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CONTEXTO

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A finales de 2005, cerca de trescientos representantes de resguardos indígenas y comunidades afrocolombianas confluyeron en Quibdó, capital del Chocó, con el propósito de delinear estrategias para sobrevivir en una guerra donde ellos, o más bien, las comunidades que representan y su modo colectivo y no liberal de administrar los recursos y el territorio, son el blanco. De acuerdo a la Constitución colombiana de 1991, considerada como una de las más progresistas del mundo, los indígenas tienen derecho a tener autonomía a través de los cabildos, que funcionan como células de gobierno local, lo cual incluye manejo colectivo de la tierra y autodeterminación, tanto política como cultural. En 1993, bajo la Ley 70, los afrocolombianos obtuvieron derechos semejantes a aquellos consagrados en la Constitución para los pueblos indígenas: títulos de tierra colectivos manejados por consejos comunales. Tanto los afrocolombianos como los pueblos indígenas se construyeron como ciudadanos y comunidades democráticas sobre tradiciones no liberales.

En un país de una abrumadora mayoría mestiza, en la que el discurso del mestizaje ha jugado un papel fundamental en la construcción y reelaboración del nacionalismo colombiano a lo largo de los siglos XIX y XX, estos grupos han vivido bajo peligro de extinción.1 Como parte de un movimiento social más amplio que lucha por consolidar su presencia en la escena nacional, y basándose en los derechos existentes conquistados a través de procesos de organización que comenzaron en los años setenta y culminaron en la Asamblea Constituyente de 1991, delegados indígenas y afrocolombianos redactaron cuatro cartas que presentaban el dramatis personae y explicaban resumidamente los temas más importantes de la fase actual del conflicto colombiano, que se ha desarrollado a lo largo de los últimos sesenta años. Más de una década después de la conquista de la ciudadanía, el departamento del Chocó aún tenía las tasas más altas de pobreza y mortalidad infantil en un país en el que más de la mitad de la población vivía en la pobreza, sobre todo en el campo donde el nivel llegaba a 85 %.2 Las comunidades y resguardos estaban desposeídos por el accionar de tres grupos: las insurgencias armadas, las contrainsurgencias narco-paramilitares y las Fuerzas Armadas colombianas junto a la Policía Nacional –estos últimos con un apoyo por parte del gobierno de los EE. UU. que supera con creces la asistencia dada a las Fuerzas Armadas de ningún otro país, excepto Egipto, Israel, Irak y Afganistán–.3

Las comunidades representadas en la VII Conferencia de la Solidaridad Interétnica esbozaron una visión de los conceptos de identidad, territorio, cultura, autonomía e independencia diferente a la sostenida por los grupos que amenazan su existencia por medio de la “expropiación violenta”. A los del Ejército de Liberación Nacional (ELN), la insurgencia más pequeña del país y que ha estado en gran medida ausente de la región por largo tiempo, les pidieron respeto por la autonomía política y la soberanía territorial: les reiteramos que ustedes no deben permanecer en los territorios de las comunidades negras ni en los resguardos indígenas. Fundado a mediados de la década de los sesenta y a partir de los años ochenta con fuerte arraigo en las regiones petroleras del norte del país y en los enclaves de exportaciones multinacionales (de carbón, oro y esmeraldas), el ELN contaba con entre 3500 y 4000 combatientes hasta 2002. A diferencia de la mayoría de las áreas donde el grupo ha operado, su presencia en Chocó es reciente. La represión estatal y especialmente paramilitar contra su limitada base de apoyo los ha debilitado o derrotado en áreas rurales donde por mucho tiempo han dominado. Todas sus milicias urbanas han sido diezmadas. De ahí que, en 2005, comenzaron conversaciones preliminares para un proceso de paz con el gobierno de Álvaro Uribe Vélez, el cual quedó trancado a partir de 2007.

A las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc) se les pidió que se mantuvieran al margen de las deliberaciones de los cabildos indígenas y los consejos comunales afrocolombianos. Las Farc se formaron a mediados de la década de los sesenta y tenían entre 18 000 y 22 000 combatientes en sus filas hasta 2002. Para mediados de los años noventa tenían presencia en más de la mitad de todos los municipios, con gran poder en la selva, en los Llanos y en las zonas de frontera poco pobladas del sur y el sureste. Para finales de esa misma década, las Farc y el ELN influyeron en la política de más del 90 % de los municipios fronterizos. En la carta dirigida a las Farc, estas fueron objeto de duras críticas por su “intromisión” en los consejos comunitarios y los cabildos indígenas. La carta afirma que las Farc

comprometen la autonomía, impiden el libre desarrollo de las actividades cotidianas, sirve de pretexto para la ausencia de inversión social que debe hacer el Estado, impide la aplicación de los reglamentos internos y afecta nuestra propia seguridad […] las Farc estigmatizan a nuestra gente con acusaciones infundadas que no se pueden contradecir y crean un manto de sospecha sobre quienes van y vienen de las zonas rurales a las cabeceras municipales, como supuestos informantes del Ejército.4

Aunque hechos representativos de la degradación del conflicto armado en Colombia, los ataques insurgentes y la intimidación a comunidades afrocolombianas y resguardos indígenas no se comparan con la cantidad de violaciones a los derechos humanos cometidas por la organización paramilitar AUC (Autodefensas Unidas de Colombia). Durante el Plan Colombia (2000-2005) financiado por los EE. UU., esta cifra pasó del 65 % a cerca del 80 % del total.

Aunque las guerrillas hacen uso de tácticas terroristas como la utilización de bombas, el secuestro, el asesinato selectivo y la extorsión, estas no se pueden comprender calificándolas de “terroristas”. Hacer de las guerrillas los responsables de la mayoría de los problemas del país, algo común en ciertos círculos académicos y en los medios de comunicación, es poner la historia al revés, pues se pasa por alto el hecho de que durante toda la vida republicana y nacional de Colombia el terror estatal ha suministrado el oxígeno sin el cual el terror insurgente “no podría arder por mucho tiempo”.5

A diferencia de la insurgencia, el dominio paramilitar ha estado íntimamente vinculado con la política oficial, lo que se evidencia en mayor grado en la zona de Antioquia, patria chica del presidente Álvaro Uribe Vélez, así como en los Santanderes, el Eje Cafetero y la costa Atlántica. La mejor definición de los paramilitares es la de ejércitos privados que

sin ser militares, colaboran con los militares o desempeñan tareas que debieran ser realizadas por los militares mismos, como es la de combatir a las guerrillas. O, más exacta y crudamente, se ocupan de los trabajos sucios e impresentables de esta lucha: la matanza de sospechosos de colaborar con la guerrilla (“paraguerrilleros”) y el desplazamiento de masa de población civil y desarmada que puede servirle a la guerrilla de “agua para el pez”, según la metáfora maoísta.6

Finalmente, al presidente Uribe se le recordó que después de que las comunidades denunciaron el incremento de los cultivos de coca y tráfico de drogas en la región desde 2003, bajo el amparo paramilitar, el Gobierno se cruzó de brazos. Aparte de señalar colectivamente territorios ocupados para la “expropiación violenta”, bajo el pretexto de combatir el tráfico de drogas, sus acciones fueron nulas. También se le hizo un llamado a cumplir con sus deberes como gobierno y, recordando su denuncia sobre la coordinación paramilitar y militar en 2004, protestaron contra la puesta en práctica del modelo neoliberal de exportación agrícola a expensas de sus comunidades:

pone en peligro nuestros títulos colectivos, afecta la fragilidad de nuestro ecosistema, lesiona nuestra cultura agrícola, afecta los cultivos tradicionales, crea una economía de enclave, agrava la crisis alimentaria e implica un largo proceso de acumulación de capital que solo beneficiará a los grandes inversionistas, en detrimento de nuestras propias comunidades… los cultivos de palma africana, lejos de ser una alternativa de prosperidad, representan un componente de la estrategia contrainsurgente que agrava el conflicto en el departamento del Chocó y nos convierte en peones de nuestra propia desgracia.

El documento se refiere a inversionistas, a acumulación de capital y a economías de enclave, aspectos decisivos en la integración colombiana a los circuitos de producción, consumo y distribución dominados por los EE. UU., los cuales han resultado del viraje económico de la década de los setenta con el que se dio inicio al desplazamiento del café y de la industria manufacturera protegida.7 Los delegados mencionaron una estrategia de contrainsurgencia que violando el Protocolo II de la Convención de Ginebra exige lealtad y colaboración de parte de los ciudadanos con la Policía y las Fuerzas Armadas, la cual, como efecto alterno, ha ayudado a expandir los monocultivos de exportación con efectos nocivos para el ecosistema y los pueblos que lo habitan.

La carta al presidente Uribe también señalaba el dominio paramilitar sancionado por el Estado en las regiones fronterizas periféricas donde el gobierno central nunca ha tenido poder y donde compañías petroleras, bananeras, auríferas y madereras han funcionado como fuente básica de recursos (condición necesaria para la expansión y la consolidación insurgente en las décadas de los ochentas y noventas). A manera de continuidad con los precedentes establecidos durante la época de La Violencia en la década de los cincuentas, el presidente Uribe comenzó a institucionalizar la impunidad paraestatal con el propósito de fortalecer la autoridad del gobierno central sobre las zonas de frontera. La expropiación violenta se comparaba a la de inicios de la década de los cincuenta, con tres millones de desplazados en el siglo XXI, principalmente en enclaves multinacionales de exportación o en áreas fronterizas recientemente pobladas. En la mayoría de los casos, dicha expropiación fue llevada a cabo con la excusa de luchar contra el “enemigo interno”.8

Aunque las élites de los partidos políticos ya no lideran el proceso, la derecha paramilitar y, en menor grado, las insurgencias continúan desplazando por la fuerza a los campesinos de sus tierras.9 Por lo tanto, los delegados de la Conferencia de la Solidaridad Interétnica exigieron el fin de la impunidad, de la expropiación y del desplazamiento forzado, así como la indemnización por los crímenes cometidos contra sus comunidades. Además de apoyar un plan para la reincorporación de excombatientes paramilitares a la vida civil, la carta al presidente Uribe advertía también que dicha desmovilización podría traer como consecuencia el surgimiento de “nuevas estructuras paramilitares”. Por ello, la misiva abogaba por el desarme, la desmovilización y la reincorporación a la vida civil […] en un ambiente de respeto a la verdad, la justicia, la reparación y la no repetición. En defensa de la “autonomía”, pidieron que no se haga en nuestros territorios ni, mucho menos, que la reinserción se convierta en un mecanismo de expropiación de nuestras tierras ancestrales.

El énfasis puesto sobre aspectos como memoria, verdad, justicia, reparación y expropiación fue una respuesta a las omisiones que en estos sentidos presenta la Ley 975 del presidente Uribe sobre desmovilización paramilitar, la cual fue modificada por orden de la Corte Constitucional a finales de 2006.10 Como Human Rights Watch destacó, la ley no hizo nada por desmantelar el poder paramilitar y “violaba flagrantemente” normas internacionales sobre asuntos de verdad, justicia e indemnización a las víctimas y a sus familias.11 Con su extensa costa Pacífica, su espesa selva, su densa red fluvial y su frontera montañosa con Panamá, Chocó se convirtió en un corredor estratégico para la contrainsurgencia que, al menos por el momento, ha derrotado a las Farc. Tanto la insurgencia como la contrainsurgencia han obligado a las comunidades afrocolombianas e indígenas a pagar impuestos y tributos, mientras se han disputado el uso de su territorio para la siembra de coca, el procesamiento y transporte de cocaína y el tráfico de armas. Se puede decir lo mismo de la enorme frontera agrícola en el oriente del país, poblada mayormente por mestizos.

Vale la pena repetir que los grupos contrainsurgentes trabajaron con el ejército colombiano, se infiltraron en las instituciones oficiales, se desmovilizaron bajo una ley que regulaba su impunidad y se convirtieron en un para-Estado que estaba a la vez por fuera y por dentro del Estado oficial. Sin embargo, hasta 2002 los insurgentes lucharon por derrocar el Estado colombiano, al menos en teoría, llegando a controlar más del 40 % del territorio nacional. Mientras más apoyos del gobierno norteamericano han recibido las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional en la lucha contrainsurgente, más fuerte se ha tornado el para-Estado. Sin duda, esta ha sido una de las consecuencias más severas de una política contrainsurgente diseñada para fortalecer un Estado débil.

La guerra colombiana ha traído como consecuencia el mayor desplazamiento interno de población en el mundo, según cifras de 2007. Dentro de este fenómeno, la población afrocolombiana y los pueblos indígenas representan un porcentaje desproporcionadamente alto.12 Siendo el tercer país en tamaño de la región, Colombia tiene la segunda población más grande de afrodescendientes en América Latina.13

A largo plazo, estos modelos de expropiación reflejan la continuidad histórica en la tenencia de tierra, la explotación de recursos naturales y el uso del terror político en una república democrática parlamentaria que se fundó sobre los problemas sin resolver heredados de la conquista, la colonización y la esclavitud.14 Bajo el colonialismo español, por ejemplo, los esclavos africanos eran traídos desde Cartagena, principal puerto de comercio de esclavos en la región Andina, para trabajar en minas de oro y en fincas ganaderas en Chocó, lo que provocó el desplazamiento o la expropiación de los grupos indígenas. Buscando escapar de una economía extractiva de enclave y de latifundios de gran extensión con propietarios ausentes, los indígenas, al igual que los esclavos liberados y fugitivos, huyeron hacia las regiones selváticas que son hoy el ojo del huracán.15

La Conferencia de la Solidaridad Interétnica exhortó a todas las partes a buscar una salida política y negociada al conflicto, en oposición a una solución militar, y ofreció una visión de paz, seguridad, democracia, justicia y sobre todo verdad distinta a la ofrecida por el Estado, la derecha paraestatal y las insurgencias. Algunas formas comunitarias de democracia no liberal y de ciudadanía, vinculadas a un nuevo movimiento electoral de izquierda, representan un avance, pero aun tomando en cuenta sus múltiples debilidades internas, el camino está obstaculizado por las violentas restricciones tanto del sistema político como del modelo económico neoliberal reinante.

La horrible noche - El conflicto armado colombiano en perspectiva histórica

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