Читать книгу El enigma de la reelaboración - Félix Giménez Noble - Страница 10
Capítulo 5
Una psiconeurosis de compulsión
Оглавление(Viñeta clínica)
Paciente: –Ayer Ana me pone un mensajito. Ni le contesté. Más tarde la llamo, y en cuanto se me pone a hablar, yo me quiero ir. Ahora la corto más rápido. Antes, te acordás, con Melina, con Jillian, con…, bueno, siempre; eran años y yo seguía y seguía… ¡Si no quería estar! Para qué me quedaba. No sé por qué salgo con Ana; si ¡No me gusta!
En el ejemplo, las primeras palabras oídas por el analista adquieren una representación que le “habla” de la historia de P. y de los ocasionamientos que participaron en su complejo de castración. Escuchando a P., lo “ve” desprotegido, sin papá, “aprovechando” la desesperación de la madre para convertirse en su salvador y devenir así su falo. Piensa que P. se “engancha” con mujeres que no le gustan para crear un ámbito en el que pueda mantenerse intacta la necesidad insatisfecha de aprontar investiduras eróticas en la madre. Considera al odio y el resentimiento de P. hacia las mujeres en especial (y al mundo en general) una consecuencia de los maltratos y humillaciones que sufrió de su madre, los cuales habrían reforzado la desilusión de la aspiración incestuosa de –ya que el padre no estaba de por medio–, yacer con ella. Asocia etapas en que P. se ayuntaba con mujeres añosas, y otras temporadas en que, en sus sueños, cogía con la madre. Encuentra en los celos paranoides y la extremada rivalidad homosexual de P., el complemento suficiente para darle figuración acabada al complejo de representaciones que dan cuenta de una estructura edípica secundaria producto de fijaciones pulsionales y ligadura de las representaciones consecuentes que se puede reconocer, a partir de sus retornos, como un conjunto reprimido. Podría decirle algo de todo eso, por ejemplo: “En cada mujer buscás a tu madre. Si no te gusta, es la vieja mala que te da motivo para seguir vengándote. Si la hacés llorar, es la pobre vieja que te carga de culpa.” Pero una intervención así se asentaría sobre los elementos representables, transcurriendo por la periferia de la insistencia pulsional, “resbalando” a causa de la refractariedad de la misma, impotente de penetrar y trastornar esa fuerza. Como cuando se cruza un arroyuelo saltando de piedra en piedra. O se pueden afirmar mejor las piedras que dan apoyo, pero siempre habrá que seguir saltando, o se opta por agregar las piedras que nunca hubo para crear un camino menos lagunoso y un poco más seguro. Poner “piedras nuevas” sería la función del analista que, frente la compulsión de repetición –ese retorno incoercible de lo igual–, opta por implicarse en el proceso de reelaboración.
Paciente: No sé por qué salgo con Ana; ¡si no me gusta!
Analista: Por la misma razón que te ves conmigo, justamente porque no te gusto.
P.: … Pero yo vengo, y vengo…
A.: Sí, como una obligación que te imponés. Pero la relación conmigo no te gusta, la escondés. Nadie sabe que te analizás. Esto que decís; vengo y vengo, es verdad. Venís a vengarte de mí, porque no te gusto. Con Ana igual.
P.: Porque no me gusta.
A.: Estás porque no te gusta, así tenés motivo para estar mal, con bronca, las cosas de ella que no te caen bien. No se las decís. Conmigo también; me dejás hablar, me escuchás, yo puedo pensar que te analizo, pero de alguna manera…
P.: No creía en esto, pero puse toda la carne al asador. Los primeros años, no sé si te acordás, todos los días anotaba los sueños.
A.: Y cuando venías de Rosario, a ciento ochenta para llegar a horario… ¡Seguro! Lo que me habrás puteado.
P.: Ahora lo digo, ahora es mucho menos. Digo lo que no me gusta.
A.: Pero a la primera de cambio te agarra la bronca, acá, cuando tarda el ascensor o cualquier cosa, te agarra la bronca.
P.: Yo vivo con bronca. Qué me vas a decir ahora, vos lo sabés bien. Vos me lo decías hace muchos años, al principio, cuando te hablaba de mis padres… “No, P., vos los odiás a tus viejos.”
A.: Te pincho el globo, cómo no me vas a odiar.
P.: Yo vine porque la chica que había hecho ese curso con vos me dijo: “Estás lleno de odio. Tenés que ir con A., que es muy bueno.” Así que yo vine a ver a Freud. Por eso no quería saber nada de tu vida ni de vos como analista.
A.: Seguro que te decían: y ése ¿Quién es? ¿Quién lo conoce?
P: …
A.: Para que hagas lo que no te gusta, para que hagas eso en lo que no creés, tengo que ser Freud. Y como es imposible que sea Freud, esa frustración, en lugar de decirme: vos no sos Freud, y mandarte a mudar, te quedás pegado a mí. Con Ana, con todas las minas lo mismo.
P.: Me comporto como un chico, con miedo a la gente… ¡Qué falta de personalidad!
A.: Un chico con el pene mío metido adentro. El pene de Freud, el pene de tu madre.
P.: Tiene que ser… Debe ser, esa bronca que le tengo a mi madre, cuando me incendio.
A.: Llamas de odio por el amor frustrado. Tu calentura con ella que te da gato por liebre. Por más que vos le diste todo, como le decís cuando te “incendiás”.
P.: Pero yo me fui hace mucho.
A.: Vos hacés que ella esté siempre, en cada persona que elegís todos los días, para volver a sentirte incómodo y mal, y vivenciar el odio y castigarla infinitamente por no haberte querido. Ella quedó lejos y en el pasado, pero vos la acercás continuamente.
P.: Eso me ha llevado la vida.
A.: “Eso” te lleva la vida, pero sos vos el que no lo soltás a “eso”. Conmigo, por ejemplo, lo que llamás el “reloj de arena”, la vivencia de salir de cada sesión en que te dejaste llenar con las palabras mías que no te gustan. Pero en la medida que transcurre el día mis palabras se escurren, se te alejan, y así te ves obligado a venir a buscar más al día siguiente.
El fragmento clínico muestra el intento de expugnar el conjunto pulsional renuente a toda racionalidad, y rebelde al aprendizaje que “debieron haber dado” las experiencias con Jillian, Melina, y ahora Ana; minas que no le gustan. Las intervenciones buscan imponer una fijación que represente un rasgo de la relación con el analista. Si algo de esto lograra inscribirse, sería un punto a favor del principio de placer, apuntalable y ampliable cada nueva ligazón conseguida.
La reproducción infinita de la escena siempre involucra la indiferenciación entre víctima y victimario (Green, 1996). Ante ella, las transferencias del analista son, generalmente, de desaliento e impotencia. Representan el “precio” que el analista inconscientemente paga para defender, desde su lugar, la estereotipia de la repetición. Si, en cambio, el analista opta por convocar las investiduras retenidas en la compulsión de repetición y devenir objeto de investidura del paciente, la sexualización de su persona, puede dar paso a una vivencia persecutoria que lo amenazará.
Quizá algunas de las consideraciones planteadas sean necesarias, pero difícilmente suficientes si no se le atribuye a la palabra del analista una cualidad que le permita “hacer contacto” y movilizar la fuerza del ello en la transferencia. Ese residuo pulsional de la palabra es lo que da vida a los discursos mesiánicos de políticos y profetas: el arbitraje del padre muerto por la horda.
Así, caemos en la cuenta que no hemos dicho nada nuevo que no supiéramos antes. Quede como excusa el afán de entender un poco más las razones de Freud cuando nos manda a manejar la transferencia, esa realidad “otra” capaz de manejarnos a nosotros.