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capítulo 1

ANDRÓMEDA

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Are you lonesome, tonight

Do tou miss me, tonight…

Elvis Presley1

Le podía pasar algo.

En ningún momento lo había pensado. Ni cuando cubrió los primeros kilómetros, ni al comenzar la etapa de la cordillera. Trepar las montañas le era familiar. A ella, las cosas de la altura se le habían hecho propias; hielo y precipicio, los caminos de cornisa. Cuando tenía tres años, sus primeras tablas la liberaron de la gravedad; cayó en la cuenta de que podía volar. Estaba en el Jardín de Nieve del Cerro, y esta vez no fue muy lejos. Pero al descubrir la pendiente, supo que crecería entre la velocidad y el abismo. Es precisamente la necesidad de ese estado de borde lo que iba a impedir que tuviera una vida de esas que parecen normales.

Ahora, mientras anochece y el camino desenrolla el último recodo, una sombra oscura le ha saltado encima y está hincándole los dientes. Le podía pasar algo. No un percance, o un accidente en la carretera. Es otra cosa. Se ha instalado entre el corazón y los pulmones y no la deja respirar. Apunada. Los dos mil doscientos metros sobre el nivel del mar. Tenía que ser eso.

Pero no se lo creyó.

Le podía pasar algo. Eso era exactamente lo que sentía. Pensó en la oscuridad, en el silencio. Es la soledad. Sin embargo, estar sola nunca le había afectado. Cada decisión se asume en soledad. Lo supo de niña, al irse de la casa, y también cuando el martes último acordó con Silberstein que velaría por Andrómeda. Entre ambos acontecimientos, pasaron años en los que Sibila tomó muchas decisiones. Pero no se dio cuenta de que a la soledad sólo la disuelve el amor; si no, se acumula como la nieve. Luego inventa atajos para cobrar ventaja. Hasta que un día cualquiera –en que te has levantado de buen humor–, llegás esperanzada adonde el camino pega la vuelta, y allí está, esperándote cual acreedor fastidiado de que se burlen de él.

Desde los bordes del agujero, una tierra negra se desmoronaba hacia el pozo sin fondo. Cubrirlo era imposible.

Hizo avanzar la camioneta por el terraplén. La grava crujió bajo las cubiertas. Al girar, las luces de los faros habían barrido la tiniebla, desenterrando las edificaciones principales de El Valle: los hoteles, el apart, la proveeduría y el centro comercial. El dormitorio de los empleados no estaba a la vista.

Cuando se bajó, el frío de la Cordillera le pegó en el pecho. Nada que ver con el paisaje que vendían las agencias de turismo. En los posters, Andrómeda era un cuento de Navidad; la magia de la nieve. Pero al final del milenio la nieve se había agotado, y el valle no parecía otra cosa que un cráter en la luna. Techos acanalados, feas estructuras de metal; todo plantado entre guijarros. Por supuesto que ningún árbol. Por supuesto que una oscuridad maldita.

Por supuesto que nadie.

Sibila dio dos pasos hacia el borde. Más inquietud. Más sola que Neil Amstrong, pensó. No se lo había imaginado así. Las luces del auto demarcaban una breve zona. El más allá –en cambio–, no tenía límite ni referencias. Faltante sin aviso, una línea que dividiera el cielo de la tierra, en el caso de que Andrómeda tuviera cielo. Se le había pasado por alto preguntárselo a Silberstein la única noche que lo vio. Desde el penúltimo piso de Le Parc estás tan cerca de las estrellas, que das por descontado que brillan para todo el mundo. En la espléndida velada, Andrómeda había sido apenas una palabra. En realidad, era una tumba.

Era importante inspirarles confianza (siempre Sibila-que-necesita- trabajar). Cuidaría de Andrómeda, aun sin saber lo que era. Lo demás la tenía sin cuidado: le ofrecían la oportunidad perfecta para volver a convertirse en una piedra. Aunque fuera para conservar el estilo. ¿Habría –acaso– un sitio mejor que Andrómeda para hibernar?

Pero no había contado con esta sensación. Cuando su presencia se concretó en El Valle, la realidad vino con yapa. Le podía pasar algo. Y eso sí que, tratándose de ella, era toda una novedad.

Comenzó a descender hacia el valle con recelo, el cambio en segunda velocidad y los ojos fijos en el hielo de la calzada. Cuando la pendiente se suavizó un poco, allí volvían a estar Cabreras y Luciana mirándola con amabilidad, apreciando –casi–, los modales de ella abriendo el estuche del saxofón.

El restaurant de Puerto Madero no era el mejor lugar para tocar jazz. Los verdaderos protagonistas del lugar eran: el salmón marinado con eneldo, la silla de cordero y salsa de menta y el magret de pato, los cuales, a diferencia del jazz, reclamaban cero de improvisación. Al desfilar por la más clásica de las vajillas, se llevaban toda la dignidad al estómago de los comensales. Ninguno de estos platos había decepcionado nunca al cliente más pretencioso. “Someone who watch over me”2 y “I‘ll be seeing you”3 no llegaban a la altura ni de un acompañamiento. En primer plano: ruido de tenedores y cuchillos. Lejos y muy débil, sin protestar casi, la música humillada, las horas perdidas en el conservatorio: Sibila y su pasión solitaria. Pero hacer música en un mundo casi siempre de sordos no era lo peor. Ocurre que ella misma tiene la audición tan extremadamente desarrollada (y no solamente hablando en el sentido musical) que puede escuchar conversaciones mantenidas en voz baja desde una distancia considerable. Esta susceptibilidad se potenciaba en lugares concurridos y solía complicarle su desempeño musical. A veces dudaba de que las voces le llegaran desde afuera. Pero ¿y entonces? Ahora, por ejemplo, mientras está ajustando la boquilla del saxo, en la mesa más próxima: no voy a dejar de ir al estreno de ninguna manera, ella es mi amiga / ¡Por eso le tocás el culo cada vez que la tenés cerca! O la mesa grande junto al ventanal: se lo dije hace dos meses al francés que los capitanea: hay que tirarles abajo la licitación / es el único camino / los otros están decididos…

Brusco silencio. La camioneta recorre la breve avenida mientras Andrómeda apaga las voces, la música, y hasta la sonrisa de Martín Cabreras. Sibila cuenta una, dos, tres edificaciones y se detiene ante Odín. Esas eran las órdenes. En ese hotel estaba el cuarto de electricidad, el corazón de la fuerza motriz de El Valle. Desdeñó un gesto de preocupación y buscó la linterna. Antes de bajar del vehículo, le vinieron a la cabeza unas notas, tapizándola por dentro. Para que no tenga frío, pensó la saxofonista. Para que no se sienta sola, –la voz de la esquiadora–. Para que no tenga miedo, confesó la mujer.

Destrabó las cerraduras, abrió las puertas y chocó contra una densidad oscura. El encierro. No es más que el olor a encierro. La creatura deforme la rodeó. Perfumes… perfumes distintos y rancios. El aliento cargado del despertar. Frituras y desodorante, olor a cuerpos; sobre todo, mucho olor a cuerpo. El aire hizo un ruido raro y la viscosidad se perdió rumbo a la montaña. La tumba estaba abierta. Los gases se habían ido a buscar el aire. Solamente faltaba exhumar el cadáver. Sibila miró en derredor, como tratando de determinar hasta dónde llegaría el cuerpo. El paisaje de postal también había entrado en descomposición. El bello rostro de El Valle –ahora despellejado de nieve–, era una mueca tiesa de piedras y guijarros. Casi una calavera.

El Valle de Andrómeda había nacido sobre un tablero de arquitecto, pero rompió a la vida cuando lo tocó un rayo: el genio divino de Silberstein. Levántate y anda, habrá dicho el financista. Y las pistas, desarrollándose como alfombras de nieve mágica. Los plegamientos de esa parte de la cordillera resulta que, desde el Paleozoico, echaban de menos la batuta del Creador. Durante su construcción, los conductores de las excavadoras vivieron en permanente asombro. Allí donde el trazado auguraba que –para continuar la pista– habría que dinamitar la montaña, a último momento aparecía la exacta pendiente que no solamente permitía sortear el obstáculo, sino que, además, le agregaba al camino gracia natural y ecológica distinción. Así resultó que los kilómetros y kilómetros de pista de nieve tersamente pisada por los infatigables “ratra”, en realidad, no fueron construidas, sino que –simplemente– surgieron. Los dioses bostezaban y necesitaban entretenimiento. Así que fue en homenaje a ellos que se las bautizó, y en la inauguración se vieron colmadas de torneos y competencias. El último retoque a las pistas de esquiar lo pondría la excitación del público. La adrenalina de los velocistas terminó de asentarlas. Pero lo que las llevó al más inimaginable nivel de popularidad mundial fue el altísimo promedio diario de contusiones y fracturas entre los usuarios. Eso fue al principio, durante la temporada inaugural.

Después siguieron los accidentes fatales.

Someone in the night, searching shadows around.4 La voz de Carly Simon, con su timbre original y pleno, pero adentro de su cabeza. ¿Cómo es que se pueden evocar tan fielmente los sonidos? Cuando hablaba Martín Cabreras, por ejemplo, siempre le hacía pensar en un locutor, aunque él era, básicamente, empresario y hombre de mundo. Un muy buen hombre. ¿Qué hubiera sido de ella en la etapa del Village si El Ángel –como le decía todo el mundo– no la hubiera ayudado? Ya mismo le hablo a Woody para que toques con él (en realidad la que conocía a Woody era su esposa). Resultó, y, además de los lunes había quedado estable, y pagó el alquiler atrasado y volvió a comer. De veras había estado perdida en New York. Aunque ella no lo sabía. ¿Se trataría de lo mismo esta vez? ¿El Ángel poniéndola a salvo? La insistencia en presentarle a Silberstein había sido de él, aunque también en eso Sibila intuía la mano de Luciana. Así fue como, en Quartier Le Parc, recibió –del dueño y señor de El Valle–, las coordenadas precisas. La ruta a Mendoza y el alunizaje en Andrómeda correrían por cuenta de Sibila. Había comenzado a sospechar que los riesgos, también.

En principio parecía algo simple. Durante un invierno en que había nevado hasta en Buenos Aires, para Andrómeda corría la tercera temporada consecutiva de nieve ausente sin aviso. Las antorchas de la Fiesta de la Nieve sin encender era el menor de los detalles, pero el que mejor simbolizaba el desastre. Lo que –en cambio– se acumulaba sobre las paralizadas instalaciones del El Valle, eran los meses. Andrómeda caía en picada, Sibila entendió que Silberstein no había decidido (aún) negociarla como chatarra. Y aunque así fuera, lo mejor sería que las construcciones y servicios se conservaran en el mejor estado posible. Allí es donde ella entraba en acción. Su encuentro con Silberstein la había diplomado.

Sibila Mosen, campeona de descenso en shoes,5 salió de Le Parc especializada en vaciar tazas de inodoro y prender las pocas lámparas que aún no estuvieran quemadas para que el conjunto de Andrómeda no se viera así de mortecino. También debería darle un poco de cuerda a los medios de elevación –cosa que los engranajes no se oxiden–, y ventilar. Sobre todo, eso: ventilar. Por si llegara el momento en que aparecieran compradores, que no los espante el mal olor.

Sibila ha abierto las puertas de Odín. El ambiente a encierro, diluido, cede su espacio al punzante frío de la montaña. Es la primera vez que duda de que El Ángel le haya hecho un nuevo favor.

Pero no será la última.

La audición no era la única sensibilidad extraordinaria de Sibila. Aunque las otras capacidades no resultaban fáciles de describir, y mucho menos, de clasificar. Sibila empezó a prestarles atención (a prestarse atención) la noche que los ojos de su madre se atoraron. En ese recuerdo está viendo cómo se le congela la mirada y también se ve a sí misma, zamarreándola para que vuelva a parpadear.

Su madre en otra instantánea, de pie, en la vereda de la calle Corrientes. Corren buenos tiempos, por lo menos para comer. Con su saxo acompañando a la Sosa no será jazz, pero. Y aplauso; mucho aplauso. El último acomodador cierra, detrás de ella, la última puerta. Point of no return.6 Después de tanto tiempo, su madre otra vez, mirándola como siempre. Es por eso que me fui: por la forma en que me mira. En la calzada, taxi tras taxi arrastrando hambre de pasajero. Se zambulliría en uno para que la lleve a millones de años luz. Quizá a la galaxia de Andrómeda. Aunque, esto último, todavía no se le ocurre.

A partir de ese encuentro, se habían visto alguna que otra vez. Hasta que Sibila le cuenta un recuerdo: su padre detrás de la pequeña barra que adornaba el living, el rostro rojo de indignación, los rugidos primero y las lágrimas después, un dibujito animado, piensa Sibila.

–¡No puede ser! –dice la madre. Y siente ante su hija un temor extraño. Ahora se le atascarán los ojos. Sibila está relatándole la escena en que su papá se enteró, ella apenas caminaba, y cuando cumplió dos años, al soplar las velitas, ya no hubo papá.

Después, la madre comenzó a mirar el reloj. Cuando se despidieron, supo que no se volverían a ver.

La segunda ficha le cayó durante un largo viaje en cierto transporte urbano. Tenía veintisiete años y más que suficiente de correr la coneja por Amsterdam. Como la larga ausencia se le presentaba como una especie de borramiento, el primer sábado después de llegar prometía para un City-Tour; resignificar su Buenos Aires más o menos querido y sentir que dos años no es nada.

El ubicuo colectivo de línea partió de su escuela primaria, llevándola hacia la casa de su primer novio, y pasando por los tres lugares en los que había vivido, la biblioteca en la que –de adolescente–, solía refugiarse cuando le atacaba el acné, su cine predilecto, el sanatorio donde le enyesaron el primer fémur, la oficina de Aerolíneas que la rechazó, el Café Tortoni y el Mono Villegas, y el vacío que dejó en San Telmo su profesor de piano Miguel Ángel Estrella (¡otro ángel!).

Sibila como pasajera única de bólido a puertas cerradas precipitándose hacia la terminal del infierno.

La tournée tuvo, para ella, gran valor didáctico (nunca es tarde y dicen que el saber no ocupa lugar). Mientras Sibila se daba, una y otra vez, la cabeza contra su vida, el colectivo la retenía como un chaleco de fuerza. Algún día tenías que despertarte, amiguita. ¿De veras que no te habías dado cuenta? Otra que “Una cosa no hay y es el olvido”. Georgie 7 –que adoraba el asombro–, con vos lo hubiera pasado bomba.

La certidumbre le encasquetó la cabeza y la revelación, aunque no la mató, la dejó paralizada. Tenía un defecto congénito. Así como hay personas que no pueden comer habas, ella no podía digerir los acontecimientos porque le faltaba la enzima de la memoria. Dicho en términos sencillos, era incapaz de recordar; al menos como el resto de la gente normal. La incertidumbre de cada mudanza, el dolor de la fractura expuesta, la vergüenza por sus frustraciones, todo, absolutamente todo estaba allí. La percepción del más mínimo detalle asociado con esas vivencias despertaba los sucesos inalterados. Como si el tiempo no los hubiese tocado y estuvieran sucediendo. Era como vivir en carne viva. Sin esperanzas de cicatrización.

A puertas cerradas, el colectivo rastrilló la ciudad de norte a sur y de este a oeste. Cuando todas las fundas de todos los sillones fueron retiradas, y hasta el más mínimo adorno prolijamente desembalado, el motor se detuvo y lanzó un último estertor en la encrucijada de la avenida Santa Fe con la calle Bulnes, ante la Clínica Marini. Allí había nacido Sibila. El edificio tapiado y abandonado le confirmaba que no había vuelta atrás.

Como ahora ante Odín, sola y perdida en la oscuridad. Someone in the dark, chasing shadows around…

¡Al diablo!, hubiera querido decir la esquiadora, mientras las rodillas le cosquillean esperando la largada. Y aunque no pudo hablar, prendió la linterna y entró al hotel, rezando porque las luces todavía funcionaran.

1 Estás sola, esta noche, acaso me extrañas, esta noche…

2 “Alguien que me cuide.”

3 “Te estaré viendo.”

4 “Alguien en la noche, cazando sombras alrededor...”

5 Velocista

6 “Punto sin regreso.”

7 Alusión a Jorge Luis Borges.

Los Resurrectores

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