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Ensueño

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Hacía ya tiempo que no lograba controlar sus sueños. En su época de estudiante tenía la mala costumbre de comenzar a estudiar cuando restaban pocos días para el examen.

El despertador sonaba sobre las tres y media de la madrugada. Una buena taza de café, la bata bien apretada y a sumergirse en el emocionante mundo del Arte. Le apasionaba especialmente el Renacimiento, pero sin menoscabar el Arte Antiguo, el Clásico y el Medieval. Pero si había algo que le estremecía y ponía los pelos de punta era todo lo relacionado con la Astrología y el Ocultismo.

Estas inquietudes le harían viajar mucho durante toda su vida, y cuando la curiosidad incesable, la investigación y la perseverancia van de la mano de la pasión, todo fluye de forma natural, llegando a conseguir la cátedra en Historia del Arte siendo uno de los más jóvenes docentes universitarios.

Transcurridas aproximadamente tres horas, sus grandes párpados se hacían cada vez más pesados, hasta que cerraba los ojos cayendo en un interminable laberinto en el que el tiempo se ralentizaba y su imaginación, su perspectiva, su consciencia y su realidad se enredaban y entrelazaban culminando en un extremo de leve lucidez.

Conocía perfectamente la obra de Sigmund Freud y había intervenido en estudios sobre el sueño y el inconsciente y su influencia en la vida real, por lo que siempre al despertar apuntaba en su libreta los aspectos más extraños que encontraba, para luego poder investigarlos y encontrar su causa, el motivo y el porqué de su aparición.

Escenas sin sentido, la aparición de personas fallecidas o inminentes accidentes mortales lo despertaban en lo más profundo de su sueño. En ese preciso instante comprendía lo que estaba sucediendo, pudiendo realizar todo cuanto quisiera, sin que nada ni nadie pudiera impedírselo. Su pensamiento era realidad. Simple y endiabladamente era un dios.

La lucidez de sus sueños era algo especial. Con el tiempo aprendería a pasar de la espontaneidad a la inducción de los mismos. Una vez dentro le permitía, en primera persona, explorar los lugares más recónditos del universo.

No solo podía recrear cualquier escenario que hubiera visto anteriormente, sino que su imaginación modificaba a su antojo el entorno, quitando o añadiendo elementos, paralizando o aligerando el tiempo, los colores, las dimensiones. Igual se encontraba en París visitando el museo del Louvre que se hallaba escalando el Everest o buceando en las profundidades de los océanos; volando libre como un águila, atravesando la selva amazónica convertido en jaguar, o simplemente dando un paseo por la Gran Muralla china.

De esta manera él creía que, dentro de su despreciable mortalidad, que le producía incesantemente un incontrolable pánico, podía vivir innumerables vidas.

Despacio pero constante, fue sintiendo un destello fulminante de luz que penetraba en su mente y lo empujaba cual rayo vertiginoso hacia el cielo negro. Comenzó a percibir una brisa fría, que lo envolvía y lo hacía flotar de forma apacible mientras observaba cómo se alejaba de la Tierra, dejando atrás Marte y Júpiter, acariciando los anillos de Saturno, saliendo de nuestro sistema solar y de la Vía Láctea. Cuásares, galaxias, nebulosas, agujeros negros, cometas, púlsares iban apareciendo en su camino, hasta que divisó una hermosa estrella mucho más luminosa que nuestro Sol, la más brillante y la que daba nombre a su constelación, la cual pudo fácilmente reconocer.

—¿Por qué este surrealista viaje inmerso en mi universo onírico me atrae hasta Ophiuchus? —reflexionó.

La conocía perfectamente. No hacía mucho tiempo que había compartido, junto con su ayudante de cátedra, una investigación que había sido publicada en varias revistas tanto de ciencias como de esoterismo.

Ophiuchus. Las hijas olvidadas

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