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Armadillo

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Es noche cerrada cuando llegamos a la estación de Sants. Federica no abre los ojos, aunque el altavoz chille en español cosas que no entiendo. Aunque la gente se amontone en el pasillo y le rocen la rodilla izquierda con maletones gigantescos. Aunque yo le sople en el cuello: «Amor, hemos llegado». No se inmuta. Federica hace el armadillo, se tapa la cara con los codos. Le achucho las costillas, se revuelve, ríe, se hace la sueca. Yo no hablo ni entiendo el idioma, ahora le toca a ella. Cargamos las mochilas y salimos las últimas del tren. La estación de Sants es inmensa, las losas del suelo reflejan los fluorescentes, distorsionan su luz. Hay bancos de hormigón larguísimos donde la gente se echa a dormir en fila india. Atan con cordel el equipaje a sus muñecas, a sus tobillos; se tapan con mantas deslavadas y apoyan la cabeza en sus macutos. Muchos roncan.

Los españoles hablan muy alto, Federica también. Grita y aparta a un hombre que nos persigue con una tarjeta de visita en la mano. Yo voy detrás como un perrito. No pillo palabra, ni las suyas. Parecen salir de su boca todas pegadas. Nos refugiamos debajo de unas escaleras mecánicas, nos sentamos en el suelo, nos abstraemos.

Federica se crece con mi desconcierto, sonríe y me abre los brazos. Yo me apelotono en su regazo, me hago un ovillo. Soy un huevo de codorniz, un animalito, un puercoespín amansado. Ella acaricia mis espinas gachas y dice que nos conviene esperar a mañana para bajar al sur.

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