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capítulo 3
CALDEROS EN LA NIEVE
Оглавление… el vapor que bulle adentro
cual si Luzbel estuviese
metido en aquel infierno…
Domingo Enrique
Si fores lo rey de Espanya,
¿Qué dinaries tu hui?
Andaluz vulgar
No sabía adónde estaba.
Una habitación con revestimiento de madera, de apariencia cálida. ¿Por qué, entonces, hace tanto frío? Alguien olvidó prender la calefacción. Sibila retiró las mantas y el edredón que había encontrado la noche anterior, las lucen funcionan, gracias a Dios. ¿Cuál será el cuarto menos helado? Había subido al primer piso con un manojo de llaves inútiles –ninguna puerta estaba cerrada, y se instaló en la primera habitación que encontró. Odín, como el resto de las instalaciones de Andrómeda, había sido clausurado hacía dos años. Aunque bien podría haber sido ayer, que la mucama doblara tan prolijamente esas frazadas térmicas. Quizá era precisamente eso –la idea de alguna clase de orden– lo que conspiraba contra la noción del tiempo transcurrido.
¿Qué esperaba ella, acaso? ¿Los muros derrumbados y los techos rotos? ¿Restos de un saqueo? La construcción de El Valle podía resistir siglos. En eso está pensando ahora, mientras mira por la ventana las laderas pedregosas. Los medios de elevación tajean, hacia arriba, el lomo de la montaña. El día tiene un color enfermo. Es que ella, una vez más, ha tomado el desvío equivocado. Como siempre, piensa la mujer. La saxofonista no puede recordar adónde quedó su instrumento. La esquiadora no puede prestar atención a sus hermanitas: tanta piedra gris le está clavando congojas en el corazón.
Sibila salió al exterior bajo un cielo de sargazos. Se le agolpaban las necesidades: higiene y desayuno en primer término. A continuación, Instalar su… ¿base de operaciones? Sin embargo, y antes que pudiera pensarlo, se encontró sentada frente al volante de la camioneta. Casi enseguida, encendió el motor. Es para comprobar que el radiador no se haya congelado. De paso, se entibiaba un poco; venía tiritando desde que salió de la cama. Tú que puedes, vuélvete, me dijo El Valle llorando. No está mal, el paisaje este para Don Atahualpa. Podría estar sentado en la piedra esa, casi –y como seguramente a él le hubiera gustado– confundiéndose con la piedra. Atahualpa Yupanqui y Sibila Mosen: suena bien, ¿no? ¿Qué van a interpretar juntos? ¿I’ ve got you under my skin?1
No había nada que justificar. Si quería irse, podía hacerlo. ¿Para qué tanto melindre? El asunto todo, era un reverendo disparate. Emplear a alguien para que se ocupara del mantenimiento de una estación de esquí que no sirve para esquiar, era hacerle la manicura a un muerto. Tú que puedes, vuélvete. ¿Volver? ¿Adónde? ¿Al barrio rojo de Amsterdam? ¿Al Village? A tocar en las cantinas, naturalmente. Ése era su verdadero hogar. Por lo menos no te vas a cagar de frío. Si esa mañana hubiera podido darse una ducha caliente… La única posibilidad estaba en la barraca de empleados. Martín se lo había explicado con detenimiento: las calderas de los hoteles eran demasiado grandes y difíciles de poner en marcha. Pero los dormitorios de los primeros operarios –los que construyeran Andrómeda–, todavía conservaban termotanques que seguramente estarían en condiciones de uso. La alimentación sería un problema menor. Las despensas estaban colmadas de conservas y embutidos, y en la proveeduría había anafes con garrafas de gas envasado. No olvidar una canasta amplia forrada con prolijo mantel de hilo bien almidonado. ¿La radio portátil, tal vez? ¿Alguna vez imaginaste un pic-nic mejor?
El lobo. Cuidado con el lobo.
Finalmente se decidió. Bajó de la camioneta y cerró las puertas de Odín con llave. Su equipaje aún estaba en el baúl. Sólo le quedaba retroceder, poner la primera velocidad, recorrer la breve avenida, última mirada a El Valle en su conjunto, ustedes comprenderán, no es trabajo para una mujer.
Al final de la calle el camino se bifurcaba. Adelante comenzaba la ruta provincial que –circunvalando las montañas de la precordillera–, descendía hacia la llanura mendocina. A la izquierda y hacia el norte, una larga y abrupta pendiente conducía a la cara oscura de Andrómeda: el sitio que llamaban “El Pozo”. Cruzando la gran explanada, se levantaba el albergue de los empleados. El personal que manejaba los medios de elevación, los cocineros, los vendedores de las boutiques, cualquiera que no fuera turista, debía ocupar –al menos para dormir– una de las cuatrocientas sesenta y seis plazas del vetusto edificio de dos plantas. Cada cuarto contenía cuatro cuchetas, un escritorio con dos sillas, un amplio placard y un baño equipado con duchador.
Sibila se detuvo en la bifurcación. Mirando hacia atrás, por sobre su hombro, intentó imaginar Andrómeda cubierta de nieve. No lo consiguió. Tú que puedes, vuélvete, le dijo El Valle llorando. Finalmente se decidió. Arrancó la camioneta mirando hacia delante, hacia la ruta que la llevaría a la civilización.
Pero dobló hacia la izquierda y bajó a “el pozo”.
Iba pensando en termotanques.
Por suerte los días no eran muy largos. Pero parecían estirarse. A Sibila le parecía que eso era algo que provenía del paisaje. Lo sentía cuando estaba al aire libre, caminando por la montaña. La curiosa sensación de estancamiento desaparecía, en cambio, si entraba a la caseta de un elevador o a alguno de los paradores diseminados por las pistas. Las piedras, por ejemplo, podrían contener parte de ese efecto. En las deambulaciones de Sibila, la repetición incesante de las piedras desempeñaba un papel destacado. Al principio, sostenían la monotonía; pero terminaban lapidándole los ojos para borrar las imágenes. El desvanecimiento de las formas la desorientaba al punto de perder las conexiones con su propia interioridad. Tenía que hacer un gran esfuerzo para librarse del letargo, aventar las miasmas que amenazan hundirla y arrojar la mirada en busca de Odín, la Nave Madre. Después dará su posición, tirarán del cordel y la rescatarán. No debieras alejarte demasiado. La Constelación de los Sueños no es lugar seguro para una astronauta solitaria.
– Creía que era Mallman el que tenía la batuta por aquí.
Su propia voz la sorprende. ¡Vaya! ¿Desde cuándo tan actualizada en gastronomía? Siempre promulgaste que el comer era enemigo de la silueta. Penelóp esboza su dulce sonrisa, y como es costumbre en ella, mira hacia abajo con gesto entre recatado y modesto. Está de pie entre las hornallas de esa inconmensurable cocina que relumbra como si la hubieran pasado por un autoclave congelado. Su uniforme recién almidonado despide destellos de nieve.
– En realidad, la cocina de El Valle… la hice yo. Francis, bueno, él va a venir la segunda o tercera temporada. ¿O debiera decir vino? Me está costando tanto ubicarme en el tiempo. ¿A vos no?
Eran tres alpinas, que venían hacia El Valle, eran tres alpinas, que vinieron hacia El Valle, aití-aití ¡Rataplán! ¡Que vinieron hacia El Vaaalle! La saxofonista, la esquiadora, y la más pequeñita: la mujer. Pero este lugar…
¡Debe tener fertilizante! Porque como por generación espontánea ha aparecido… nada más ni nada menos (señoras y señores) que la cuarta: ¡La gourmandise!
– Yo creía… Tanta ensalada tibia de mollejas…
– Nos convenía; es una entrada tibia poco conocida que pasa por sofisticada, sobre todo si las mollejas se caramelizan bien y la lechuga es fresca. La verdura de la provincia es buena y llega a El Valle con facilidad. ¡Ojalá pasara lo mismo con los crustáceos! Lo de las mollejas queda resuelto por la importación del producto limpio y congelado. Esas cosas, como casi todo lo que tiene que ver con la atención al público, las resuelve Cabreras. Me acuerdo el trabajo que nos daba el riz de veau2 en lo de los Trois Gros. Había que remojarlas mucho tiempo en agua corriente, después las membranas… ¡Y si Jacques –el chef de cuisine– (Penelóp Lutrière sonreía y aparecía la niña-aprendiz condenada a pelar papas y picar verduras infinitamente en ese legendario templo culinario del Midi3 ) si Jacques, como te digo, pasaba por casualidad y no eran de coeur,4 ¿Sabés lo que hacía? –ahora había comenzado a reír con francas carcajadas.
Sibila se contagió de la risa que rebotaba contra las inmaculadas paredes de azulejo blanco mucho antes que Penelóp le describiera el espectáculo de las mollejas voladoras. Porque…
–¡Las estrellaba contra el piso! ¿Lo podés creer? Las tiraba al piso –ambas ya soltaban las lágrimas, mientras– tantos años atrás, en uno de los más exquisitos santuarios de la cocina francesa, un mesero desprevenido que entra propulsado por las puertas de vaivén pisa los restos de una molleja y va a dar contra el horno empotrado como un patinador loco. Mientras manotean el aire, Sibila y Penelóp se toman de las manos y lloran de la risa.
Solas en el valle fantasma, en lo único que piensan es que tienen que hacer pis.
Ganas de orinar. Es lo que la extrae de esa cocina que se desvanece dejando jirones inconexos. Un encanto de cocinera, la ensalada tibia que Sibila jamás probó, y la
sensación de haber tenido la cabeza fabricando palabras y más palabras que ahora se hunden tragadas por el sueño.
En la oscuridad, Sibila empuja la puerta del baño y busca a tientas el váter. Mientras vacía la vejiga, Penelóp se está despidiendo de ella hasta mañana, en que –piensa– podrán conocerse mejor.
Cuando volvió a la cama y miró por la ventana, vio una estrella. Le pareció extraño y no sabía por qué.
Al dormirse, hubo ruidos en la planta baja; venían de la cocina.
Ruido de ollas, quizá de sartenes.
1 Te llevo bajo mi piel.
2 Mollejas
3 Región de Francia
4 Corazón