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capítulo 2
EL COLECTIVO
ОглавлениеDe los sos ollos tan fuertriemente llorando
tornava la cabeça y estávalos catando.
Poema dell Mio Cid. El exilio
Si no me hubieran dicho que era el amor
Yo hubiera creído que era una espada desnuda.
Rudyard Kipling
Tardó veinte años.
Pero finalmente, el espejo le había robado a su esposa. Quizá los hijos que nunca llegaron. Quizá la invasión de la imagen, que, cada vez más, nos acorrala contra el fin de siglo. Quizá: principio de incertidumbre que regiría, a partir de ese momento, el futuro de Núñez de Ranz. Aunque hacía mucho que todos lo llamaban “Krebs”.
El apodo, inventado por sus alumnos, estaba bien ganado, y si se difundió, fue con su aprobación. Para él representaba un reconocimiento, algo más bien único que lo compensaba del debilitamiento de sus retinas. Porque, casualmente los últimos veinte años, los había pasado mirando por la lente del microscopio. Mientras los ingleses bombardeen las Islas Malvinas o todo Buenos Aires desborde la Plaza de Mayo para celebrar la democracia, gane o pierda Boca Juniors, haya o no tercera reelección, llueva o esté soleado, al doctor Núñez de Ranz se lo puede encontrar (principalmente de día), siempre en la misma dirección: el laboratorio de Biología Molecular de la Facultad de Medicina de Buenos Aires. Allí había llegado, para quedarse, una ventosa mañana del otoño de 1968.
Todavía era de noche mientras subía las escalinatas. La clase de disección comenzaba a las seis y media, y el ayudante Barry aborrecía la impuntualidad. Ante la entrada de Uriburu, desde un enorme camión, estaban descargando cajas de aluminio. Uno de los changarines cruzó la vereda, fue directo hacia él, como si me hubiera reconocido, pensó Núñez, y le puso una especie de estuche brillante en las manos. La inscripción estaba en inglés: era la lente de un microscopio electrónico.
– Guarda, pibe. Que eso es, propio el corazón. El mismo De Albertis nos lo dijo.
En ese momento, a Hilario Núñez de Kranz, estudiante de Ciencias Médicas, se le acabó la realidad. Acunado por la voz del peón, dormido, se incorporó a una procesión. Es una procesión que progresa por los amplios y fríos pasillos. Detrás de los cristales esmerilados las viejas “Remington” inmovilizan sus teclas, los ecos se amortiguan. En las piletas de formol, todos los cadáveres dejan de moverse. Los peones avanzan por las entrañas de la Facultad cargando las cajas de metal. Hilario va en el centro, sosteniendo su baldaquín. Pasos y más pasos que cruzan charcos de luz muerta, nada más que para volver a la oscuridad.
Cuando los peones terminaron de desembalar el primer microscopio electrónico que iba a ver la luz en Argentina, al retirarse, cerraron con suavidad la puerta de la Cátedra de Citología.
Pero dejaban atrás una curiosa escena.
Las posiciones son las siguientes. Legendario explorador del Mundo Molecular que escruta a estudiante anónimo. O: Aventurero de la Célula de pie, enfundado en inmaculado guardapolvo. Ocupa el espacio a lo largo, a lo ancho, y a lo alto. Hilario, casi invisible no puede recordar su propio apellido. ¿Y bien? –dicen las cejas del doctor De Albertis, mirando el ejemplar que tiene en la platina–. ¿Cómo clasificamos esto?
Hilario toca la pieza del microscopio que está más próxima a él y levanta su mirada hacia el mito viviente.
–Déjeme armarlo. Déjeme quedarme con usted. Quiero ver lo que usted vio.
De Albertis miraba la puerta, vía, muchacho, andá a poner el morro en el Testut-Latarget 1 y dejame a solas con mi tesoro. Cuando iba a invitarlo a retirarse, algo lo detuvo. Es la forma en que tocó el microscopio. Como si lo acariciara.
–Mire, joven. Si quiere ser ayudante de Histología, eso puedo arreglar…
–No quiero ser ayudante de ninguna cátedra. Voy a dejar la escuela de disección. Quiero quedarme con usted. Quiero que la próxima vez que baje a las crestas de la mitocondria2 me lleve con usted.
De Albertis lo miró y vio los restos descompuestos de la familia que él mismo nunca supo tener; vio cómo –cada vez que dejaba un estrado después de recibir, la distinción, el diploma, el premio de turno, no tenía adonde ir, vio que, al cabo de cada nuevo descubrimiento, no tenía con quién festejarlo ni nadie que lo esperara en casa. La visión llevó apenas un instante. ¿Qué debía hacer? ¿Convencer a este chico de que la investigación no es para cualquiera, que pide un precio muy alto? Mire jovencito: ocurre que acabo de leerle la palma de la mano, y créame, lo que está buscando… no le conviene. ¿Entiende?
–Nada de cosas de gitana. Quiero que la próxima vez que baje a las crestas, me lleve.
De Albertis estaba saturado de soledad. El chico le gustaba. Y, en definitiva, siempre se había sabido un reverendo y desconsiderado egoísta.
Claro que le pondría como condición completar la carrera con honores; así, siempre le quedaría algo propio con que defenderse. Pero también porque el Gran De Albertis no podía tener ayudantes que no fueran profesionales y brillantes. Quiero que me lleve a las crestas.
–Bajar es fácil –le dijo a Hilario, poniéndole una mano grande y pesada sobre el hombro.
–Lo difícil es salir.
Cuando cumplió los cuarenta, Marisa cayó en la cuenta de que tenía varias vocaciones sin realizar. Primero y principal: tomar clases de tango. Segundo: debía conseguir con urgencia la colección completa de “Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota”. And last, but not least,3 necesitaba remozar su estado físico. Siempre se había cuidado y sabía que estaba buena, pero las circunstancias apremiaban y había que ponerse a pleno. Así que la secuencia de medidas extraordinarias se organizó de acuerdo a cuatro corrientes: a) la quirúrgica –que incluía lipoaspiración en abdomen y muslos y lolas a nuevo; b) la psíquica, o aplanamiento acelerado de las circunvoluciones cerebrales –a expensas de un novedoso interés por el fútbol (sobre todo por sus jugadores), complementado activamente por la inusual atención hacia tres amigas recién liberadas del yugo matrimonial; c) la aeróbica (para por fin respirar aire sin olor a marido), spinning-byke & training, siempre rumbo a la diosa, y d) la estética: se pintó el pelo de rojo.
A excepción de a) –que corrió por cuenta de las influencias y los cuidados del hasta entonces, su facultativo marido–, el resto lo consiguió sola.
Cuando Hilario escuchó que Marisa le decía que su interés por él tan no estaba más, (¿Habría existido alguna vez?), vaciló un momento. Pero quitó los ojos del microscopio. Solo para encontrar un mundo desconocido.
Muerto de angustia, intentó volver al citoplasma.
Pero había perdido el camino de regreso.
Un dieciséis de mayo las reacciones mediante las cuales el ácido succínico se metaboliza hasta ácidos fumárico, málico y oxalacético, se volvieron locas. La fosforilación oxidativa dejaba de ser un hecho. Las células no respirarían más. Y él, tampoco. Al acercarse, Marisa dice: “No me nace”. Así que Hilario se contentará con verla. Si no me deja tocarla, me contentaré con mirarla.
Marisa se alejaba. Cuando él llegaba a casa, ella salía. Hilario se puso cargoso, la llamaba a toda hora. Parecía que recién la hubiera descubierto. Aunque sea escucho su voz. El número solicitado está apagado o fuera de cobertura. ¿Y Marisa? Bien, gracias, salió con unas amigas. ¿Hasta las tres y cuatro de la mañana?
Noche tras noche la cama que le muestra la espléndida ausencia de su mujer. Mejor, porque en las escasas ocasiones en que estaba, se la pasaba hablando por teléfono, riéndose con otra persona. Con cualquiera.
Menos con él.
Otra noche más de interminable soledad.
Al tiempo también le había pasado algo; transcurría más lentamente. Lo enfrentaba a pedazos enteros de su vida sin usar. A Krebs le intrigaba el fenómeno; el científico podía (y le gustaba) poner al hombre bajo la lupa. Pero por más que lo pensara, no encontraba la explicación. No es que trabajara menos que antes, y además tenía que ocuparse de los asuntos de vivir solo. Se trataba de otra cosa. Vacante, Krebs. Muchas gracias por los servicios prestados, pero no te necesitamos más. Tal vez sea eso. No es que el tiempo te sobre porque no vas a trabajar, sino que la angustia –al tiempo–, le hace tascar el freno. Por favor: no pase, retroceda. Se lo ruego. Vuelva atrás hasta antes que me declararan prescindible.
Por eso, otra noche interminable.
Las luces del Cangas de Marcea son cálidas. Adentro, el ceñudo asturiano que aún no aprendió a silbar mientras bebe de la bota, su enorme y diligente señora, y mozos capaces de sentir ternura por un comensal solitario. Mientras despliega la servilleta, Krebs piensa que podrá juntar algunas migajas de afecto. Eso más el vino más el rivotril, y a lo mejor, hoy duerme.
En una mesa contigua, varios jóvenes se ríen disputándose la palabra atropelladamente. Mucho ánimo. Sobre todo, la rubiecita de los brazos cruzados, la que no se ha probado bocado por mirar a su compañero de la izquierda. ¿Qué cosa ingeniosa podrás estar diciéndole para que ella se lo coma con los ojos? ¿Cosa ingeniosa? ¡Ay Ay Ay! Krebs: seguro que lo de vivir en un buzón y boca abajo se inventó en homenaje tuyo. La señorita, ni escucha la parla del candidato. Si se moja por el chabón, es porque es-lindo. Nada más. Miralo. ¿Lo ves? Él tiene lo que vos nunca tuviste ni tendrás. Mejor que pienses en otra cosa.
Mejor que sigas llenándote la buzarda.
Para peor, la enorme mujer del asturiano está levantando algunas mesas con el fin de hacer espacio para las bailarinas. El improvisado colmao será invadido por taconeos y castañuelas. Una de las mujeres lo mirará fuerte. Será la más espigada y tendrá unas tetas que se la harán poner dura. Papita para el loro, mejor dicho, para la cotorra. ¿Cuántos shows hace que no veo un tío solo y desampareti? De lomo, bueno… Pero tiene todo el pelo. Cuando llegue el terrorífico momento en que pasen la gorra (mejor dicho, el sombrero), las tetas, en perihelio, ya que la hembra se le aparecerá por la derecha y se inclinará hasta casi rozarlo:
–¡Está solito! –le sonreirá con ternura e interés.
Krebs, que ha cerrado para siempre la puerta del laboratorio, levantará sus ojos y aspirará el perfume hecho piel durante las danzas. Acompáñeme un ratito. Nueva sonrisa de ella y mirada alusiva al dueño del lugar. No cree que al asturiano le parezca bien, pero pueden encontrarse en otra parte, en Rond-Point, por ejemplo, si le gustan los buenos tragos. Y los buenos polvos, que hace meses que Krebs anda necesitando echarse, por lo menos, uno.
Cuando terminaron de bailar, las mujeres recorrieron las mesas con el sombrero en la mano.
–¡Está solito! –le sonrío ella. Las palabras denotaban interés, y al mirarla, Krebs vio en sus ojos una oleada de ternura. Igual era tarde.
En el secreto meandro de su peor mitocondria, una enzima artera había catalizado la reacción antes mismo de que él hubiera sido informado. Así que los que contestaron fueron los zombies.
–Solo por hoy –dijo. Y se cerró el yelmo. Una vez más volvía a dejar afuera la morbidez de la piel y la tentación de unos labios.
Cuando salió a la noche, comprendió que se le había acabado el camino. Y el misterio, aún seguía intacto. Marisa se las había ingeniado para ser la pieza única que le diera sentido a su vida.
Sin ella, su vida –tal como había transcurrido hasta ahora–, no podía continuar.
El Encargado de Contrataciones y Servicios chasqueó los labios, fastidiado. Miraba los antecedentes de Krebs y negaba con la cabeza. Todo de muy mala gana. En realidad, no sabía cómo proceder. ¿Qué utilidad podría encontrarle a ese cincuentón muerto de frío en una organización dinámica y juvenil como la que necesitaba El Valle? Ni siquiera podía usarlo de reemplazo en la enfermería; saltaba a la luz que el tal Núñez jamás había ejercido la medicina, y se lo veía inútil hasta para vendar una herida con tela adhesiva.
– Mucha iniciativa privada, al final es lo mismo que en el Estado. Veinte años estuve en el Correo Central, veinte. Una especie de Regimiento. Pero eso sí: cuando aparecía algún acomodado…
– Yo también trabajé veinte años en un regimiento.
– La Cátedra. La cátedra ésta de los microscopios…
– No. Mi matrimonio.
El Encargado se distendió. El infeliz empezaba a caerle bien.
– Bueno, lógico. Quién no… Está bien lo del Regimiento, ¿eh?
– Quiero decir que… Cada cosa que yo hacía, no sé, yo ponía la mayor voluntad…
– Y nunca alcanzaba.
– Sí. No sé. No; no debe haber alcanzado. Aunque yo no lo sabía.
Mientras Krebs se dolía por sí mismo, el Encargado volvió a su problema. No era bueno distraerte. Después volvías a encontrar el mismo lío tal cual lo habías dejado, y para colmo, habiendo malgastado tu tiempo. Cabreras había sido muy explícito la tarde del día anterior, antes de irse a Malargüe para tomar su vuelo. La hegemonía de El “Ángel del Café” no terminaba en sus tiendas de “delicatessen” en Mar del Plata. En todo lo atinente a la Base, revoleaba la batuta que daba gusto. Pero lo que el Encargado no podía imaginar era qué clase de favor le podía deber Cabreras (o quizá el mismo Silberstein) a una rata de laboratorio. Revisando los títulos de sus trabajos de Biología Molecular publicados, nunca lo iba a descubrir.
Pistas de esquí espectaculares, el más alto confort en materia de alojamiento y una gastronomía de excepción caracterizaron a El Valle de Andrómeda desde el momento mismo de su inauguración. Aunque eran ciertos detalles otros, los que completaban, con sutil refinamiento, la exclusividad del incomparable resort. Por ejemplo: el periódico local y el colectivo.
Lo del colectivo se inventó para darle lugar a un hombre que lo había perdido todo. Eso, nunca lo supo nadie. Después de todo, ¿a quién le hubiera importado?
El colectivo verde militar, que había llegado quemando sus últimos cartuchos a El Valle, había transportado una única vez, el primer domingo de setiembre de la temporada inaugural, a una compañía de zapadores pontoneros de la provincia para ser entrenados en la nieve. Al atardecer, después de incontables revolcones y caídas, los aspirantes a esquiadores del ejército debieron ser evacuados por ómnibus de línea. Habiendo dado sus últimas hurras, el colectivo se enquistó en una cuneta del lugar llamado “el Pozo de Andrómeda”, donde se fue hundiendo, temporada tras temporada, en varios metros de nieve.
Cuando, después de largo rato, el Encargado de Mantenimiento y Servicios se convenció de que no podría librarse de Krebs, tuvo una iluminación. Se le apareció el colectivo, tan hundido en la desgracia como el hombre que tenía frente a él.
– Supongo que sabe conducir –le dijo.
Y lo ató a la noria.
1 Tratado de Anatomía humana
2 Organela donde se produce la fosforilación oxidativa, la respiración de la célula
3 Y por fin, aunque no suficiente.