Читать книгу Canijo - Fernando Mansilla - Страница 15
Оглавление6. Calle San Luis, marzo de 1980. La iglesia de la plaza de San Marcos es mudéjar. Un momento para contemplarla y luego sigue tu camino por San Luis y verás que la calle se estrecha, caminas flanqueado por casas bajas y encaladas y pasas por delante de lo que fue el Metralleta, un oscuro semisótano donde se estuvo vendiendo grifa durante tantos años con total impunidad. Y si continúas llegarás a la iglesia de San Luis de los Franceses, pasarás bajo sus tres cúpulas de tejas azules sobre torres doradas; cruza Divina Pastora, cruza Arrayán y llegarás a San Luis 65. San Luis 65 fue una dirección mítica para los yonquis de Sevilla.
Llegaron una mañana alegre y soleada del mes de marzo de 1980. Finalmente, fue el tito Julián quien los trasladó —a ellos y a sus escasos enseres— desde el piso de las Tres Mil hasta su nuevo hogar en el barrio de la Macarena. Fue un viaje triste, dentro de una mañana alegre, con mucho tráfico; un viaje triste y lento en la destartalada furgoneta de los Fernández. María iba deshecha, su marido preso, su hermano mayor, Juan —que en gloria esté—, muerto, descansaba ya en el cementerio de San Fernando. Por si fuera poco, habían sido expulsados de las Tres Mil, por mucho que el Kako Ramiro insistiera en que el cambio de barrio les iba a resultar beneficioso. Durante el trayecto recordaba María a su hermano fallecido, su Juan, que era, siempre fue, su predilecto. De hecho, Juan fue el único de sus hermanos que la trató con cierto cariño. Se llevaban poco tiempo, once meses, y se entendían. Juan era el menos prejuicioso de los Fernández, por ejemplo con los cigarrillos. Con ningún otro hermano se hubiera podido fumar María un cigarrillo tan a gusto como lo hacía con Juan. Él fue quien le enseñó a tragarse el humo y a coger el cigarrillo con la derecha, como las mujeres. Según Juan, los hombres fumaban con la zurda, las mujeres con la diestra. Fumándose un Winston, hace ahora ya tantos años, a orillas del Guadalquivir, María confesó a su hermano que estaba enamorada de José Molina, el gitano andarríos que había llegado a las chabolas del Roto, procedente de algún lugar de la provincia de Huelva. José llegó una mañana de amanecida, por el caminillo que viene de las huertas de Santa Teresa y acaba en el embarcadero del Roto. Pese a ser tan temprano había ya cierta actividad en la ribera del Guadalquivir, pues era la mejor hora del día para lanzar los aparejos desde las pequeñas embarcaciones fondeadas en mitad del río y dedicadas en su mayoría a la pesca del albur. José llegó a las lindes del campamento y pidió agua y permiso para tumbarse un rato y descansar. El primer gitano que le atendió fue precisamente Juan Fernández —que en la gloria esté— y lo llevó inmediatamente a la chabola que habitaba con sus padres y sus hermanos. En la chabola todos habían tomado ya su café con leche y su trozo de pan tostado con manteca colorá, pero Isabel Barrul, la madre de los Fernández, no tuvo pereza en aviarle a José Molina un buen desayuno, más café, más pan tostado en la candela que María preparaba todas las mañanas y que era su primera obligación. Mientras los hermanos varones apañan los aparejos en la orilla del río, María y su madre atienden al recién llegado. Pero José Molina habla poco. Dice que viene de Huelva, de la sierra, no precisa mucho más. Un frenazo brusco interrumpe los recuerdos de María. Han llegado ya a la calle San Luis. El barrio parece animado. Desde la plaza San Marcos hasta el cruce con Divina Pastora —donde están en estos momentos—, Rafael Molina ha contado por lo menos siete camellos, vendedores de hachís, apoyados en tapias, paredes y esquinas, sentados en poyetes y escalones. Lo comentó dentro de la furgoneta, donde el ambiente era más bien fúnebre, y arrancó alguna sonrisa de sus hermanos. Mes de marzo, mañana radiante, negocios en las esquinas… parece que a los hermanos Molina les sube un poco el ánimo. En el aire se percibe el dulzón olor del hachís; por Arrayán, por Divina Pastora, por la calle Macasta, los camellos, ataviados al chulesco estilo barriobajero de la Macarena, venden sus bolas de hachís cortado en posturas de doscientas, trescientas, quinientas, mil pesetas. Jóvenes y no tan jóvenes, que también pululan por el Espumarejo los grifotas viejos de toda la vida, tanto con ánimo de compra como de venta. Tradicionalmente, el mejor hachís lo tienen siempre los más viejos. Los puretas, como se les llama en el barrio.
Aparcó el tito Julián su vieja furgoneta frente a la iglesia de Santa Marina. Descargaron la poca cosa que traían. Los inquilinos del 65 salieron al patio, a curiosear la llegada de los nuevos. El 65 es un corral de vecinos, un gran patio central alrededor del cual se reparten en dos plantas las viviendas que constan, como mucho, de dos habitaciones. Ascendiendo una escalera de madera, que era preciso subir sin prisas y con bastante tiento, se arribaba a la galería descubierta que daba toda la vuelta por encima del patio central. En la segunda puerta de esa galería tenía su nuevo hogar la familia Molina. La primera vecina que les dio la bienvenida fue la señora Emilia. Una señora de edad, delgada, de mirada astuta y sonrisa atractiva. Era también la dueña de Taco, un canario viejo y minúsculo que se desgañitaba trinando en una pequeña jaula colgada de una alcayata en una pared del patio. Trinaba excelentemente. Lo hacía tan bien que a María le llamó la atención; también a Pedrito. Sonrió la gitana por primera vez aquella mañana. Se acercó al pájaro, Pedrito a su lado; la señora Emilia hacía propaganda del animal.
—Se llama Taco, y canta como los ángeles.
—Desde luego, desde luego —admitía la gitana—. Vaya que sí.
Pedrito le metió el dedo índice entre los barrotes de la jaula. Dejó Taco de trinar y vino a picotear el dedo del niño.
—Pedrito… —le llamó su hermano Rafael la atención— deja la pulía y ven a echar una mano, que te tangas tú mucho, tunante.
Pedrito está contento. Le ha gustado la calle, el barrio, Taco, lo que ve en esos primeros momentos de recién llegados.
—En el patio se pueden aviar buenas candelas —opina con gesto de entendido Eduardo el Bizco mientras sube las escaleras con dos maletas. Aquella extraña mañana de marzo, cuando los Molina se debatían entre la tristeza y la excitación, Eduardo parecía un hindú con el turbante de vendas que envolvía su descalabrada cabeza. Le faltó poco para no contarlo, pero lo contó, y ahora conservaba entre sus objetos personales, cual pieza de museo, la pesada y gris tubería de plomo que le había abierto la cabeza. La guarda junto con el azadón, que sigue siendo su arma preferida para la guerra.
—Niño, ¿estás sordo o qué? —insiste Rafael a su hermano absorto frente a la jaula.
—Mi Pedrito tiene un don espesiá con los bichos —contaba María a la señora Emilia que escuchaba complacida cualquier historia que tuviera algún animal de protagonista.
—Huy, yo igual. A mí me encantan los animales.
—Sí, pero mi Pedrito, fueraparte que le gusten, es que tiene un don.
Sonrió la señora Emilia con indulgencia. Evidentemente, no se lo creía mucho. María empezó a contar una historia:
—En Coria, porque nusotros antes de venir a Sevilla vivíamo en Coria, ¿sabe usté?
—¿Sí? qué casualidad. Mi marido es de Coria —apuntó la vecina—. Es decir, era, porque el pobre ya murió. Tres años hará en noviembre. Desde entonces, ¿ve usted?, estoy sola. Bueno, sola no, me queda mi Taco. Es más bueno el pobre… Y canta como los ángeles.
—Pues le decía que en Coria, mi Pedrito se encontró un canario a la vera der río, ¿sabe usté? Estaba herío, hecho porvo, pues bueno, mi niño lo curó, le dio gloria bendita, y no vea si er pájaro estaba agradesío con to lo chico que era. Le enseñó a trinar a compás. Hasiendo parmas. ¿Verdá Pedrito que el pájaro del río cantaba a compás y tú le hacías parmas?
Afirmó Pedrito con la cabeza, luego introdujo el dedo índice entre los barrotes para que Taco lo picoteara levemente, a modo de bienvenida. La señora Emilia estaba un poco celosa. A ella nunca su canario le había picoteado el dedo. Ni a ella ni a nadie. Todo lo contrario, el pájaro solo toleraba la presencia humana a distancia. Incluso cuando su dueña le arreglaba la jaula o le ponía su comida procuraba mantenerse siempre a la mayor distancia posible de las invasoras pero imprescindibles manos que le daban de comer.
—Mire, mire… Me parese que se va a arrancar —anunció María.
Efectivamente, Taco dejaba su picoteo de bienvenida y subido a su palo de trinar —siempre trinaba encaramado al mismo palo— lanzó unos gorgoritos, primero de prueba, y luego, ya consolidado el tono, se lanzó a ejecutar una complicada escala, solo al alcance de las siringes más privilegiadas. La destemplada voz de Rafael puso el punto final a la actuación de Taco.
—¡Niño, me cago en tus mulas, joé! ¡Quieres dejar ya er canario, recopón! ¡Cómo te tengo que decir que dejes de hacer el paró y vengas a echar una mano!
María reprendió a su hijo mediano:
—Rafaé, hay que ver el malange que tienes con tu planó.
Eduardo ascendía cansino las escaleras, repetía lo de las candelas y nadie le hacía caso.
—En este patio se pueden aviar buenas candelas.
En la calle todo es nuevo para los Molina Fernández.