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Censura despistada

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La censura nacional ha tenido ojos muy abiertos para la pantalla grande y las primeras planas; ante la televisión, su miopía, afortunadamente, ha sido de las que impiden ver de cerca. Apenas el canal 4 tenía mes y medio en el aire, en febrero de 1959, sus largometrajes nocturnos llamaron la atención de la Junta de Supervigilancia de Películas (JSP) presidida por Teófilo Ibarra, que logró que el presidente Prado firmara el Decreto Supremo 10 disponiendo que antes de las 9 de la noche solo se programen espacios aptos para todo público e información general, y luego programas con calificativo sancionado por la junta. El decreto nunca fue reglamentado porque la JSP había sido creada por ley y un dispositivo menor no podía modificarla. Los dueños del 4 optaron por no protestarlo y reírse en silencio de los despistados censores, intentando adaptar el sistema burocrático de calificación de filmes a la televisión en vivo.

La inaplicabilidad del primer decreto fue providencial. La naciente televisión no volvió a ser estorbada hasta noviembre de 1962, cuando el presidente de la junta, José Rubio, legalmente desarmado, convocó a los dueños de los canales para intercambiar puntos de vista. Uno a uno los telecasters reunidos lanzaron argumentos concluyentes. Cavero, del 2, dijo que la televisión era un órgano de prensa con derecho a la libre expresión; González, del 4, defendió a ultranza la moralidad del medio; Román Alzamora, subgerente del canal 9, preparó un slide dirigido a los padres de familia que decía: “El programa no es para menores, la responsabilidad es de usted”; Héctor Delgado Parker llevó una propuesta que entonces no hubo necesidad de ejecutar pero que le serviría a su hermano Genaro para capear todas las ínfulas represoras del futuro. Héctor Delgado Parker demostró que por razones técnicas la censura es inaplicable a la televisión, aunque sí sería recomendable que los canales pactaran un código de ética. Temprana intervención de los grandes autorreguladores de la televisión peruana, que al igual que los más poderosos telecasters norteamericanos no desestiman la censura por principio, sino que buscan erigirse en censores de sí mismos y, ¿por qué no?, de la competencia.

Unos meses después, Rubio volvió a convocar a los canales y estos se declararon en rebeldía. Los multó, pero la Prefectura no ejecutó la sanción. En octubre de 1963, tras las gestiones burladas de la junta, la inspección de espectáculos de la Municipalidad de Lima entró al ataque. El blanco fue el canal 2, que cobraba por el ingreso a su auditorio eludiendo el pago de impuestos, donde había una escalada de shows impúdicos que amenazaban culminar, según el inspector Julio Sotelo, con la anunciada presentación de La Coccinelli. La diva transexual vino mucho después, en 1970, y un furibundo Cavero tuvo que ajustar cuentas con el fisco. A inicios de 1964 se vengó, provocando una tormenta que él mismo se encargó de apagar: Dámaso Pérez Prado, acompañado de la apabullante Daisy Guzmán, lanzó el dengue, variante sensual del ya calenturiento mambo.

El escándalo duró un par de presentaciones, pues para la tercera Cavero pidió a Daisy que se disculpara ante el público que creía que su “arte era ofensivo”.

El fantasma de la censura oficial no se aparecía ante la gente de televisión. A ellos sólo llegaban las protestas de la Iglesia, de la prensa intolerante, de personalidades aisladas del gobierno, de los amigos y familiares de los ejecutivos y quejas que sí los hacían temblar, las de los propios dueños. González y Umbert, fanáticos de la mesura, no se cansaban de pedir a su gente que se mordieran la lengua, algo difícil de conseguir, por ejemplo, con Daniel Muñoz de Baratta. Gaspar Bacigalupi, director argentino que tuvo a cargo su show, fue una vez suspendido por ponchar el trasero de una “Baratta girl” (véase, en este capítulo, el acápite “El hombre orquesta”). La autocensura fue el único fantasma que a todos se les materializó alguna vez.

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