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capítulo 4

EL TREN

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Pasa un tren, como un monstruo envarado

en los rieles, aullando con rabia…

María Isabel Ramos

2. Por tren. –Nadie se cuida de la caja. Tendría que arriesgarse a sufrir un retraso; y la demora sería fatal,

con los enemigos que le persiguen.

Memorandum de Mina Harker

Bram Stoker, Drácula

Estaba tendido sobre algo firme pero acolchado. El féretro. La revelación le cayó encima como un ave de rapiña. Por un momento, Mervin se olvidó de respirar; como si estuviera muerto. Conque así es... De esto se trata. Silencio y oscuridad... Volvió a sentir su espalda, y, partiendo de ella, aventuró sus percepciones cautelosamente, a lo largo de brazos y piernas, para recuperarlos. No los quería mover. Descubrir las paredes y la tapa de la caja era intolerable. Lo prefería así. Pero no pudo estarse quieto. En sus profundidades se reconcentraba un sordo maremoto. Mil brujas revuelven el caldero, y la temperatura se eleva a saltos descomunales. En instantes, la ignición colisionó contra la ola de sudor y el cuerpo de Mervin comienza a descompaginarse como una marioneta espástica. Cada descarga lo dispara hacia el aire, haciéndole perder apoyo, aunque también, descalificando el entierro prematuro. De hecho, no está aprisionado en nada. Nada que lo contenga. Mejor que se ponga a tono con el nuevo horror, que viene a ser exactamente el opuesto. Pataleando y manoteando, su voz estrangulada por la negrura, Mervin es succionado ferozmente. El centro de la tierra ha emitido un tentáculo imbatible que no lo va a soltar.

Al menos, hasta que esté completamente desintegrado.

La segunda noche que pasó en Andrómeda, Sibila había visitado la reluciente cocina de Penelòp Litrière, la inventora de ese Perro que caza que –en sus buenas épocas– tantos turistas había llevado a Pinamar. ¿Quién mejor que ella para sembrar de exquisitas miguitas el camino hacia El Paraíso del Esquí?

La noche siguiente, iba a despertarla el alarido del hombre que cae en un pozo sin final.

Pero lo más extraño era que –en Andrómeda– su dormir, no la llevaba al silencio. En tanto su respiración se aquietaba y la conciencia se deshacía en suaves jirones, el ronroneo de un motor trepaba por la oscuridad hacia la cresta de su sueño. En la subida, el corazón de los caballos de fuerza era duramente puesto a prueba. Cuando el embrague comenzaba a jadear, era señal de que estaba saliendo de "el pozo". Recuperaba el aliento, luego, con un simple cambio de velocidad –cambio forzado por el hielo que endurece los engranajes–, para rodar, casi por inercia, los cien metros de la Avenida. Al final, el asfalto, bastante deteriorado, hacía un rulo frente a Cronos, el único hotel de cinco estrellas. Si se la embocaba bien, la presuntuosa rotonda invertía el sentido y te ponía de narices hacia el Este. Desandando los famosos cien metros –piedras por acá y piedras por allá–, había que enfrentar la famosa encrucijada.

Si el sonido de motor que Sibila escuchaba dormida hubiera pertenecido, realmente, a un vehículo, al conductor tenía que faltarle un tornillo. ¡Atención! Se anuncia la partida desde la Terminal de El Pozo, el transporte que se encarama a la pendiente, emerge en la Avenida, supera la Proveeduría y Odín, ralenta en Cronos, viraje, contradanza, piedras por acá y por allá, ¡Alerta a maniobra de inmersión! timón noventa grados a babor, y ¡Al fondo! Todito en la friolera de seis minutos y medio. ¿Será porque no hizo ninguna parada? Veremos en la próxima vuelta. ¡Atención! Se anuncia la partida desde la Terminal de El pozo...

En su cama del hotel, Sibila volvió en sí con un sobresalto. Perdidas las ganas de dormir, se vio enfrentada a un serio problema. Ignoraba cuál de estas tres cosas la había despertado. Ruido de ollas y sartenes, un grito, o el motor de un vehículo. Se encontraba en una estación de esquí clausurada, a más de setenta kilómetros de cualquier ser viviente, y ¿tenía que elegir una, entre las tres causas? ¿Qué tiene de imposible? –la tranquilizó la esquiadora. Quizá Silberstein te envía colaboración. Con el grito, soñaste –le dijo la saxofonista. Es el intento de elaborar una desafinación. La Sibila-mujer –mientras– se había empeñado en recordarle alguna escuálida ocasión en que le había parecido que quizá podría tener la tentación de –a lo mejor¬–, cocinar algo, y en eso estaba, cuando... La luz se apagó.

Siempre era la primera vez.

El fragor que se abre paso hacia la conciencia y la presiona, hasta fracturarla. Sin ideas; tan sólo un ruido; y no hay memoria que lo clasifique.

Muy después, apenas insinuadas a través de una hendidura forzada por la angustia, las imágenes desorbitadas. Pisadas de un monstruo antidiluviano o explosión nuclear; daba igual. La colisión le trepanaba el cerebro, le insertaba una mecha y jugueteaba con el fósforo. Creciente. Siempre en dirección a él, persiguiéndolo inexorablemente. Cuando el trueno lo ensarta, su desesperación aletea sin remedio.

Mervin se despierta. Felicidades, amiguito. He aquí tu premio: ¡Estás vivo!, tontito. Es una vez más el tren. Identificar –de nuevo– el sonido y ligarlo al paso del tren. ¿Pero, por qué, a cada rato, se perdía la conexión y el ruido retornaba por las suyas, sin el tren, aterrorizándolo? Cuando el ferrocarril se perdía a lo lejos, lo ganaba el alivio. Pero toda esta resolución era inútil. Sabía que cuando el tren lo pillara dormido, todo volvería a ocurrir como si nunca hubiera sucedido.

Exactamente igual.

Se acordó en la oscuridad, mientras buscaba la mochila. ¡Hola, genia! Dejaste la linterna en la camioneta. La tarde anterior, Sibila había trepado hasta Ceres, que era un Pub en la ladera Este y –aunque era de día–, había llevado la linterna con ella. El lugar estaba tapiado y no estaba segura de encontrar las llaves del suministro eléctrico. De regreso, la había arrojado al asiento delantero, desde donde seguramente la linterna estaría, ahora, riéndose de ella. Vas a tener que ir por ella.

Empezó a desplazarse hacia la pared. La puerta. Por aquí tiene que estar la puerta. Empezó a faltarle el aire. Zumbidos extraños se agolpaban en sus tímpanos. Algo le cerró el paso, golpeándola en la cadera. Entre el dolor y el sobresalto, se desorientó; podía estar en cualquier parte de la habitación. Eso, si la puerta no estaba abierta. ¡La escalera! Piensan las Trillizas de Oro. ¿Estaremos por irnos a la mierda? El pie izquierdo ya no encuentra el piso, y todo el cuerpo oscila bruscamente hacia adelante. Una sombra más densa que las otras, dispara el duro filo que se incrusta en su frente. El Hachero. El Hachero Loco. Finalmente te alcanzó. Dulces sueños.

Cuando se mudó al Quartier Sinclair, Mervin estaba por cumplir quince años. A los veintidós se iba a quedar ciego. ¿Cómo podría –entonces– cumplir con la cita convenida?

En un futuro distante cierta inclemente noche lo aguardará inexorablemente. Hará mucho frío y le costará encontrar un taxi que lo lleve al Sanatorio Colegiales. Ingresará por el portón de emergencias y descenderá al quirófano desvistiéndose por el pasillo.

La ventana de su dormitorio, calcula Mervin, dista entre veinticinco y treinta metros del terraplén, y se encuentra al mismo nivel. Todavía recuerda la primera impresión, cuando sus padres decididos a comprar el departamento lo llevaron a conocerlo. El papá había entrado al living vacío con él alzado en brazos. Sonreía de contento. ¡Apuesto a que te encanta! Porque no tuvo en cuenta un detalle: a su hijo le estaban apuntando desde la vecina estación, con un tren. Directo al corazón. El monstruo se encuentra exactamente alineado con su corazón.

Apenas vio al tren decidió que no podía quedarse ahí. Vendrá por mí. Vendrá a buscarme. Y me cortará los dedos de los pies. Se hubiera ido en el mismo momento en que lo vio, pero la pierna derecha aprisionada hasta la rodilla con un yeso flamante, se lo impidió. El miembro le pesaba una tonelada y tampoco podía apoyar el pie. Así fue como se fue encogiendo en el piso, poco a poco, mientras el pitido le anunciaba que sus segundos estaban contados, y sus padres festejaban la operación inmobiliaria. Departamento nuevo a cambio de hijo viejo y medio tullido, no estaba tan mal. Desperezando sus articulaciones de hierro sobre los durmientes, la bestia de hierro ha comenzado a piafar. Con la vista clavada en la locomotora, Mervin aguarda que el tren acorte la distancia, se meta por el coquetísimo balcón terraza que su madre alucina lleno de plantas y acabe con él.

No sucedió. Las vías envararon al gusano pintarrajeado, forzándole en una dirección paralela al edificio. Con el hocico torcido, el tren desfiló ante los ojos de Mervin, superponiendo los rostros tristes de los pasajeros descarrilados. Desdeñosamente, despareció hacia el Este. Pero iba a haber muchos trenes más.

Te cortará los dedos de los pies. Ahora te cortará los dedos de los pies. Sibila, desesperada, se encogió en el piso de la habitación de Odín. En verdad, se hizo un ovillo. Sus manos intentaron proteger los duros borceguíes de cuero. No tenía los pies desnudos y no conocía ningún hachero loco. Pero el dolor del golpe parecía agrandarle la cabeza.

Cuando se serenó, reptó hacia una oscuridad menos densa que se insinuaba a un lado. Con las manos palpó el canto de la puerta abierta. ¡Mirá que hay que ser burra!, le dijo la esquiadora. ¡Completamente burra!, coreaba la saxofonista. Todas, por primera vez, parecían de acuerdo. Fuertemente reconfortada, Sibila se incorpora, ayudándose con la puerta. Después supone que está en el pasillo, y –apoyando las manos en la pared– llega a la escalera. El resto es coser y cantar. La travesía del lobby le deja apenas una marca en las espinillas, la cual –comparada con la jiba que le crece entre los ojos–, es nada. Cuando traspone la puerta de entrada, se produce el milagro: las formas de El Valle resucitan a la luz de las estrellas. Todavía tardará un rato en recuperar la linterna y bajar al cuarto de control para devolver las llaves térmicas a la posición correcta y restaurar la electricidad. La energía habrá de volver, con seguridad.

Pero Sibila no cree que eche luz sobre el enigma del hachero loco.

Te cortará los dedos de los pies. ¡Qué pelotudez!

Poco antes del año noventa, Mervin festejó su cumpleaños en la nueva morada. La fiesta tuvo lugar en el salón vidriado del Quartier, junto a la piscina, y si bien el clima no daba para zambullidas, las ondas verdes que se reflejaban en los cristales contribuían a que el ambiente estuviera bonito. El asado y los infaltables helados fueron festejados afectuosamente por una multitud de compañeros del colegio. También estaban presentes todas sus enamoradas. Es que –además de apuesto–, él tenía cierto atractivo especial que condicionaba todas sus relaciones. Dicho influjo se había manifestado desde su primer vínculo, cuando estaba en la panza de su mamá. Escuchando a sus padres referirse a esa pre-época en su vida, lo asaltaba la sospecha de que lo habían horneado a la medida de los sueños de ellos. Nunca supo si el hecho de que primero lo construyeran en su mente, y recién después hubieran convenido la cita entre el óvulo y el espermatozoide explicaba del todo la tersura misma del embarazo. O lo natural y simple que le había resultado a la madre parirlo, a pesar de una presentación prácticamente inviable. El obstetra nunca pudo explicarlo. Y cada vez que se daba la ocasión, lo contaba, en círculos profesionales, casi con irritación: un parto normal con presentación podálica. Afortunada anomalía médica para el Libro Guinness de los Récords. El obstetra –por supuesto– había estado protegido de la realidad en la sala de partos. Y nunca se le ocurrió asociar que, a la exacta hora en que Mervin nació, la furiosa sudestada que asolaba Buenos Aires se había detenido.

En efecto, hacía horas que las aguas rebalsaban la costanera haciendo impracticable el tránsito, invadiendo la mayoría de los restaurantes y bares de la vera del Río de la Plata. La inundación se detuvo, inexplicablemente, de golpe, y el río se retiró como si hubieran inclinado la tierra. En el quirófano, también reinó el silencio, porque Mervin no lloró al nacer. Con apenas horas de respirar por sus propios pulmones, se incorporó a la vida de los padres en forma muy diferente de la que suelen valerse los recién nacidos. Desde el principio, se adecuó al ritmo de los adultos y jamás interfirió con sus hábitos de sueño. Las enfermeras nunca habían visto a un bebé haciendo noche completa sin despertar a la madre para reclamar su alimento. El niño, evidentemente, era un mago. Había detenido las aguas y desafiaba el orden de la naturaleza. De común acuerdo, durante las primeras horas, sus padres se refirieron a él como "Merlín". Pero cuando el papá inscribió su partida de nacimiento, tuvo un momento de pudor, le cambió la consonante, y evitó el acento. Aunque todas esas precauciones, de poco iban a servir.

Mientras Mervin crecía, Merlín también. En primer lugar, haciendo desaparecer objetos sin dejar rastros. Los primeros meses, se trataba de sus juguetes. Después la magia perdió los límites, hasta el día en que sus padres descubrieron que de la cocina había desaparecido el freezer. De niño, no hubo adivinanza que no pudiera ser descifrada por él. Y cuando llegó a la adolescencia, sus allegados supieron que cuando Mervin vaticinaba algo, siempre se cumplía. Llenaba un cupón, y se alzaba con el premio; sí elegía al azar, siempre obtenía la mejor opción. El aura de ganador le resultaba tan propia como el insondable color de sus ojos. Para Mervin, acertar era tan natural como dominar un deporte; la tabla de surfear, el patín o los esquíes. Nunca se le ocurrió que –al resto de la gente–, eso, no le sucedía.

Justamente, porque era un joven venerado y algo intocable, es que ninguno de sus amigos acertó a explicarse por qué –durante el festejo de sus quince años– Mervin apareció tan sombrío. Si a la fiesta hubiera asistido Sibila Mosen –aunque más no fuera, para amenizar con el saxo–, quizá se los hubiera explicado.

Pero faltan siete años para que Mervin la conozca. Una eternidad, si se considera que su íntima relación con el Hachero Loco no parece dispuesta a considerar el trámite de divorcio.

Es el tren, pensará Mervin, durante su festejo, cada vez que un ferrocarril va o viene, zapateándolos a todos, desde el terraplén. ¡Qué pintoresco! –exclaman sus amigas, mordisqueando un choripan. Hasta que venga a buscarme –gime el alma desolada de Mervin, indefenso, en el círculo de tiza de quienes tanto lo aprecian.

Sibila recuperó la linterna, bajó al sótano del hotel, levantó las llaves térmicas y restauró la electricidad. Cuando la luz volvió, escuchó tres cosas: ruido de vajilla en la cocina, el motor de un vehículo que se acercaba, y un alarido. Los tres sonidos eran imposibles, y ella los estaba escuchando.

Había una vez un niño, que había nacido con los pies deformes. Los otros chicos se burlaban de él. Moraba en un obraje maderero, en el Impenetrable Chaqueño, una selva de árboles altos y casi nada de piedad. Creció en el escarnio, asediado por el ruido del hacha, arrastrando miserablemente su humanidad sobre la deficiencia de sus miembros. Su destino iba a ser consustanciarse con la oscuridad, al acecho de aquellos niños que, por descuido, al dormir dejaran expuestos sus pies. Allí entraba a tallar él. Y lo de tallar, bueno... no era exactamente tallar. Más bien, cortar, amputar, devolver lo recibido, como decían que decía La Biblia. Ojo por ojo, ¿O tal vez, pie por pie?

– Fue en un tren, papá. Alguien lo contó.

El padre de Mervin levantó la vista de su procesador de palabras. Su hijo conservaba el don de inquietarlo, porque difícilmente atinaba lejos del blanco.

– Hubo una temporada... Yo viajaba a Tucumán cada tres semanas. Todavía funcionaba el ferrocarril. Me acompañaste un par de veces. –Había un cine.

– Es cierto. Un vagón en el que daban una película después de cenar. –De submarinos.

–¡Cómo te acordás! Una vez dieron La caza al Octubre Rojo, con Sean Connery. Íbamos al salón comedor, y cenábamos al salir de Rosario.

– ¡Bajen las persianas, que van a tirar piedras! –Mervin se entusiasmaba con el recuerdo.

– ¿Te acordás del gordo? Ése, que nos enchufaron en la mesa, que fumaba esos toscanos apestosos y no hacía más que hablar del Chaco, y del río, y del Pombero y de toda esa mierda... ¿Te acordás?

– Mervin, no...

Es cierto. Ese hombre había contado la historia, en su mesa. Y también era cierto que él no había hecho nada para evitarlo. Quizá porque estaba tan subyugado como su hijo, o porque, en el fondo, el terror de él lo había complacido. Total, cuando se retiraran al camarote, las pesadillas atacarían a Mervin. Él no tenía por costumbre sacar los pies fuera de las cobijas.

No vendría mal que su hijo lo aprendiera.

Sibila regresó a la habitación. La frente le dolía horriblemente, pero lo peor era la hinchazón de la cabeza. Se miró al espejo del baño: el derrame avanzaba levemente más, por debajo del ojo izquierdo. Mañana será el Día de la Mofeta. ¿Qué más podrías pedir? Con el antifaz que tendrás al levantarte, ni el Hachero ese, será capaz de reconocerte ¿El Hachero Loco? Ni para asustar a los niños.

Antes de acostarse, cerró la puerta de la habitación con llave, recargó la linterna con pilas nuevas, y se durmió con ella debajo de la almohada.

Tenía los pies bien tapados.

Los Resurrectores

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