz lejana que venía del interior de la vivienda del agresor vecino. Callaron las mujeres. Rafael el Gamba acomoda el hacha en su sitio, ¡por fin!, entre la Tizona y un estoque torero. ¿Qué estamos esperando? Ulises y yo hacemos gesto de marchar. Nadie nos detiene, la puerta está entornada, nos deslizamos por ella, el Gamba deja escapar su última advertencia:

—Ea… pues ya sabéis… lo dicho.

—Vale… vale… —Oigo la vocecita de Ulises. Yo también quiero decir algo, pero parece que se me atascan las palabras, no me encuentro la voz. Resultados del miedo.

Un portazo. El Gamba ha cerrado la puerta de su casa de un portazo, y la colisión, además de nuestro sobresalto, provoca alguna grieta sobre el dintel, y no es la única, hay grietas por alrededor de todo el marco, resultado de los muchos portazos que se han dado en la casa del Gamba. Una costumbre. Según, ¡BAM!, se cierra la puerta del Gamba, se abre la puerta de la casa de mi amigo y aparece su novia, Candela, que se lanza a sus brazos, se funden en un abrazo.

—Llevaba toda la tarde llamando a casa, advirtiéndome de que te iba a matar de un hachazo. Y dice que tú… vosotros

—amplió Candela el cupo tras descubrir mi discreta presencia en el rellano — le habéis arruinado la vida con los pitos. Que no le dejáis ver la televisión, que no puede dormir por las noches. Qué sé yo todas las cosas que me ha dicho ese tío. Y cada vez se ponía más agresivo, más violento y más amenazante.

—No llores. No llores, bonita. Cálmate, tranquila… no llores.

—Y me ha dicho —los sollozos no la dejaban hablar—, me ha dicho…

—¿Qué? ¿Qué te ha dicho?

—Me ha dicho que te iba a matar.

Explosión de llanto, recuerdo del terror reciente. Lágrimas deslizándose por las mejillas suaves de la muchacha, mojando su nariz, sus labios…

—Ya le he prometido que no iba a escuchar más el saxo —indica Ulises.

—Ni el clarinete —amplío la información.

—¡Pero está loco! Está…

—…como una cabra —confirmo.

—Oye, tened cuidado, a ver si está escuchando detrás de la puerta —la voz aguda de Ulises.

—Capaz —admito.

Candela se asusta.

—No, no, tranquila, mujer, que era una broma. Tranquila. Ahora ya no tiene motivos para… —busca Ulises la expresión adecuada.

—…rajarnos el forro de los huevos —completo la frase. Reímos Ulises y yo. Candela sigue igual de llorosa y asustada.

—Cuando me dijo que te iba a matar le cerré la puerta en las narices y eché el pestillo —relata Candela—. Se puso furioso, empezó a aporrear la puerta… luego llegasteis ustedes.

—Vamos, que el tío llevaba ya un buen rato dando por culo —comento.

—Y me llamó puta. Dice que somos todas unas putas, y que nuestros amigos son unos drogados.

—¿Y él qué es? ¿Una joya?

Han estado abrazados todo el tiempo, mientras Candela hilaba el relato de las pasadas desventuras. Ahora, Ulises deshace el abrazo, recoge el maletón del saxo que quedó junto a la puerta del tercero C, nos quedamos los tres mirándonos en el rellano.

—Si queréis nos vamos a mi casa —incluyo a Candela en el ofrecimiento—. Podemos estudiar en la buhardilla.

—No, canijo. Gracias. Mejor nos quedamos. Hoy no tengo ganas de estudiar. Y quiero ver si arreglo el timbre.

—Es verdad. El timbre. Oye…

—¿Qué pasa? —pregunta Ulises.

—Este tío… tu vecino, digo.

—¿El Gamba?

Rafael Narváez, el Gamba. Yo había oído hablar muchas veces de un tal Gamba. En los mentideros del Pumarejo los chavales hablaban del Gamba. El Gamba vendía heroína en el semisótano diminuto que regentaba la Mari en la confluencia de Relator con San Luis y la plaza del Pumarejo. El Amparito. Yo nunca había entrado en el Amparito. Todavía no.

Se contaban cosas tenebrosas de Rafael Narváez, el Gamba.

Canijo

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