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11 de enero

¿Qué es más difícil?

“Dios resiste a los soberbios y da gracia a los humildes” (Santiago 4:6).

¿Qué es más difícil: la conversión de una persona que sabe que es mala o la de una que se cree buena?

Esta es una de esas preguntas que se pueden responder con otra pregunta. ¿Quién fue perdonado entre los dos hombres que fueron al Templo a orar: el fariseo, que daba gracias a Dios porque no era pecador como los demás, o el publicano, que ni siquiera se consideraba digno de levantar los ojos al Cielo porque se consideraba indigno? Según las palabras del Señor Jesús, fue el publicano quien “descendió a su casa justificado antes que el otro, porque cualquiera que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido” (Luc. 18:10).

¿Por qué Dios perdona al pecador convicto y confeso, mientras que pasa por alto los ruegos del fariseo? ¿No dice la parábola que este hombre vivía piadosamente? No robaba, no era infiel a su esposa, no cometía injusticias contra el prójimo... Además, ayunaba dos veces por semana y daba diezmos de todas sus ganancias. Sin embargo, salió del Templo sin la bendición de Dios. ¿Por qué?

Creo que Philip Yancey da en el clavo cuando escribe que para que la gracia de Dios sea efectiva, el pecador debe primero recibirla; pero para recibirla, sus manos deben estar vacías (What’s So Amazing about Grace, p. 180).* El publicano fue perdonado porque llegó al Templo “con las manos vacías”. Las manos del fariseo, en cambio, estaban llenas. ¿Cómo podía recibir la gracia de Dios, si sus manos ya estaban llenas de orgullo y de suficiencia propia?

Hay todavía una lección más en esta parábola, y es que ante Dios la humanidad no se divide en justos y pecadores. Solo hay pecadores: los pecadores que, como el publicano, reconocen su condición y piden misericordia; y los que, al igual que el fariseo, se creen justos y, por lo tanto, consideran que no necesitan arrepentirse.

¿Cómo están tus manos, al presentarte ante Dios? Antes de responder, quiero compartir contigo estas palabras: “La gracia es la mano de Dios que baja a la tierra. La fe es la mano del hombre que se extiende hacia arriba, para asir la mano de Dios” (Diccionario bíblico adventista del séptimo día, p. 501).

Ahora pregunto: para asir la mano de Dios, ¿no deberían nuestras manos estar abiertas y, además, vacías? ¿Entendemos ahora por qué el publicano fue perdonado, pero no así el fariseo?

Señor, ante ti estoy con mis manos abiertas. Por favor, límpialas de todo orgullo, y llénalas de tu perdón y de tu amor.

Nuestro maravilloso Dios

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