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Pasillo

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El Talgo es un tren rojo y plateado que me recuerda a las películas americanas. Las butacas son de sala de cine, amplias y mullidas; sus reposabrazos, gigantes. Cada vez que nuestras miradas se cruzan, Federica y yo nos partimos. Entre dos carcajadas le suelto: «Al final hicimos autostop, tienes que reconocerlo». Se gira hacia mí con la boca abierta, espasmos rítmicos rebotan en sus hombros. De tanta risa, le da hipo. Me levanto para dejarla pasar y la sigo hasta el baño. La moqueta del pasillo es espesa, se hunde bajo los pies, veo cómo recupera su forma tras los pasos de Federica. Me gustaría tumbarme con ella, desnudas en el suelo de este tren vacío, que solo parase cuando nos apetezca dar un paseo, que el revisor fuera el policía de bigote y barriga, que nos hiciese de mayordomo y también de abuelo feliz.

Federica abre la puerta del lavabo, me escurro detrás de ella, es pequeño, pero cabemos. Ella se moja la cara con agua no potable y yo me siento en el trono. Está agachada, pegada al chorro minúsculo que sale del grifo, sus caderas se menean con el traqueteo. Yo tengo sueño, tengo sed. Deslizo las manos bajo su jersey y estiro los brazos hasta ceñir sus hombros con las manos. Tomo apoyo y me pongo de pie. Encierro sus pechos, mis dedos son garras dulces, sus pezones me cosquillean las palmas. Federica es más alta que yo, pero la envuelvo. Yo la protejo con mi cuerpo y mi labia, con mis fábulas y mi desparpajo. Ella se da la vuelta con una suave torsión del cuerpo. Su boca es la puerta de un pasillo vertiginoso. En él, el traqueteo se vuelve compás; el lavabo, altar; el trono, reclinatorio. La sirena del tren que llega a Girona encubre su grito.

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