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VII


Los errantes

Los vendedores ambulantes siempre suponían una agradable distracción en el día a día de las mujeres de la aldea, y lo cierto es que había muchos más de los que cualquiera habría esperado. El primero en aparecer el lunes por la mañana era el viejo Jerry Parish, con su carromato cargado de fruta y pescado. Puesto que servía a algunas de las grandes casas de las inmediaciones, siempre tenía mercancía muy variada y en abundancia. Sin embargo, al llegar a Colina de las Alondras solo le quedaba una caja de arenques ahumados y un cesto de naranjas amargas de pequeño tamaño. Los arenques los vendía a un penique cada uno y las naranjas a tres por un penique. Incluso a ese precio eran artículos de lujo, pero como todavía era lunes y aún podían quedar unas pocas monedas en alguna cartera, las mujeres se tomaban la libertad de acercarse al carromato para examinar y criticar sus mercancías, aunque no tuvieran intención de comprar nada, y al final siempre caía algo.

Dos o tres de ellas cedían a la tentación de comprar un arenque para la comida del mediodía. Sin embargo, tenía que ser uno con huevas blandas, pues en casi todas las casas había niños que todavía no iban a la escuela, de modo que el arenque había que compartirlo y las huevas blandas eran más fáciles de untar en el pan para los chiquillos.

—¡Que veeenga Dios y lo vea! —exclamaba Jerry—. En mi vida he visto un arenque que tuviera huevas más blandas. Menos mal que no las tengo yo también, porque ya se me habrían zampado.

Y entonces cogía un arenque entre sus grandes dedos enrojecidos y fingía considerar la cuestión inclinando la cabeza hacia un lado, antes de afirmar que todos ellos tenían las huevas bien blanditas, las tuvieran o no. «Se desparraman. ¡Se desparraman de lo tiernas que están, se lo digo yooo!». Y casi despanzurrados estaban los arenques cuando se escurrían de sus manazas. «Pero ¿de qué sirve un solo arenque habiendo tantos? Le diré lo que haremos —insistía—. Se va a llevar la ganga de tres arenques por dos peniques».

Pero ni por esas. Ya era mucho gastar un solo penique, y a menudo, después de gastárselo, la clienta se marchaba con el pescado bajo el brazo sintiéndose egoísta y avariciosa. Sin embargo, después de pasar la mañana bregando en el lavadero, necesitaba darse un pequeño capricho y un arenque suponía un cambio notable en su monótona dieta.

Las naranjas también resultaban tentadoras, pues los chiquillos las adoraban. Para ellos era una gran alegría encontrárselas sobre la repisa de la chimenea al llegar a casa después de la escuela en pleno invierno. Por lo general eran amargas y algo duras y correosas por dentro, ¡pero qué color tan bonito tenían por fuera y qué extraño aroma impregnaba la habitación cuando su madre las cortaba en cuartos antes de repartirlas! Y, cuando se habían comido la pulpa, la piel se guardaba y se secaba al fuego y se la llevaban a la escuela para mordisquearla en clase o para intercambiarla por castañas, un trozo de cordel o cualquier otro objeto deseable.

El carromato de Jerry siempre era una interesante atracción para Laura. En cuanto escuchaba el chirrido de sus ruedas echaba a correr para deleitarse la vista con los ricos y variados colores de las uvas, las peras y los melocotones. También le encantaba contemplar los pescados, con sus fríos colores y sus extrañas formas, y los imaginaba nadando en el mar o descansando entre las algas.

—¿Cómo se llama ese? —le preguntó un día, señalando a uno que tenía un aspecto especialmente raro.

—Ese es un pez de San Pedro, cariño. ¿Ves las marcas negras? Mira, son como marcas de dedos, ¿no te parece? Y, efetivamente, dicen que eso es lo que son. Él se las hizo aquella noche, ¿sabes? Cuando estaban pescando y capturó algunos y los asó para los demás. Y desde entonces, según dicen, cada pez de San Pedro que sale del mar lleva las marcas de sus dedos sobre la piel.

Laura estaba desconcertada, pues Jerry no había mencionado ningún mar en particular. Además, no era muy probable que un viejo bebedor y malhablado como él —tal y como ella le veía— conociera las Sagradas Escrituras.

—¿Te refieres al mar de Galilea? —preguntó con timidez.

—Eso es, cariño. Eso es lo que cuentan. Si es cierto o no, yo lo desconozo, pero ahí están las marcas, bien a la vista, y eso es lo que se dice en nuestro negocio.

Los tomates también llegaron por primera vez a la aldea en el carro de Jerry. No hacía mucho tiempo que habían sido introducidos en el país y poco a poco se iban abriendo camino en los mercados. En aquella época eran más aplastados que hoy en día y tenían profundas estrías donde se unían al tallo, lo que les daba un aspecto casi estrellado. Además de rojos, los había de un color amarillo claro, pero con el paso de los años los amarillos desaparecieron y los rojos eran cada vez más redondos y lisos, como los que vemos ahora.

Desde el primer momento, el cesto repleto de frutos rojos y amarillos atrajo la mirada de Laura, que adoraba los colores.

—¿Qué son esos de ahí? —le preguntó al viejo Jerry.

—Manzanas del amor,7 pequeña. Manzanas del amor, eso es lo que son. Aunque algunos inorantes los llaman tomiates. Pero no te gustarán, creme. Son feos y amargos, como todo lo que comen los burgueses. Llévate una naranja bien dulce y bonita por ese penique.

Pero Laura sentía que tenía que probar las manzanas del amor, de modo que insistió en llevarse una.

Su atrevimiento atrajo la atención de los demás espectadores.

—No vayas a comértela ahora —le dijo una mujer—. Te pondrás mala. Lo sé porque yo misma me comí una de esas cosas horribles en casa de mi Minnie.

Y los tomates siguieron siendo durante años cosas repugnantes y horribles en el imaginario popular, aunque la mayoría de la gente prefiere el intenso sabor de los que había entonces a los tomates insípidos y aguados, más grandes y lisos, de hoy en día.

El señor Wilkins, el panadero, visitaba la aldea tres veces por semana. Su alargada y laxa figura, ceñida a la altura de las caderas por un mandil blanco que siempre parecía a punto de escurrírsele hasta los pies, era muy familiar para los inquilinos de la última casa. Siempre se paraba un ratito para disfrutar de una taza de té, que tomaba a pequeños sorbos apoyado en un extremo de la cómoda. Nunca se sentaba, pues decía que no tenía tiempo; motivo por el que, al parecer, tampoco se tomaba la molestia de cambiarse la ropa manchada de harina que llevaba en el obrador antes de salir a repartir su mercancía.

No era un panadero corriente, sino un armador de profesión que durante una visita al pueblo vecino para ver a unos parientes había conocido a la que sería su esposa y había decidido echar el ancla tierra adentro. El padre de la moza era ya anciano, ella era su única hija y era necesario atender el negocio familiar. De modo que, bien fuera por amor o por asegurar su futuro, había decidido renunciar al mar, aunque seguía siendo marino de corazón.

Apoyado en el marco de la puerta de casa de Laura, contemplaba los cereales mecidos por el viento en los campos de trigo, mientras las nubes se deslizaban veloces por el cielo, y decía: «Muy bonito, sí. Pero comparado con el mar esto está muerto». Y les contaba a los niños cómo se alzaban las olas en plena tormenta, «tan altas como los muros de una casa a punto de derrumbarse sobre tu barco». Y les hablaba de otros mares de aguas tranquilas y claras como un espejo —pero igual de peligrosas—, aguas de las que de cuando en cuando emergían islas salpicadas de palmeras, habitadas por hombrecillos traicioneros que vivían en chozas hechas con hojas de palma y «con la piel tan oscura como esa ropa que llevas, Laura». En una ocasión, tras sobrevivir a un naufragio, había pasado nueve días en un bote a merced de los elementos, los dos últimos sin agua. La lengua se le había pegado al paladar y después del rescate había tardado varias semanas en recuperarse en un hospital.

—Y, aun así —decía—, me encantaría embarcarme en una última travesía, tan solo una. Pero mi querida esposa se hartaría de llorar si se lo mencionara. Y tampoco puedo desatender el negocio, claro está. No, es evidente que el mar se ha terminado para mí. Ya no volveré a navegar.

El único contacto que los niños llegaron a tener con el mar durante aquellos años fue a través de un frasco de medicamento lleno de agua del océano que una muchacha de la aldea que trabajaba de sirvienta en Brighton se trajo a casa como curiosidad. Pasado un tiempo, le regaló la botellita con agua de mar a su hermana pequeña, compañera de escuela de Laura, a la que esta convenció para intercambiarla por un pedazo de pastel y un collar de cuentas azules. Laura la conservó como si fuera un tesoro durante mucho tiempo.

Muchos visitantes casuales atravesaban a menudo la aldea. Gitanos y hojalateros que iban de pueblo en pueblo con su carretillo y su piedra de afilar se apartaban de la carretera principal y llegaban canturreando:

¿Hay cuchillas o tijeras para afilar?

¿O alguna cosa que al hojalatero le pueda interesar?

¿Viejas ollas o teteras que reparar?

Después de guiñar los ojos para examinar a contraluz un jarrón resquebrajado o probar el filo de una cuchilla o unas tijeras en la palma de la mano, se acuclillaban en la orilla de la carretera para trabajar o empezaban a darle vueltas a su chirriante rueda de esmeril, para regocijo de los chiquillos de la aldea, que siempre formaban un corro para contemplar de cerca el espectáculo.

Las gitanas que vendían pinzas para la ropa y mallas para proteger las verduras visitaban la aldea más a menudo, pues estaban acampadas a tan solo un kilómetro y medio, y para ellas ningún sitio era tan pobre como para no reportarles algún tipo de ganancia, por pequeña que fuera. Cuando alguien les abría la puerta, si el ama de casa en cuestión parecía tener menos de cuarenta, la recién llegada preguntaba: «¿Está tu madre en casa, quirida?». Entonces, cuando la dueña de la casa aclaraba su posición, ellas exclamaban con expresión asombrada: «¿No pretenderás dicime que tú eres la madre? Pero mira por dónde. Nunca lo habría divinao».

Por más que los repitieran, esos cumplidos siempre funcionaban y suponían la cuña perfecta para iniciar una larga conversación, en el curso de la cual la voluntariosa «egipcia» no solo averiguaba la historia completa de la familia de la mujer, sino también un buen puñado de detalles acerca de sus vecinos, que reservaba debidamente para su uso futuro. Después llegaba la petición de «un puñao de patatas menudas o una cebolla o dos pa la olla». En caso de recibirlas, algo bastante frecuente, también le rogaban a la «guapa señora» para que les donara algún viejo vestido, una camisa de su marido o cualquier cosa que los niños ya no usaran. Y, por más pobre que fuera la aldea, algunas prendas raídas y en desuso siempre terminaban por engordar el hatillo de trapos de la gitana, que luego acabaría vendiendo a algún trapero.

Algunas veces las gitanas se ofrecían a leer el porvenir a su benefactora, pero la oferta siempre era rechazada. No por escepticismo o falta de curiosidad por el futuro, sino porque nunca tenían la moneda que requería tal servicio.

—No, gracias —respondían las mujeres—. No me hace falta. Ya sé lo que me va a pasar.

—¡Ay, señora mía! Eso piensa usté, pero cuando una tien niños nunca se sabe. Tas viva y cuándo morirás no sabes… y tavía podrías vestir trapitos de seda y viajar en carriaje. Pera a que ese fornío y guapo chiquillo tuyo saga rico. ¡No se olvidará de su madre, ya verá!

Y después de esta pequeña predicción gratuita, la mujer continuaba hasta la siguiente casa, dejando tras de sí una peste tan fuerte como la de una zorra en su madriguera.

Las gitanas pagaban lo que recibían en forma de entretenimiento. Sus visitas suponían un bienvenido descanso en mitad de la jornada. La llegada de un vagabundo, sin embargo, solo servía para echar a perder el día, pues solía dejar aún más deprimidos a los que ya lo estaban.

En aquellos tiempos había cientos de vagabundos por los caminos. Al salir a pasear, era frecuente ver a algún hombre sin afeitar, vestido con harapos y tocado con un raído bombín, encendiendo una pequeña fogata con astillas al borde de la carretera para prepararse un té. A veces iba acompañado por una mujer tan desaliñada y pobre como él, y ella se ocupaba del fuego mientras su compañero descansaba repantigado sobre la hierba o escogía las mejores piezas de la bolsa de comida que habían ido recolectando por el camino.

Algunos llevaban consigo baratijas para vender: cerillas, cordones de zapatos o bolsitas de lavanda seca. La madre de los niños de la última casa a menudo se las compraba por lástima a muchos de ellos; excepto al que vendía naranjas, pues una vez, durante uno de sus paseos, lo habían visto escupir en la fruta para después sacarle brillo con un mugriento trapo. También estaba la mujer que llamó a su puerta muy temprano una mañana con un puñado de cortezas de árbol en el delantal. Iba más limpia y mejor vestida que la mayoría de los vagabundos y olía intensamente a lavanda. Los pedazos de corteza podían haber sido arrancados con una navaja de algún pino de los alrededores, pero ella afirmó que su origen era otro. Era la famosa corteza de lavanda, explicaba, traída del extranjero por su hijo marinero. Un fragmento guardado entre la ropa no solo servía para aromatizarla eternamente, también acababa con las polillas. «Mirad cómo huele, queridos», dijo, ofreciendo la corteza a la madre y a sus hijos, apretujados en la puerta.

Y, en efecto, olía intensamente a lavanda. Y los niños cogieron un trozo con sumo cuidado, fascinados por aquella rareza llegada desde tan lejos y que tan dulcemente olía.

Pedía seis peniques por pieza, aunque generosamente bajó el precio a dos, y finalmente le compraron tres fragmentos que colocaron en un bonito jarrón sobre la mesilla auxiliar para perfumar la habitación y al mismo tiempo exhibir aquella exótica curiosidad.

¡Pero, ay! Cuando la vendedora apenas había tenido tiempo de desaparecer de la aldea, el perfume se había evaporado por completo y la corteza volvió a convertirse en lo que era antes de ser rociada con aceite de lavanda: ¡una simple corteza del tronco de un pino!

Semejante ingenio era algo excepcional. La mayoría de los vagabundos eran simples mendigos. «Por favor, ¿me daría un pedazo de pan? Estoy hambriento y sabe Dios que no me he llevao nada a la boca desde ayer por la mañana» era la fórmula habitual cuando llamaban a la puerta de alguna casa. Y aunque muchos de ellos parecían bien alimentados, nunca se les dejaba marchar con las manos vacías. Un par de gruesas rebanadas de pan —que nunca sobraba— untadas con manteca de cerdo en una casa; unas patatas frías envueltas en papel de periódico —que en otras circunstancias la mujer de la casa habría calentado más tarde para su cena— en la siguiente; y antes de salir del pueblo el afortunado ya estaba a salvo de morir de inanición durante al menos una semana. La única recompensa ante semejante generosidad, más allá del consabido «¡Dios la bendiga!», era pensar que, por mal que uno estuviera, había otros que estaban mucho peor.

Era difícil decir de dónde salía toda aquella gente errante o cómo había llegado a caer tan abajo en la escala social. Según contaba la mayoría, habían sido trabajadores normales y decentes con un hogar «exactamente igual que el suyo, señora». Sin embargo, sus casas se habían quemado o habían sido destrozadas por una inundación, o habían perdido el trabajo o se habían visto obligados a pasar un tiempo en el hospital y después no habían sido capaces de volver a empezar. Muchas mujeres decían que sus maridos habían muerto y muchos hombres afirmaban haberse quedado viudos y al cuidado de un montón de niños a los que no podían enviar a trabajar para ganarse la vida.

A veces familias enteras se echaban a la carretera con sus bártulos, su ropa y una tetera, y pedían comida por el camino y dormían en almiares y cunetas o bajo techo siempre que era posible. Una noche, cuando regresaba a casa después de trabajar, el padre de Laura creyó escuchar un murmullo en la cuneta, al borde de la carretera. Cuando se acercó para ver de qué se trataba se topó con una hilera de caras blancas que lo observaban. Eran un padre y una madre y sus tres o cuatro hijos. En aquella penumbra solo era posible ver sus rostros, como un juego de monedas de plata en un estuche negro, ordenadas de mayor a menor desde un florín hasta la de tres peniques. Aunque estaban a finales de verano, la noche no era fría. «¡Gracias a Dios!», exclamó más tarde la madre de Laura y Edmund al escuchar la historia. Pues, de haber sido una noche fría de verdad, su marido se los habría llevado a todos a casa. Ya había llevado antes a algún vagabundo al que había sentado a la mesa a comer con la familia, para disgusto de su esposa, que siempre había considerado cuando menos peculiares las ideas de su marido acerca de la hospitalidad y la hermandad entre los hombres.

En la región no había chamarileros ni vendedores ambulantes. Sin embargo, hubo una vez en que durante varios meses, el propietario de una pequeña tienda de muebles de un pueblo cercano comenzó a visitar la aldea con idea de vender sus productos a plazos. En su primera visita a Colina de las Alondras no vendió nada. Pero la segunda vez una de las mujeres, más atrevida que el resto, le compró un aguamanil con su soporte de madera y una tina de zinc. De inmediato el lote se puso de moda y ninguna de las mujeres era capaz de creer que hasta ese momento hubiera podido vivir sin esos utensilios en el dormitorio. El cubo y la palangana con agua en la alacena, junto a la chimenea o fuera de casa era más que de sobra. Pero ¿y si alguien se pusiera enfermo y el doctor tuviera que lavarse las manos en una palangana encima de la mesa de la cocina? ¿O si llegaran de visita esos parientes de la ciudad que tienen un auténtico fregadero con agua corriente? Se morirían de vergüenza por no poder ofrecerles un aguamanil decente para lavarse las manos. En cuanto a la tina de zinc, parecía incluso más necesaria. Aquella de madera que Madre solía usar no era más que «un trasto viejo y feo». Y hasta el momento no les había resultado demasiado pesada, pero ahora, cada vez que veía la nueva y reluciente tina de la vecina, tenía la sensación de que la suya pesaba una tonelada.

No hubo de transcurrir mucho tiempo hasta que prácticamente todas las casas tuvieron su tina y su lavamanos. Algunas madres con hijos pequeños incluso se animaron a encargar además una rejilla para la chimenea. Después comenzaron los pagos quincenales. El pago acordado era en seis cuotas y con las primeras no hubo problemas. Sin embargo, no era fácil reunir esos dieciocho peniques. A principios de semana se apartaban algunos peniques de la paga, pero a medida que avanzaban los plazos siempre surgía algún imprevisto. De modo que cada vez pagaban menos —primero un chelín, luego seis peniques—, hasta que algunos se rindieron y quedaron a deber.

Mes tras mes el vendedor se presentaba en la aldea y recaudaba lo que podía. Sin embargo, no intentó vender nada más, pues pronto se dio cuenta de que aquella gente no estaba en condiciones de poder pagarle. Era un hombre de buen corazón que escuchaba pacientemente sus miserias y nunca los presionó ni amenazó con denunciarlos. Quizá las deudas acumuladas no eran para él tan importantes como los aldeanos creían, o quizá se sentía culpable por haberlos convencido para comprar cosas que no podían permitirse. En cualquier caso, siguió visitando la aldea hasta recaudar todo lo que creyó posible y después desapareció.

Algo más divertido sucedió con los barriles de cerveza. En esa época y en esa parte del país los vendedores de cerveza ambulantes, conocidos localmente como «viajantes», recogían encargos en las granjas, en las casas adineradas y también en las fondas. Ningún viajante curtido visitaba las casas de los jornaleros, hasta que apareció por la región un vendedor joven y entusiasta ansioso por cubrir su cuota de ventas, al que se le ocurrió la brillante idea de recorrer la aldea de puerta en puerta ofreciendo su mercancía.

¿No sería espléndido, les decía a las mujeres, tener su propio barril de treinta litros de buena cerveza en Navidad y que bastara con entrar en la alacena para llenar un buen vaso de cerveza para sus maridos y amigos? La cerveza salía mucho más barata por barriles que al precio al que se consumía en la taberna. A largo plazo ahorrarían un buen dinero y qué bien quedarían cada vez que sirvieran a las visitas una buena jarra de espumeante cerveza. En cuanto al pago, solían enviar sus recibos trimestralmente, de modo que tendrían mucho tiempo para ahorrar.

Y en efecto, las mujeres estuvieron de acuerdo en que sería espléndido tener en casa su propio barril, e incluso los hombres, cuando conocieron la oferta al llegar a casa, quedaron impresionados por la diferencia de precio al comprar la pipa de treinta litros. Algunos hicieron cuentas sobre el papel y quedaron satisfechos, pues de todos modos en Navidad siempre se gastaban unos chelines de más. Últimamente las mujeres parecían algo más fatigadas de lo habitual y un buen vaso de cerveza en el momento adecuado sentaba mejor que cualquier medicina. También podían contar con un aporte de dinero extra si alguna de las hijas que trabajaban fuera enviaba a tiempo un giro postal, por lo que la idea de encargar el barril no resultaba a fin de cuentas demasiado disparatada.

Otros ni siquiera se molestaron en hacer cálculos y, fascinados por la idea, lo encargaron con total despreocupación. Después de todo, como había dicho el viajante, la Navidad solo llegaba una vez al año, y este año sería toda una celebración. Por supuesto, siempre había algún aguafiestas como el padre de Laura, que dijo sardónicamente: «No estarán tan contentos cuando llegue la hora de pagar».

Los barriles llegaron y se abrieron y la cerveza fluyó alegremente. Cuando las pipas se vaciaron el transportista se presentó en la aldea con su delantal de cuero y las cargó en su carromato tirado por robustos caballos. Pero nadie había ido guardando más que unas pocas monedas de cobre en latas de cacao y mostaza que ocultaban en lugares secretos de sus casas con vistas a pagar lo que debían. Cuando llegó el día de saldar la deuda, solamente tres de los compradores tenían el dinero preparado. No obstante, les concedieron más tiempo. El mes que viene estaría bien, pero ¡cuidado!, entonces tendrían que pagar. La mayoría de las mujeres intentaron de veras reunir el dinero, aunque por supuesto sin éxito. El viajante se presentó en la aldea en reiteradas ocasiones con una actitud cada vez más amenazadora hasta que, transcurridos varios meses, el cervecero decidió denunciar lo sucedido en el juzgado municipal, donde el juez, después de conocer las circunstancias de la venta y los ingresos de los compradores, ordenó que todos pagaran dos peniques semanales hasta liquidar lo debido. Y así concluyó la emocionante experiencia de las familias de la aldea, que llegaron a tener en casa su propio barril de cerveza.

Los buhoneros o comerciantes que en el pasado recorrían de forma habitual el paisaje de la campiña apenas se veían en la década de los ochenta. La gente había empezado a comprar su ropa en la villa, donde la moda era más reciente y a precios más asequibles. Sin embargo, un último superviviente del otrora numeroso clan seguía visitando la aldea de manera irregular y bastante espaciada.

Abandonaba la carretera principal y descendía dando tumbos por el estrecho camino de la aldea. Era un anciano de cabello y barba blancos, aún fuerte y rubicundo, aunque caminaba completamente encorvado bajo el enorme peso de la mercancía que llevaba sobre los hombros, protegida por una lona de color negro.

—¿Quiere comprar algo hoy? —iba preguntando de casa en casa.

Y ante la menor posibilidad de vender algo dejaba su carga en el suelo y abría la lona ante la puerta de la casa. Llevaba siempre una gran variedad de artículos de lo más tentadores: telas para hacer vestidos y camisas, y retales que servían para la ropa de los niños; delantales y petos corrientes y también bonitos; pantalones de pana para los hombres, y lazos y pañuelos de colores para completar el conjunto de los domingos.

—Este tejido es de muy buena calidad, señora. ¡Vaya que sí! —declaraba, extendiendo el material para que pudiera verlo bien—. Un vestido de esta tela es eterno, y después todavía servirá para hacer unas buenas enaguas.

Eran pocas las mujeres de la aldea que podían permitirse probar sus mejores telas. Por lo general compraban lazos, alguna prenda de algodón o un juego de agujas de coser. Y, en cualquier caso, los retales para vestidos y otros de sus géneros eran de excelente calidad y duraban mucho más de lo que cualquiera querría conservar una prenda en aquellos tiempos en que las modas cambiaban ya con tanta rapidez. Suya era la suave y tupida lana gris de fleco blanco del vestido que Laura se ponía, con su delantal de satén negro decorado con copos de nieve en la pechera, para ir a la oficina de Correos a vender sellos.

Una vez cada verano pasaba por la aldea una banda de música alemana y se detenía a tocar delante de la taberna. Estaba formada íntegramente por una familia, un padre y sus seis hijos, que siempre interpretaban sus melodías alineados en orden decreciente, desde el jovencito más alto, que tocaba la corneta, hasta el más pequeñín, gordezuelo y de rostro sonrosado, que marcaba el ritmo con sus redobles de tambor.

Formando un semicírculo y vestidos con sus uniformes verdes soplaban con fuerza sus instrumentos, y sus regordetes carrillos alemanes se hinchaban de tal modo que parecían a punto de estallar. La mayor parte de las piezas que tocaban no eran del gusto de los aldeanos, que por lo general preferían algo un poco más «movidito». Sin embargo, cuando para terminar la actuación interpretaban el Dios salve a la reina, los espectadores se unían y cantaban con gusto.

Esa era la señal para que el propietario saliera de su tasca con tres rebosantes jarras de cerveza. Una para el padre, que tragaba su néctar con la misma avidez que el desagüe de un fregadero, y otras dos que sus hijos iban compartiendo muy educadamente. A menos que la calesa del granjero o de algún comerciante se hubiera detenido casualmente durante la actuación, la cerveza era la única recompensa que recibían por el espectáculo. Tampoco pasaban la gorra entre las mujeres y niños que habían acudido a escucharlos, pues sabían por experiencia que en los bolsillos de las mujeres de los jornaleros no había calderilla para las bandas de músicos alemanes. De modo que, después de limpiar la saliva de las boquillas de sus instrumentos, hacían una reverencia, entrechocaban los tacones y retomaban la marcha por la polvorienta carretera en dirección al pueblo más cercano. Era una buena cerveza y estaban sedientos y acalorados, así que quizá consideraran que era recompensa suficiente.

Solo había otro entretenimiento ambulante que llegaba de cuando en cuando a la aldea, y eran las muñecas bailarinas. En este caso, ¡y desgraciadamente!, la representación no tenía lugar al aire libre, sino en el interior de una casa a la que se podía acceder previo pago de un penique y, puesto que dicha casa no era de las más limpias, Laura no tenía permitido asistir a esta actuación. Los que la habían visto contaban que las muñecas estaban sujetas con alambres y que el hombre que las manejaba también hablaba por ellas, de modo que debía de tratarse de algún tipo de representación de marionetas.

Una vez, cuando todavía llevaban poco tiempo asistiendo a la escuela, los niños de la última casa se habían encontrado con un hombre acompañado de un oso bailarín. El hombre, al parecer extranjero, se dio cuenta de que los niños estaban asustados y no se atrevían a pasar. De modo que para tranquilizarlos le ordenó a su oso que se pusiera a bailar. Con una larga vara colocada horizontalmente ante sus pezuñas delanteras, bailaba torpemente siguiendo el ritmo del vals que su amo silbaba. Después se puso la pértiga al hombro y comenzó a indicarle diversos ejercicios, que el animal ejecutaba acatando sus órdenes. Los ancianos de la aldea les dijeron que hacía muchos años que el oso aparecía esporádicamente por allí, pero esa ocasión fue la última. El pobre Bruin, con su pelaje roñoso y su aliento cálido y maloliente, nunca más fue visto por aquellos andurriales. Quizá murió de viejo.

Pero la visita que más emocionó a los vecinos de la aldea, y la que más tardaron en olvidar, fue la del chamarilero que apareció inesperadamente en una ocasión a mediados de la década. Una tarde de otoño, justo antes del anochecer, llegó con su carromato cargado de vajillas de loza y cacharrería de latón y comenzó a exponer sus mercancías sobre la hierba, a la vera del camino, ante un telón de fondo decorado con dibujos de icebergs, pingüinos y osos polares. Enseguida encendió sus lámparas de naftalina y comenzó a entrechocar escudillas que resonaban como campanas, mientras arengaba a los curiosos: «¡Vengan a comprar! ¡Vengan a comprar!».

Era la primera vez que el chamarilero visitaba la aldea, de modo que su aparición causó una gran excitación entre los vecinos. Hombres y mujeres, niños y niñas salieron apresuradamente de sus casas y empezaron a arremolinarse ante el círculo de luz para escuchar su chapurreo y examinar las mercancías. ¡Y menudas gangas tenía! Un juego de té decorado con grandes y esplendorosas rosas: veintiún piezas y ni una sola muesca en todo el lote. Al parecer, la reina había comprado un juego idéntico para el palacio de Buckingham. Teteras, bandejas, platillos y cuencos colocados por tamaños de mayor a menor, y el juego de dormitorio de porcelana que logró que todo el mundo se ruborizara cuando el vendedor escogió, de entre todos, el más íntimo utensilio del conjunto y le dio unos golpecitos con los nudillos, exhibiéndolo en el aire, para que todos los presentes pudieran comprobar que era auténtico.

—¡Dos chelines! —gritaba—. ¡Dos chelines por este hermoso juego de jarras! Eso es una para la cerveza y una para la leche, y otra más por si se rompe una de las otras dos. ¿Nadie se lanza? Entonces, ¿qué me dicen de este conjunto de bandejas traídas directamente del Japón y decoradas con peonías pintadas a mano? ¿O este juego de cuencos, réplica exacta del que la princesa de Gales usaba para comer sus gachas cuando nació el príncipe George? ¡Ah, señora, me han costado mucho más que eso! Mañana mismo me darían el doble nada más llegar a Banbury. Pero estoy dispuesto a dejarlos aquí esta noche… y ni siquiera lo llamaría vender, ¡pues me gustan sus caras y además llevo exceso de carga! ¡Escandalosas ofertas! ¡Tremendos precios! ¡Vengan y compren! ¡Vengan y compren!

Pero la gente apenas hacía ofertas. Una mujer ofreció tres peniques por una gran fuente para pudin, y otra, seis por una cazuela de latón. La madre de los niños de la última casa compró un rallador de nuez moscada y un juego de cucharones de madera para cocinar, y la mujer del tabernero se decidió por una docena de vasos y un ovillo de hilo. Entonces hubo una larga pausa durante la cual el vendedor entretuvo a la concurrencia con una aparentemente inagotable serie de chistes y descacharrantes anécdotas. Incluso cantó una canción:

En una ocasión un hombre por su jardín paseaba

y la garganta se cortó con una lasca de pizarra;

de su mujer él obviamente nada volvió a saber,

se golpeó con la tapa de una olla y nadie lo pudo prever.

Había una vez un joven atractivo y amable

que con una seta se envenenó una tarde.

También Joey en la cuna se asfixió con una cuchara de plata

y cuando esta horrible historia escuchéis

pálidos os pondréis como si hubierais estirado la pata.

Los ojos verdes se os pondrán de llorar y os sentiréis abrumados,

así que no finjáis que aquí nada ha pasado.

Un espectáculo muy divertido, sin duda, pero con eso no se ganaba dinero, y por fin empezó a darse cuenta de que en Colina de las Alondras no haría negocio.

—Que no se diga —imploró— que este es el lugar más pobre sobre la faz de la tierra. Compren alguna cosa, aunque solo sea por quedar bien. ¡Miren! —exclamó, cogiendo una pila de extraños platos—. Excelentes platos para ustedes. Todos ellos sobrantes de un servicio de primera categoría. Compren uno de estos y tendrán la satisfacción de saber que están comiendo en la misma vajilla que duques y lores. Solo por un penique y medio cada uno. ¿Quién compra? ¿Quién compra?

Hubo un pequeño rifirrafe por culpa de los platos, pues casi todos los presentes podían permitirse pagar un penique y medio. Pero cada vez que ofrecía algo más caro se topaba con un silencio de muerte. Algunas mujeres empezaban a sentirse incómodas. «Además de ser pobre, no lo parezcas» era otro de sus lemas, y era evidente que aquella situación no las dejaba en buen lugar. Pues ¿quién iba a resistirse a aquellas gangas teniendo dinero en los bolsillos?

Entonces sucedió algo gloriosamente inesperado. El hombre había vuelto a echar mano del juego de té con motivos florales y estaba enseñando una taza a las mujeres de la primera fila.

—¡Pero observen cómo la luz las atraviesa! ¡Mire esto, señora! También usted. ¿No es hermosa esta porcelana? Fina como una cáscara de huevo, prácticamente transparente…, y cada una de esas rosas ha sido pintada a mano con pincel. No dejarán escapar semejante joya, ¿verdad? Puedo ver cómo se les hace la boca agua. Entren en sus casas, queridas, y saquen las medias de debajo del colchón, y la primera que llegue tendrá el juego completo por doce chelines.

Las mujeres iban cogiendo amorosamente la taza, una tras otra, después meneaban la cabeza y se la pasaban a la siguiente. Ninguna de ellas tenía una media escondida con sus ahorros. Sin embargo, justo cuando la taza llegaba de nuevo a manos del hombre, que la cogió algo bruscamente porque estaba perdiendo la fe, se oyó una voz al fondo.

—¿Cuánto había dicho, señor? ¿Doce chelines? Le daré diez.

Era John Price, que justo la noche anterior había regresado de la India después de servir allí como soldado. Por lo general era un muchacho corriente, pues era abstemio y muy serio y no frecuentaba la taberna para beber, como habría hecho cualquier soldado que acaba de volver a casa. Pero, de repente, se convirtió en alguien importante. Todas las miradas se centraron en él. La valía de la aldea estaba en juego.

—Le daré diez chelines.

—No puedo hacerlo, compañero. Me ha costado más que eso. Pero, escucha, te diré lo que voy a hacer. Me das once con seis y añadiré al lote este precioso jarrón de plata dorada para la repisa de la chimenea.

—¡Hecho!

Y así se cerró el trato, el dinero cambió de manos y la aldea recuperó su reputación. Voluntariosas manos ayudaron a John a llevar el juego de té a su casa. De hecho, consideraron todo un honor el poder llevar una taza. Su futura esposa aún estaba fuera trabajando de sirvienta y no podía ver las envidias que suscitó esa noche. Tener algo tan hermoso esperándola en casa, con todas las piezas a juego intactas ¡y tan preciosas! ¡Afortunada, afortunada Lucy! Sin embargo, aunque no podían evitar sentir cierta envidia, también compartieron su triunfo, pues el brillo de prosperidad de aquella compra iluminaba a toda la aldea. Los vecinos de Colina de las Alondras no pudieron permitirse comprar gran cosa esa noche, pero al menos aquel hombre podría decir que allí había dinero y que los aldeanos sabían cómo gastarlo.

No obstante, lo que vino después fue el anticlímax, a pesar de todo muy grato desde el punto de vista de los niños de la última casa. El vendedor estaba exhibiendo un juego de bonitos platos medianos, ideales para servir jamón, manteca o fruta. El precio había bajado de media corona a un chelín sin que nadie dijera nada, cuando una vez más se escuchó una voz desde el fondo de la concurrencia.

—Pásenmelos, por favor. Creo que a mi mujer le resultarán útiles.

Y, mira por dónde, no era otro que el padre de Laura y Edmund, que, de vuelta a casa después del trabajo, se había detenido para averiguar qué sucedía al ver las luces y a toda aquella gente allí reunida.

Quizá en total aquel chamarilero no recaudó más de una libra, es decir, quince chelines más de lo que cualquiera habría imaginado. Sea como fuere, no lo suficiente para tentarlo a volver nunca por allí. Pero, en cualquier caso, aquel año pasó a ser conocido en la aldea como «el año que vino el chamarilero».

7. Love-apples, en el original, que deriva a su vez del francés pommes d’ amour.

Trilogía de Candleford

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