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VI

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Al siguiente día me llevaron a un internado con el pretexto, según ellos, de mi educación. No era eso. Era una buena forma para deshacerse de mí y al mismo tiempo alejarme de Carla, e impedir que el esposo de mi tía se enterara del secreto.

Me subieron a una camioneta color negro.

Levanté la mirada a su ventana. Tal vez ella estaba detrás de ese vidrio negro mirando mi partida entre lágrimas, despidiéndose desde lejos.

Sentía que me amaba. Tal vez simples ilusiones, sueños despiertos, esperanzas. Una esperanza que necesitaba para mantenerme con vida. Una vida que ya la veía perdida, pero ella era la ilusión, la razón de estar con vida, de volver a verla algún día y besar sus labios otra vez.

Llegamos al internado y no era nada agradable, paredes manchadas, piso deteriorado, un ambiente de tensión que se respiraba en el aire, mallas de cuatro metros y muchos guardias como si hubiesen sido necesarios, dando la apariencia de la cárcel que en realidad era. Una prisión para mis aspiraciones, el encierro de mi alma, de mis sueños, de mi vida, de mi amor.

Nos recibió la directora, una mujer muy entrada en años. Se llamaba Josefina. Era muy amargada, mala, nunca se casó y por lo tanto no tuvo hijos. No me quisieron recibir porque yo aún no tenía mi cédula de identidad, pues yo nunca había sido inscrito en el registro civil. Ante la sociedad no tenía un nombre ni apelativo. Mi tía le dio un dinero y le dijo: Llámelo Lorenzo. Y la anciana aceptó.

Sabemos que así se resuelven siempre los problemas. Esos estados problemáticos. El dinero es el rey de la humanidad. De esa humanidad enferma que piensa que el dinero lo resuelve todo. Compra muchas cosas, pero jamás comprará la felicidad, la verdadera felicidad. El dinero es poder y lo estaba demostrando.

Una vez dentro del internado doña Josefina me predicó un gran sermón que parecía que nunca iría a terminar. Yo fingí prestar atención. Me leyó las reglas de su institución, pero también las he olvidado.

Me dieron el uniforme y estaba listo para mi primer día de clases con la profesora de cultura física.

La profesora Rosa era la más joven de las maestras, tenía apenas 17 años; con sus piernas largas, su cabello negro, sus ojos color miel y con una cara angelical. Me recibió con una enorme sonrisa y me abrazó como si me hubiera conocido.

Las clases pasaron de lo más normal, hasta llegue a sentirme a gusto. En la noche mis compañeros se pusieron de acuerdo para darme la bienvenida. Eso imaginé.

Llegué a la habitación y todos me rodearon. Tuve miedo, pensé que me irían a golpear, pero no, solo me abrazaron, no dijeron ni una sola palabra y se fueron a sus camas. Me sentí bien. Pensé que al fin había encontrado un buen lugar para vivir. No fue así. Las cosas iban a cambiar.

Narcosis

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