Читать книгу Águilas - Fló Guerin - Страница 34

Sirenas

Оглавление

El pueblo está adosado a un gran peñón, el autobús nos deja a sus pies y da la vuelta. La carretera discurre paralela al mar, termina en Calabardina. No sé por dónde tirar. Federica pregunta a unos viejos sentados en la plaza por la playa de Cuatro Calas. No saben, dicen que no les suena. Caminamos hacia la franja del pueblo que trepa por el peñón, hay muchos chalés a medio hacer, la carretera se convierte en una pista de tierra. La pendiente es abrupta y sudo, estiro el cuello para adivinar la línea de costa, pero solo veo rocas blancas y negras, barrancos y despeñaderos. Federica resopla.

Paramos a mitad de la cuesta y dejamos los macutos en el suelo, hay un camino que se bifurca hacia el mar, pero no se ve señal que indique una cala. Es solo un sendero de cabras. Cae el sol cada vez más rápido, su luz torna las olas metálicas, las más alejadas se rizan de blanco. Viene viento del mar, se encabrita, de una ráfaga me quita la capucha. Federica quiere volver al pueblo, yo quiero intentarlo. Acordamos seguir un rato más, pero volver antes de que nos pille la noche. Cortamos monte a través, el mar parece alejarse a medida que avanzamos hacia él. El viento embiste y nos inclinamos un poco para abrirnos paso, las mangas de nuestras chaquetas se hinchan de aire, se nos resecan labios y ojos. El sendero se ramifica muchas veces y procuramos seguir lo más recto posible. A veces, casi desaparece y tenemos que atravesar matas espinosas que nos pinchan los tobillos. Se oyen olas estamparse contra la tierra, retumban, el suelo tiembla un poco. A coro con el viento, silban el canto de las sirenas, la perdición de los marineros. Cuando Federica me tira de la manga para gritarme algo al oído, le enseño un tejado, se adivina una chimenea asomada entre dos peñascos. Nos acercamos, hay varias casas. Todas parecen deshabitadas. Paneles de madera cubren sus ventanas, las cancelas de sus patios no tienen candados.

El chalé más grande está construido a ras del precipicio, desde su planta superior se debe ver la misma cantidad de mar que de cielo. Le hago señales a Federica para que me siga, entro en el patio y rodeo la casa. La puerta trasera no está blindada y da a la cocina. Su parte alta es una ventana de cuadraditos azules, no tendría que costar nada romperla. Me doy la vuelta y le digo a Federica que esto es mucho mejor que una gruta. Que aquí no vive nadie, que no nos pillarán. Que estaremos en la gloria y que tendrán un bar surtido de buenas botellas, que nos emborracharemos. Federica se ríe, sacude la cabeza, me suelta «¡estás loca!», pero no dice que no. Busco en el patio algo para romper el cristal. Una piedra del tamaño adecuado, no me quiero cortar la mano. Encuentro una negra que me cabe justo en la palma, entorno los ojos y calculo el tiro, doy un latigazo con la muñeca, como si quisiera hacerla botar en el agua. El cristal se parte. No oímos su estallido, solo gritan mar y viento. Me acerco a la puerta para pasar la mano por el agujero y tratar de abrirla desde dentro. Cuando la meto, suena una sirena aguda y sincopada, un estruendo. Nos miramos un instante y echamos a correr como conejos.

Águilas

Подняться наверх