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Vueltas

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Solo nos queda un billete de cinco mil pesetas. Anoche dejamos el último de mil en el mostrador de una pensión roñosa, cerca de la estación. Maté muchas cucarachas antes de acostarnos, las perseguí detrás de las cortinas manchadas, las ahogué en el sumidero de la ducha. Federica se metió en su saco de dormir y me dio la espalda. Apagó la luz de su mesilla. Me alcé para verle la cara, pero se la tapaba con el codo. Me di la vuelta y arrimé el cuerpo, fue como dormir contra la pared.

Es muy temprano, esperamos en una rotonda, a las afueras del pueblo. Desde aquí, se ven los invernaderos. Son estructuras frágiles cubiertas por trozos de plástico opaco, redes negras y alambres. Acaba de salir el sol, la luz rebota contra su superficie lechosa, si se miran de frente, deslumbran. Estamos solas, somos las primeras. Quizás no venga nadie más. Federica sigue sin hablarme, se sacude, manotea, espanta moscas. Hay muchas. Las cunetas están repletas de botellas vacías, envases de productos químicos, tomates podridos, chatarra. La carretera está desierta.

Me siento en una piedra, saco mi libreta y un lápiz de mi riñonera. Dibujo ojos, resalto sus contornos. El sol me calienta la nuca. Se acerca una camioneta, entra en la rotonda y pasa por delante de nosotras. La conduce un hombre rechoncho, tiene canas y una gorra grasienta, echa una ojeada. Vuelve a pasar más despacio. Varias veces. Cada vuelta más lento.

Cuando vio la camioneta, Federica levantó la mano, expectante. Ya no. Sé que ahora tiene miedo, igual que yo. El hombre aparca, se acerca a nosotras, camina con las manos en los bolsillos. Se dirige a Federica, le mira los pechos, mueve la izquierda al hablar, pero su mano derecha sigue oculta. Hurga en su entrepierna, tras la tela del pantalón raído. Entiendo palabras, «trabajo», «invernadero», el hombre se retuerce un poco, saca un condón de su bolsillo izquierdo y un billete de dos mil pesetas del derecho. Miro al suelo, busco algo, lo que sea, me hincho de aire y rabia, en la cuneta diviso una varilla de obra. Un hierro, gordo como mi pulgar. Cuando el hombre acerca la mano a la cadera de Federica me agacho y lo recojo. Grito como una posesa y doy latigazos al aire, le apunto. El hombre da varios pasos atrás. Duda un momento, después dice cosas que no entiendo, escupe, agita el brazo como si tirase algo por encima del hombro. Sube a la furgoneta y se va.

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