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Raíces

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A Federica y a mí nos gustan las aves. En el jardín central de Murcia, encerrados en una pajarera de hierro forjado, conviven pavos reales, faisanes y algunas que nunca había visto. Son como gallinas con plumero, gallinas despeinadas, gallinas peluches. Tienen un porte grácil y femenino, decorativo. Tampoco conocía los árboles que rodean la jaula. Sus raíces se retuercen, brotan de la tierra y vuelven a penetrar en ella. Parecen manos y parecen garras, como si un elefante se hubiese quedado clavado al piso. Sus copas son grandiosas, tapan el sol del todo, lianas deshilachadas cuelgan de sus ramas, algunas tocan el suelo.

Sentadas en un banco comemos pan con atún, latas de sardinas. Lonchas de queso. De salchichón. Nos chupamos los dedos. A nuestros pies, aletean palomas y gorriones, los espantamos un poco, pero les damos de comer. Casi no queda dinero, la pensión se lo traga todo. Federica dice que tenemos que ir al campo, que ahí encontraremos trabajo. Yo quiero ir al mar, tropezarnos con una cueva, una casa abandonada, una ermita donde refugiarnos. Federica me cuenta que, de joven, su tío se buscó la vida en los invernaderos. Le dijo que los peones esperan en las rotondas, a las afueras del pueblo. Cuando llega el dueño, revisa a los candidatos uno por uno y elige a quién llevarse, como en Espartaco. Se ve que las mujeres tienen las de ganar porque sus manos son más pequeñas y se acoplan mejor a las matas de tomate. Sus muñecas son flexibles, llegan al fruto sin romper los tallos. Si trasplantan lechugas, no parten las raíces, son más cuidadosas. También comemos menos.

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