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En las altas esferas políticas en Washington y Bogotá se argumenta a menudo que Colombia padece de una cultura de la violencia, como si los colombianos tuviesen una propensión innata a matarse los unos a los otros.22 Como comúnmente se plantea, esta es una explicación ahistórica y tautológica de por qué la política colombiana está caracterizada por altos niveles de terror, en contraste con sus países vecinos, los cuales más bien gozan de gobiernos de centroizquierda y variadas formas de movilización popular. Este planteamiento pasa por alto el hecho de que hasta el final del siglo XIX, Colombia, al contrario de Brasil, México, Chile y Argentina, se definía “no por su violencia masiva, sino por la falta de la misma”.23 Bien sea al considerar las comparaciones con otros países de la región o la diferencia entre los siglos XIX y XX, generalmente los investigadores advierten sobre el error de interpretar la violencia de finales siglo XX como el resultado lógico de los patrones del siglo XIX. Las pruebas históricas son insuficientes para respaldar la idea de que una “cultura de violencia” explica la política colombiana.

Para explicar el inusual rumbo de Colombia, dos versiones clásicas de la historia comparativa latinoamericana recalcan la durabilidad de la democracia oligárquica, institucionalizada a través de dos partidos políticos.24 Más recientemente, la idea de una “oligarquía” ha estado sujeta a críticas escépticas, aunque todavía es útil para comprender la violencia en Colombia en relación con un orden político excluyente.25 Podemos definir a la oligarquía como un grupo casi corporativo, donde la mayoría de sus miembros disfrutan de privilegios basados en su ascendencia y en algo parecido al estamento, complementados por la aparición de nuevos elementos, principalmente de la clase media y, ocasionalmente, de la clase obrera y campesina. Con elecciones presidenciales celebradas puntualmente cada cuatro años, la democracia oligárquica colombiana cuenta con el sistema bipartidista de más larga data en el mundo; de hecho, la diarquía conservadora-liberal ha sobrevivido casi 150 años, manteniéndose en apariencia intacta hasta el siglo XXI, a pesar de las elecciones legislativas controladas por la representación proporcional.

Después de 1848, cuando se estableció el dominio liberal y conservador, ninguna fracción de la oligarquía unía en un proyecto hegemónico a las clases dirigentes como a un todo junto a los grupos subordinados; ninguna podía representar sus intereses como los de la nación. Aunque esto era común en Europa y América Latina en el siglo XIX, en Colombia duró hasta el siglo XXI. Por consiguiente, las élites fueron forzadas a establecer pactos políticos con grupos subordinados que no llevaron a cabo rituales públicos de respeto y mucho menos asimilaron las normas y valores de sus gobernantes.26 Por el contrario, estos grupos exigieron y lucharon por la igualdad; pero en vez de la hegemonía capitalista burguesa, basada en el liderazgo moral e intelectual, el clientelismo católico autoritario, financiado por el aumento de los capitales con la exportación de café y el Partido Conservador, dominó por un periodo de cincuenta años después de 1880 y anuló la ola de movilización popular democrática y radical que había caracterizado a Colombia durante la era del capital (1848-1875).

El revanchismo y el grado de desarrollo tecnológico creciente se complementaron durante el boom de exportación de café durante la era del capital en Colombia, la cual, en vez de conducir a una expansión de la autoridad del gobierno central, fortaleció a los dos partidos políticos en un país geográficamente fragmentado, donde las oligarquías terratenientes mantuvieron la supremacía regional y local ante los desafíos venideros. En mi opinión, el poco alcance del gobierno central, la influencia de los dos partidos, el acentuado regionalismo basado en la tenencia de la tierra y la desunión de la clase dominante han sido las constantes en la historia republicana.

A medida que la frontera cafetera se establecía a finales del siglo XIX y principios del siglo XX, sectores campesinos identificados con el progreso capitalista y el mestizaje aseguraron sus derechos de propiedad e incorporación política a uno de los dos partidos a través de redes de crédito y clientelismo.27 La mayoría, compuesta por campesinos mestizos, así como las minorías afrocolombianas e indígenas, tenían derechos de propiedad precarios, una limitada incorporación partidista y, además, vivían bajo amenaza de violencia o expropiación. Cuando las reformas iniciadas desde arriba coincidieron con la movilización de los de abajo en la década de 1860 y nuevamente en la de los treinta, los terratenientes reaccionaron movilizando a sus clientes para proteger sus privilegios, su monopolio político y el control sobre su propiedad a lo largo del campo. Estos movimientos de contrarreforma, así como los movimientos populares radicales a los que respondieron, eran organizados en el ámbito local y regional, lo cual reflejaba la naturaleza fracturada y principalmente rural de la riqueza de los terratenientes, el poder político y la autoridad en Colombia hasta entrada la década de los cincuenta.

El contraste entre Colombia y el resto de América Latina en las décadas de los treinta y cuarenta no podía ser más marcado: México con Cárdenas, Argentina con Perón, Brasil con Vargas, Bolivia con Toro y Busch o, como se muestra en estudios recientes, Cuba con Batista, República Dominicana con Trujillo y Nicaragua con Somoza.28 Es decir, el populismo fue un triunfo rotundo que como forma de política que incluía a los excluidos de las repúblicas oligárquicas se anticipaba a la amenaza, verdadera o imaginada, de una revolución social. Aunque la clase media y segmentos de las viejas oligarquías pudieron haberse beneficiado más que otros grupos, la clase obrera y la clase campesina obtuvieron más y mejores beneficios que los que habían conseguido hasta entonces.

Pero en Colombia el populismo fue vencido entre las décadas de los treinta a los cuarenta y cuando levantó cabeza otra vez en las décadas de los setenta y ochenta, fue decapitado por el terror estatal y paraestatal. Irónicamente, esto solo ha logrado debilitar aun más la ya frágil legitimidad del gobierno central y ha reforzado, al menos militar y territorialmente, a las insurgencias y a la contrainsurgencia. Los estudiosos del tema creen, por consenso, que esto hace que la situación de Colombia sea única.29 Por mi parte sostengo que cuando el gobierno central intentó hacer la reforma agraria bajo la presión de los movimientos populares democráticos y radicales, esta fue obstruida y la contrarreforma se fortaleció desde las regiones y los municipios. Como la guerra sectaria se extendió en las décadas de los cuarenta y cincuenta, cientos de miles de familias campesinas mestizas desplazadas colonizaron fronteras agrarias en regiones de tierras bajas escasamente pobladas por grupos indígenas, o se asentaron en las periferias urbanas de numerosas ciudades intermedias colombianas, en zonas alejadas del epicentro de autoridad del gobierno central.

El gobierno central delegó la represión, primero, a través de la guerra sectaria entre los dos partidos y, después, a través de la contrainsurgencia de la Guerra Fría, cuando se enfrentó a los desafíos insurgentes. Ambos mecanismos de represión de la protesta, la organización y la movilización social fueron moneda común durante los regímenes de terror estatal contrainsurgente que comenzaron en Guatemala en 1954 y continuaron con Brasil y Bolivia en 1964 hasta extenderse por todo el Cono Sur en la década de los setenta. Como en muchos lugares del mundo después de la Segunda Guerra Mundial, los mecenas del gobierno de los EE. UU. mantenían: “cierta distancia sin dejar de involucrarse” en América Latina y “el terror contrarrevolucionario estaba inextricablemente relacionado con el imperio”.30

Aun así, dos rasgos caracterizaron de manera particular el terror de Estado en Colombia. En primer lugar, ciertos segmentos de la clase campesina vinculados con las élites a través de intermediarios de clase media y que soñaban con adquirir propiedad, ahuyentaron de la región a otros segmentos de su misma clase por medio del despliegue de terror, desalojo y expropiación —algo más o menos análogo a lo que Marx llamó la “acumulación primitiva” de capital en el campo inglés, pero con el elemento distintivo en el caso colombiano de violencia partidista, insurgente o contrainsurgente entre la propia clase campesina—.31 En segundo lugar, con el tiempo, las organizaciones contrainsurgentes obtuvieron una relativa autonomía del Estado, convirtiéndose en un para-Estado. Esto concentró la tierra en cada vez menos manos, inclusive redistribuyéndose una pequeña cantidad de la misma entre un selecto número de clientes subalternos.32 Las ciudades crecieron junto a los asentamientos de fronteras agrarias abiertas, donde se replicó la dinámica anterior del conflicto.33 En el transcurso de apenas cincuenta años los colombianos pasaron de ser una sociedad en la que dos tercios de la población vivía de y en el campo —patrón y campesino; criollo, mestizo, mulato, indio y negro—, a una donde dos tercios habitan las ciudades.

Aunque Colombia se ha convertido en una sociedad que gira en torno a una red de ciudades conectadas por aire y tierra, los terratenientes conservan el dominio político en muchas regiones y localidades. La política colombiana puede ser vista como un sistema parlamentario semiautoritario en el que los terratenientes, en vez de entrar en conflicto con grupos emergentes de industriales y comerciantes, se han fusionado con ellos.34 La actividad comercial, caracterizada por una división poco clara entre lo lícito e ilícito, le ha proporcionado continuamente a la oligarquía iniciativas frescas, cuando sectores de movilidad social ascendente trataron y lograron hacer parte de la oligarquía a través de iniciativas empresariales violentas y despiadadas.35

Las nuevas élites comerciales y manufactureras relacionadas con el negocio de exportación de café se unieron a la oligarquía terrateniente a finales del siglo XIX, por lo que en vez de debilitar el poder del latifundismo dentro la oligarquía, lo reforzó. La alianza reaccionaria caracterizó a la república cafetera bajo el dominio conservador después de la Guerra de los Mil Días finalizada en 1903, sobrevivió intacta el desafío gaitanista en la década de los cuarenta, proporcionó las bases para las políticas del Frente Nacional durante la década de los ochenta y, gracias a la “guerra contra las drogas” dirigida por el gobierno norteamericano, asumió nuevas dimensiones con el aumento constante del negocio de la cocaína en la década de los noventa. El narcotráfico invirtió en los sectores de construcción, comunicación y servicios; sus importaciones de contrabando se vendían a precios más bajos que los de la industria nacional. Como latifundistas, las élites poseían la mayor parte de las mejores tierras y los bienes raíces urbanos del país. Arraigado en estas formas excluyentes de tenencia de la tierra, el poder político continuó dispersándose desde un centro débil hacia las regiones, especialmente en las áreas fronterizas.

El “déficit crónico” del Estado colombiano es bien conocido entre investigadores y aquellos que viven en medio del conflicto. Especialistas y actores sociales con opiniones opuestas sobre la política colombiana concuerdan en que el Estado colombiano es débil y su autoridad frágil. En cualquier interpretación sobre la violencia en Colombia, la fragilidad de la presencia estatal debe clasificarse como uno de los principales factores que explican la fuerza de la insurgencia y la contrainsurgencia. La soberanía siempre ha estado circunscrita y fragmentada regionalmente. El gobierno central nunca ha monopolizado legítimamente la fuerza, ni ha administrado la mayoría del territorio bajo su jurisdicción. Esto ha traído como resultado un largo periodo de conflicto entre facciones de la élite que se volcó en guerra civil a finales del siglo XIX y a mitad del siglo XX.

Sin embargo, para finales de la década de los cincuenta, el dominio bipartidista sobre la representación política formal fue sostenido gracias a un compromiso compartido con la economía de mercado en la que el Estado jugaba un papel limitado. El anticomunismo de la Guerra Fría, por su parte, cimentó la unión de los dos partidos a lo largo del Frente Nacional. La riqueza, especialmente en lo referente a propiedad de la tierra, se mantuvo fuertemente concentrada y su distribución fue bastante desigual, aunque un periodo de crecimiento económico sostenido, basado en la exportación de café y la manufactura para el mercado interno, amplió la clase media urbana y provincial en ciudades y municipios a lo largo de los sesenta. El consenso de la élite absorbió a segmentos de grupos subordinados, a través de redes de crédito y clientelismo, incorporándose cada vez más a este orden una nueva clase media, así como subalternos de la clase campesina y obrera. Pero, con la criminalización de la protesta, la disidencia y la misma pobreza que las políticas económicas gubernamentales reprodujeron, el Frente Nacional excluyó a la mayoría del campo y periferias urbanas.

La contrainsurgencia del Frente Nacional estimuló el crecimiento de la insurgencia. Fue así como en las décadas de los setenta y ochenta, las áreas rurales y urbanas recién colonizadas y sin presencia estatal se convirtieron en terreno fértil para los movimientos electorales de izquierda con alcance nacional, multiétnicos y de distintas clases sociales, donde las guerrillas tenían influencia. Puesto que estos movimientos/partidos eran liderados por insurgentes que buscaban abrir el sistema político o derrocarlo, las milicias de los terratenientes —con el apoyo de una nueva facción de la clase dirigente de empresarios de la cocaína— lucharon para proteger el derecho a la propiedad privada de la amenaza “subversiva”, liquidando a la izquierda civil.

Creadas como auxiliares del Ejército y de las fuerzas policiales del Estado, las cuales eran incapaces de ponerle punto final a la propagación de la insurgencia, las organizaciones paramilitares estaban listas para convertirse en los nuevos gobernantes de las regiones a comienzos del siglo XXI. El suyo fue un “gangsterismo que se había convertido en sociedad”.36 Las organizaciones paramilitares evolucionaron en un para-Estado, penetrando los partidos políticos así como las agencias gubernamentales, desde la Corte Constitucional hasta los servicios de inteligencia, nominalmente bajo el control presidencial. En muchas regiones, las organizaciones paramilitares administraron el territorio y monopolizaron las instituciones públicas. Por su parte, las insurgencias funcionaron como pequeños Estados tributarios, cobrando impuestos a traficantes de cocaína, a empresas extractivas transnacionales y a hacendados, así como a los habitantes de sus “zonas”. Los regímenes de “soberanía parcelada” y de “paz fragmentada” condujeron a una crisis internacional humanitaria que sobrepasó las fronteras nacionales y amenazó la soberanía de los Estados vecinos.37 Estos son, entonces, en resumen los principales rasgos de la historia y la política de un país que se ha convertido en el más firme aliado del gobierno de los EE. UU. en el hemisferio occidental, además del principal receptor de su ayuda militar.

1. Polos tan opuestos en la interpretación de la historia colombiana como Eduardo Posada Carbó y Charles Bergquist concuerdan que el país republicano se construyó sobre el discurso y la práctica del mestizaje. Ver Eduardo Posada Carbó, La nación soñada (Bogotá: Norma, 2006), y la reseña escrita por Charles Bergquist, “La ciudad soñada”, Journal of Latin American Studies 39:3 (2007), 670-71.

2. Para estadísticas sobre el Chocó, ver Grace Livingstone, Inside Colombia: Drugs, Democracy, and War (New Brunswick, NJ: RUP, 2004), 75. Para la historia de la extracción de recursos naturales en el Chocó entre la década del setenta y ochenta, ver Peter Wade, Blackness and Race Mixture (Baltimore, MD, y Londres: jhup, 1995), 131-48. Para categorías raciales tales como mestizo y negro, ver Ibid., 8-28.Una nota sobre las estadísticas: asumo que son parte de luchas políticas para definir la verdad en vez de ser abstracciones numéricas neutrales, y las uso más con el propósito de ilustrar que para ser científicamente preciso.

3. Para cifras sobre la ayuda militar y policial de EE. UU. a Colombia ver Adam Isacson, Number Three No More, 19 de abril de 2005: cipcol.org.

4. “No en nuestros territorios”, 15 de noviembre de 2005: www.codhes.co

5. Jon Wiener, “Mike Davis talks about the ‘Heroes of Hell’”, Radical History Review 85 (2003), 227-37.

6. Antonio Caballero, “¿Infiltrados o reinsertados?”, Semana, 30 de Abril de 2006.

7. Para el concepto de economías de enclave, ver Fernando Henrique Cardoso y Enzo Faletto, Dependency and Development in Latin America: “En las economías de enclave el capital extranjero invertido se origina en el exterior, es incorporado en los procesos productivos locales y parte de éste se transforma en sueldos e impuestos. Su valor se incrementa por la explotación de las fuerzas laborales locales, que transforman los recursos naturales y producen bienes que hacen efectivo en el mercado externo”. (Berkeley: UCP, 1979[1971]. Énfasis en el original), XIX. Para una discusión crítica, ver Catherine LeGrand, “Living in Macondo: Economy and Culture in a United Fruit Company Banana Enclave in Colombia”, en Gilbert M. Joseph, Catherine C. LeGrand y Ricardo D. Salvatore, eds., Close Encounters of Empire: Writing the History of US-Latin American Relations (Durham, NC: DUP, 1998), 334-37.

8. Iván Orozco Abad, “La democracia y el tratamiento del enemigo interior”, Análisis Político 6 (enero-abril 1989), 54-79.

9. Cifras tomadas de Human Rights Watch, “Colombia: Resumen de país”, enero de 2006: www.hrw.org. Sobre desplazamiento, ver Nora Segura Escobar, “Colombia: guerra y desplazamiento forzoso”, Análisis Político 43 (mayo-agosto 2001), 85-106. Sobre género y desplazamiento, ver Donny Meertens, “Victims and Survivors of War in Colombia: Three Views of Gender Relations”, en Charles Bergquist et al., eds., Violence in Colombia, 1990-2000: Waging War and Negotiating Peace (Wilmington, DE: Scholarly Resources, 2001), 151-70; para bibliografía, ver Flor Alba Romero, “Población desplazada por la violencia en Colombia y otros países”, Análisis Político 34 (mayo-agosto 1998), 126-43.

10. Para temas de justicia, indemnizaciones y reconciliaciones, ver Iván Orozco Abad, “La posguerra colombiana”, Análisis Político 46 (mayo-agosto 2002), 78-99.

11. Human Rights Watch, “Colombia: Resumen de país”, enero de 2006: www.hrw.org

12. Como en toda América Latina, las categorías raciales no son rígidas y la identificación racial cambia según los procesos políticos y los resultados. De acuerdo al Observatorio de Derechos Humanos del gobierno colombiano, aproximadamente uno de cuatro colombianos era afrodescendiente, mientras que, según el ex gobernador del Chocó, Luis Gilberto Murillo, la verdadera cifra era de entre 36 y 4 0%. Un 80-85 % de pueblos indígenas representaban un estimado de entre ochocientos mil a un millón de personas, tal vez 2 % de una población nacional de 44 millones de personas, de acuerdo a la Organización Nacional de Indígenas Colombianos y a la Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos. Ver Luís Gilberto Murillo, “El Chocó: el corazón africano de Colombia”, Colombia Update: Colombia Human Rights Network (invierno/primavera 2001), 12-13.

13. Cabe señalar que gracias al alcance de la ideología y práctica del mestizaje nacionalista, muchos de ellos se consideraran a sí mismos como “costeños”, “vallunos”, o “guajiros”—más que “negros” o “afrodescendientes”— frente a sus compatriotas de otras regiones.

14. Para el concepto de colonialismo interno en Colombia y América Latina, ver Peter Wade, Blackness and Race Mixture, 147-48; Peter Wade, Race and Ethnicity in Latin America (Londres: Pluto Press, 1997), 64-67. Esquemáticamente hablando, las formaciones sociales estructuradas por el colonialismo interno reproducen, con frecuencia en nuevas formas, relaciones de violencia, dominación y explotación derivados del colonialismo. En América Latina, la pequeña minoría que se encuentra en las altas esferas (donde la riqueza y el poder político se concentra más que en cualquier otra región del mundo) es mayoritariamente criolla, mientras que los sectores intermedios generalmente se adhieren al ideal criollo cualquiera que sea su identificación racial.

15. Ver Willian F. Sharp, Slavery on the Spanish Frontier: The Colombian Chocó, 1680-1810 (Norman, OK: UOP, 1976).

16. Ver Roland Marchal y Christine Messiant, “Las guerras civiles en la era de la globalización: nuevos conflictos y nuevos paradigmas”, Análisis Político 50 (enero-abril 2004), 20-34. Para una comparación de Colombia con Italia, Líbano y Angola, ver Nazih Richani, Systems of Violence: The Political Economy of War and Peace in Colombia (Albany, NY: Sunyp, 2002), 157-71.

17. Un número importante de trabajos de ciencias sociales e historia no se citan más abajo. No pretendo ser exhaustivo; debido a que mi trabajo es esencialmente interpretativo, cito solo trabajos que utilice. A aquellos no-especialistas que estén interesados en leer más les recomiendo consultar los ensayos bibliográficos incluidos en David Bushnell, The Making of Modern Colombia: A Nation in Spite of Itself (Berkeley: UCP, 1993); Frank Safford y Marco Palacios, Colombia: Divided Land, Fragmented Society (Londres: OUP, 2001); y Ricardo Peñaranda, “The War on Paper: A Balance Sheet on Works Published in the 1990s”, en Charles Bergquist et al., eds., Violence in Colombia 1990-2000 (Wilmington, DE: Scholarly Resources, 2001), 179-94.

18. Gonzalo Sánchez, “Guerra prolongada y negociaciones inciertas en Colombia”, en Gonzalo Sánchez y Eric Lair, eds., Violencias y estrategias colectivas en la región Andina (Bogotá: Norma, 2004), 19.

19. La caracterización del conflicto es el tema del debate en curso. Seguí a tres estudiosos de la vida rural colombiana: William Ramírez Tobón, “¿Guerra civil en Colombia?”, Análisis Político 46 (mayo-agosto 2002), 151-63; Darío Fajardo, “La internacionalización de la guerra”, en Jairo Estrada Álvarez, comp., El Plan Colombia y la intensificación de la guerra: aspectos globales y locales (Bogotá: UN, 2002), 71; Alfredo Molano, “¿Neutralidad?”, El Espectador, 8 de mayo de 2005. Ver también Alfredo Rángel, “Guerra civil de baja intensidad”, El Tiempo, 23 de mayo de 2005.

20. Fernand Braudel, “History and the Social Sciences” (1958), en On History, trad. Sarah Matthews (Chicago: UCP, 1980), 37; Fernand Braudel, “La historia operacional: la historia y la investigación del presente” (1971), Contrahistorias 2 (marzo-agosto 2004), 29-40; Marc Bloch, The Historian’s Craft (Neva York: A. Knopf Books, 1953), 43-47; y Edward Hallett Carr, What is History? (Cambridge: CUP, 1961), 28-29, 35, 69. En Colombia, el trabajo realizado por Darío Betancourt y Marta Luz García resalta esta conexión. Ver Daniel Pécaut, “Los aportes de Darío Betancourt Echeverry”, en Gonzalo Sánchez et al., Los intelectuales y la política (Bogotá: UN, 2004), 107-19.

21. Alison Brysk, “Recovering from State Terror: The Morning After in Latin America”, Latin American Research Review, 38: 1 (febrero 2003), 239; Elizabeth Jelin, State Repression and the Labors of Memory (Minneapolis, MN: UMP, 2003), 46-49.

22. Me refiero a interpretaciones comunes que plantean una predilección por la violencia, que no está ubicada en el tiempo ni sujeta a cambios. Mientras estas interpretaciones prevalecen en las esferas políticas, otras visiones como la de Álvaro Tirado Mejía resaltan el desarrollo de instituciones educativas, cultura política y regulación de la vida privada más autoritarias bajo la Regeneración y a través de la violencia (1880-1964). Estos argumentos, por supuesto, merecen una consideración seria. Ver Fabio López de la Roche, “Cultura política de las clases dirigentes en Colombia: permanencias y rupturas”, en López de la Roche, comp., Ensayos sobre cultura política colombiana (Bogotá: CINEP, 1990), 119-20.

23. James E. Sanders, Contentious Republicans: Popular Politics, Race, and Class in Nineteenth-Century Colombia (Durham, NC: DUP, 2004), 197. Mary Roldán, Blood and Fire: la violencia in Antioquia, 1946-1953 (Durham, NC: DUP, 2002), 14. Ver también Malcolm Deas, “Algunas interrogantes sobre la relación entre las guerras civiles y la violencia”, en Gonzalo Sánchez y Ricardo Peñaranda, eds., Pasado y presente de la violencia en Colombia (Bogotá: Cerec, 1986), 41-46; y David Bushnell, “Politics and Violence in Nineteenth-Century Colombia”, en Charles Bergquist et al., eds., The Violence in Colombia: The Contemporary Crisis in Historical Perspective (Wilmington, de: Scholarly Resources, 1992), 11-30.

24. Cardoso y Faletto, Dependency and Development, 96-99; Tulio Halperín Donghi, The Contemporary History of Latin America (Durham, NC: DUP, 1992[1967]), 282, 383.

25. Ver Daniel Pécaut, Orden y violencia: Colombia, 1930-1953, vol. I (Bogotá: Siglo XXI, 1987), 18; David Bushnell, The Making of Modern Colombia, 284; Marco Palacios, Entre la legitimidad y la violencia: Colombia, 1875-1994 (Bogotá: Norma, 1995), 237.

26. Además de Antonio Gramsci, The Prison Notebooks (Nueva York: International Publishers, 1971[1929-1935]), mi comprensión de la hegemonía de la clase dominante y la fragmentación territorial se ha visto influenciada también por el libro de Antonio Gramsci, The Southern Question, presentado y traducido por Pasquale Verdicchio (West Lafayette, IN: Bordighera, Inc. 1995).

27. Siguiendo las palabras de Catherine LeGrand, Frontier Expansion and Peasant Protest in Colombia, 1850-1936 (Albuquerque, NM: UNMP, 1986), 207, uso el término “campesino” para referirme a “pequeños cultivadores rurales que dependen del trabajo familiar para producir lo que consumen. Los aparceros, arrendatarios, pequeños propietarios y pobladores de la frontera serían, de acuerdo a esta definición, llamados campesinos”. Los campesinos son forzados a pagar tributo en productos comestibles, ganado, servicios laborales y, más frecuentemente, en dinero a una gama de funcionarios e instituciones religiosas y de Estado.

28. Daniel James, Resistance and Integration: Peronism and the Argentine Working Class, 1946-1976 (Cambridge: UCP, 1988); Jeffrey Gould, To Lead as Equals: Rural Protest and Political Consciousness in Chinandega, Nicaragua, 1912-1979 (Chapel Hill, NC: UNCP, 1990); Alan Knight, “Populism and Neo-Populism in Latin America, especially Mexico”, Journal of Latin American Studies 30: Parte 2 (mayo 1998), 223-48; Alan Knight, “Revolutionary and Democratic Traditions in Latin America”, Bulletin of Latin American Research 20:2 (2001), 147-186; Robert Whitney, State and Revolution in Cuba: Mass Mobilization and Political Change, 1920-1940 (Chapel Hill, NC: UNCP, 2001); Richard L. Turits, Foundations of Despotism: Peasants, the Trujillo Regime, and Modernity in Dominican History (Durham, NC: DUP, 2004). Entre los ensayos clásicos tenemos a Ernesto Laclau, Politics and Ideology in Marxist Theory (Londres, NLB, 1982), 143-98; y Carlos Vilas, “Latin American Populism: A Structural Approach”, Science and Society 56:4 (invierno 1992-1993), 389-420.

29. Jeremy Adelman en “Andean Impasses”, New Left Review 18 (noviembre-diciembre 2002), 41-72, describe a Perú y Venezuela como carentes de tradiciones populistas. Como Fernando Coronil sostiene en “Magical Illusions or Revolutionary Magic? Chávez in Historical Context”, NACLA Report on the Americas 33:6 (mayo-junio 2000), el régimen de Chávez se puede entender de mejor manera si se compara con los antecedentes históricos del populismo petrolero de la década de los setenta. A comienzos de esa década tanto el régimen de Velasco en Perú como la administración de Pérez en Venezuela eran populistas —especialmente si los comparamos con el presidente colombiano Misael Pastrana (1970-1974)—. Ver Marco Palacios, “Presencia y ausencia populista: un contrapunto colombo-venezolano”, en Análisis Político 39 (enero-abril 2000), 33-51.

30. Greg Grandin, The Last Colonial Massacre: Latin America in the Cold War (Chicago: UCP, 2004), 188.

31. Para acumulación primitiva, ver Karl Marx, Capital, vol. 1 (Nueva York: Penguin, 1992[1867]), 871-940; David Harvey, The New Imperialism (Oxford: OUP, 2003); Silvia Federici, Caliban and the Witch (Nueva York: Autonomedia, 2004); Retort, Afflicted Powers (Nueva York: Verso, 2005); Mike Davis, Planet of Slums (Nueva York: Verso, 2006). Mientras el marxismo clásico veía la acumulación primitiva como una etapa en el desarrollo histórico precedente a la revolución industrial, es más útil considerarlo como una característica recurrente y permanente del desarrollo capitalista en el que la fuerza laboral se crea a través de la expropiación y privatización de tierras, bosques y ríos que forman las bases materiales de la vida colectiva y comunitaria.

32. Tomado de Antonio Gramsci, “subalterno” ha sido definido en el contexto del estudio del colonialismo y nacionalismo en Asia del sur como “un nombre para el atributo general de subordinación, bien sea que se exprese en términos de clase, casta, edad, género y estudios o de cualquier otra manera¨[…] Reconocemos que, por supuesto, esa subordinación no puede ser entendida excepto como uno de los términos constitutivos en una relación binaria en la que la otra parte es la dominante”. Ranajit Guha, “Preface”, Subaltern Studies I: Writing of South Asian History and Society (Delhi: OUP, 1982), vii. Lo uso para señalar la heterogeneidad de los grupos subordinados en Colombia.

33. En “La colonización de La Macarena en la historia de la frontera agrícola”, en Alfredo Molano et al., Yo le digo unas cosas… La colonización de la reserva Macarena (Bogotá: FEN, 1989), 203; Darío Fajardo denominó esto como el ciclo de “violenciamigración-colonización-violencia”.

34. Nada particular en el siglo XIX o principios del siglo XX, como está esbozado en Barrington Moore, The Social Origins of Dictatorship and Democracy (Boston: Beacon Press, 1969), 437-38.

35. Marco Palacios, Entre la legitimidad y la violencia, 280.

36. Barrington Moore, The Social Origins of Dictatorship and Democracy, 215.

37. Tomé prestada la primera frase de Perry Anderson, Passages from Antiquity to Feudalism (Londres: Verso, 1974), 148, y la última de Gonzalo Sánchez, “Guerra prolongada y negociaciones inciertas en Colombia”, en Gonzalo Sánchez y Eric Lair, eds., Violencias y estrategias colectivas, 58.

La horrible noche - El conflicto armado colombiano en perspectiva histórica

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