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La puerta del perdón Enero, Sevilla

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La sangre corría por la calle hasta perderse en infinitos ríos. La noche no podía ser más oscura. De pronto, un rayo iluminó el cielo de Sevilla. Las campanadas de la Giralda se fundían con el furor de los desgarradores truenos y los gritos desesperados por cada puñalada. Llovía de forma torrencial. El cuerpo yacía de rodillas. La muerte le llegó agarrado con fuerza a los barrotes de la verja, como si quisiera atravesarla para hallar la salvación.

Aquella noche, Antonio presentía que iban a estropearle la reunión mensual con sus amigos de la infancia. Era el primer sábado que libraba después de las fiestas navideñas, y tenía muchas ganas de beber unas cervezas bien frías entre charlas y anécdotas inolvidables que se repetirían al son de ruidosas carcajadas.

—¿Cómo han ido esas fiestas? —preguntó mientras se acercaba a Rafael, que ya estaba haciéndose hueco en el rincón más profundo de la barra del bar.

—Como siempre, en familia. Demasiada comida y demasiada bebida.

—¿Qué tal estáis, hermanos? —preguntó Pepe, que en ese preciso instante entraba quitándose su chubasquero. Dejó el paraguas empapado dentro de un viejo cubo que hacía de paragüero, y riéndose se agarró a sus amigos y los tres se pusieron a saltar haciendo círculos—. No veas la que está cayendo. No para de llover. ¡Vaya nochecita!

»¡Carlos, por favor, ponnos una rondita! —pidió Antonio sentándose en el taburete.

—¡Marchando! —le dijo el dueño, y sacó de la nevera tres tercios de Cruzcampo a punto de escarcha que inmediatamente cogieron y brindaron chocando los cristales con un «¡por nosotros, señores!».

—¿Hoy no viene Jesús? —preguntó Carlos al mismo tiempo que cortaba una tapa de queso Payoyo emborrado en manteca.

—Jesús está de viaje. Creo que lo habían invitado a la inauguración de una galería de arte. Además, recuerdo que tenía que dar alguna conferencia, o algo así me comentó —le explicó Pepe quitándole una cuña de la tabla de cortar, antes de que le diera tiempo a pasarlas al papelón de estraza.

Habían ido juntos al colegio desde los cinco años, y la amistad había perdurado hasta entonces, creando un vínculo envidiable. La vida les había tratado bien. Todos habían nacido en familias humildes, y a base de estudio y de mucho sacrificio, tanto de ellos como de sus padres, habían conseguido una buena carrera profesional.

Antonio era inspector de policía, Rafael abogado, Pepe psiquiatra y Jesús catedrático. Cada uno con sus problemas cotidianos buscaban, en estas reuniones, una forma de vía de escape donde relajarse, contarse los nuevos proyectos, los próximos viajes, hallar consejo ante las dificultades y decisiones de la vida y mantener el contacto como si de una familia se tratase.

De pronto sonó el móvil de Antonio, que nada más cogerlo y comprobar quién lo llamaba, puso cara de preocupación y extrañeza.

—Sí, voy enseguida —contestó de forma contundente.

Miró a sus compañeros, terminó de un trago la cerveza que le quedaba en la botella y se despidió ásperamente.

—Chicos, lo siento, pero tengo que irme. Luego os cuento. Parece ser que han encontrado un cadáver por la zona de la Giralda.

Antonio era el protector del grupo. Alto y robusto, de cuello elegante y tez aceitunada que delataban su raza gitana heredada de su padre. Cabello negro y rizado, con un peinado sutil y elegante. Sus ojos marrones verdosos, levemente achinados, y su nariz aguileña junto con unos labios voluptuosos lo hacían irresistible, sobre todo para los hombres.

Su homosexualidad solamente la conocían los más íntimos, y tras varios desengaños amorosos, ahora se encontraba solo. Acababa de cumplir medio siglo, pero emanaba tal fuerza y vigorosidad que no aparentaba más de cuarenta. Tenía una cicatriz de unos tres centímetros en forma de flecha que le atravesaba la ceja izquierda, dándole un atractivo aspecto de peligrosidad.

Ya se encontraba la zona señalizada y delimitada con las cintas de balizamiento y había varios coches de policía con las luces parpadeantes —pero con las sirenas desconectadas— cuando llegó Antonio.

—Buenas noches, por decir algo —balbuceó mientras se encendía un cigarrillo.

—Te pongo al día —dijo rápidamente su compañero—. La víctima es un expresidiario de sesenta y dos años, que precisamente ha salido hace menos de un mes de la cárcel. Fue condenado por asesinato con ensañamiento y alevosía. Violencia machista. Apuñaló a su esposa por la espalda en treinta ocasiones.

—¡Vaya elemento! Quiero ver detenidamente su expediente. A primera vista parece que alguien le ha querido pagar con su propia moneda. ¿Quién lo ha encontrado?

—Un joven que salía de su trabajo. Debido a que la luz de la farola más cercana estaba fundida, en la penumbra y con esta lluvia casi no se dio cuenta. Creía que era un vagabundo, y al acercarse distinguió el rojo de la sangre entre los charcos.

»La Científica ya está terminando su trabajo. Tendremos en breve el informe pericial.

—Muy bien. La autopsia nos revelará el resto, y espero que no hayan sido treinta, tú ya me entiendes —le murmuró al oído, y se dirigió a hablar con el médico forense.

Ophiuchus. Las hijas olvidadas

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