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Llaves

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El padre de Rosario nos lleva a trabajar en la camioneta, con el resto de la familia. Está saliendo el sol detrás del peñón de Calabardina, miro el arcén e intento recordar el punto exacto del trayecto donde nos subimos. A Federica le dijeron que nos pagarían tres mil quinientas pesetas entre las dos por cada jornal, que lo normal sería cuatro mil, pero que se quedan algo para la casa y los enseres, que es lo justo.

Hace poco menos de una semana que vivimos con los gitanos. Rosario dice que ellos son calós y nosotros payos. Federica me explica que es como si fueran elfos y príncipes y nosotros enanos y trogloditas. Rosario afirma que su madre tiene sangre de reyes, que es gitana de pluma, canastera por los cuatro costados. Yo apunto en mi libreta: pluma, reyes, canastera, costados.

Los gitanos tienen una manera muy suya de ver la intimidad. El derecho a disfrutar de ella es vertical, como una cadena que colgase del techo. Cuando nos sumamos, entramos a formar parte de ella, somos su último eslabón. Todos tienen la llave de nuestra puerta, pero de la casa de Rosario, solo su padre y la familia directa. Manuela, la abuela de los dientes de oro, tiene las de todo el barrio, aunque no las suele usar. El resto de la gente queda a medio camino, entran sin llamar donde los de abajo y no cierran su puerta a los de arriba. Más claro, agua.

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