Читать книгу Águilas - Fló Guerin - Страница 37
Clan
ОглавлениеLa muchacha que viaja sentada al lado de Federica se llama Rosario, pero le gusta que le digan Rosa. Nos ha invitado. Cuando bajamos de la camioneta, se acerca a la cabina y habla con el conductor. Federica me farfulla al oído que le ha contado nuestra historia y que se la ha tragado. Le ha dicho que nos darían un sitio donde dormir y quizás trabajo porque su padre es el jefe de todos.
La camioneta está aparcada cerca de las vías del tren, a las afueras de Águilas, en un barrio de casas bajas y calles sin asfaltar. Las que quedan pegadas a los raíles son construcciones de chapa y aglomerado; unas gallinas picotean la vereda y se oyen cabras encerradas, quizás ovejas. Rosario y su padre se acercan, él parece un indio, es pequeño, su piel casi chocolate, un anillo enorme de oro brilla en la mano que descansa sobre el hombro de su hija. Le dice algo a Federica que no entiendo, Rosario suelta una carcajada y me invita a que los siga. Reconozco en la calle a todos los pasajeros de la camioneta, a la madre y su niño, a la abuela de los dientes de oro, a los muchachos que nos subieron en volandas. Algunos saludan. El padre de Rosario abre la doble puerta de hierro de una casa, entramos en una sala a oscuras. Está vacía y el suelo es de tierra. Enseguida aparece una mujer de tetas inmensas, nos mira desconfiada, gesticula, nos apunta con el dedo, increpa a Rosario y a su padre. Creo que es la madre, intento sonreírle. El padre levanta la voz y la mano, la mujer gruñe, agacha la cabeza y se va, pero vuelve enseguida con una provisión de velas y una manta. Digo «¡no, no, no!» con la cabeza y el índice, les muestro nuestros macutos, intento abrir la cremallera que se resiste, extraigo el paquete de velas del ferretero. Sonrío de nuevo a la madre y se las enseño. Me mira y duda, se relaja, una arruga alegre se le dibuja en la comisura de la boca. Al fin, sacude la cabeza, se da la vuelta y sale por la puerta, el padre la sigue.
Federica, Rosario y yo repartimos velas en las cuatro esquinas de la habitación. Sus límites se definen, temblorosos, se adivina un patio en la parte trasera de la casa. Me dirijo hacia ahí cuando suena un estruendo. Los paneles de la puerta se abren de par en par y entran dos muchachos que llevan una cama a cuestas. Tiene un cabezal macizo de hierro y parece pesar mucho, no tiene colchón, su somier es de alambre tejido. Detrás de ellos, pasan muchos más, quizás diez, quizás quince, quizás más gente. La habitación está abarrotada. Traen mantas, sillas, palanganas, caballetes y tablones, garrafas de agua. Hay jóvenes y viejos, niños corretean y cortan el paso; la abuela de los dientes de oro parece organizar el operativo. Chilla y se impacienta, muestra dónde dejar cada cosa, reparte alguna colleja, persigue con su bastón a los pequeños. Poco a poco van saliendo todos. El padre de Rosario le alcanza una linterna a Federica y nos lleva al patio, en su centro crece una higuera enorme, es más alta que la casa. Al fondo, hay una garita de chapa con una cortina que le sirve de puerta. Es el baño, se nota por el olor. El padre le explica algo largo a Federica, que asiente con la cabeza pero abre los ojos como platos. Nos dejan una llave pequeña, se despiden y se van.