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VIII

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Cumplí diez años y comprendí que las cosas debían cambiar. No estaba dispuesto a seguir siendo el monigote que aguantaba todo con resignación. No quería seguir siendo la burla de todos los mediocres que me rodeaban.

Tenía que hacer algo para que todos me empezaran a respetar.

Tomé una de mis pastillas que me había recetado el médico de la institución.

La verdad estas pastillas me ayudaban a relajarme y a sentirme más seguro en mis decisiones. No recuerdo bien el nombre, pero sí que me ayudaban.

Preparé todo para mi venganza.

Fui a la cocina sin que nadie se percatara.

Los cocineros habían abandonado el lugar.

Después del aseo tomaban dos horas de descanso. Lo sabía. Los había estudiado.

Era mi oportunidad.

Tomé el cuchillo, lo llevé a mi cuarto y lo escondí debajo de mi almohada.

Estaba listo para matar a Sebastián. Lo tenía todo planeado. Cuando él se hubiese ido a su cama yo le clavaría el cuchillo en su pecho.

Me fui al baño y esperé.

Estaba nervioso, no sabía si tendría el valor para hacerlo.

Sentía mucho odio, nunca había matado, ni siquiera a un animal. El valor estaba desapareciendo, pero lo debía hacer. Tomé otra pastilla para tranquilizarme.

Dieron las doce de la noche y subí a la habitación procurando no hacer ruido.

Abrí aquella puerta que nunca tenía seguro, quiso rechinar y no lo permití; di un paso evitando tropezar con el casillero, me acerqué a la cama de Sebastián; estaba profundamente dormido, alce mi mano para clavarle el cuchillo, pero no tuve el valor, no pude hacerlo, esos ataques repentinos que te dan de moral no me lo permitía o tal vez el miedo a lo que podría pasar.

No lo pude hacer, me faltó el valor.

Guardé el cuchillo debajo de mi almohada y fui a mi refugio.

En la mañana siguiente la señora que realizaba la limpieza encontró el cuchillo en mi cama e informo la novedad a la directora.

La directora en cuanto se enteró me mandó a llamar.

Entré a su despacho y ella ya estaba lista con un boyero hecho de cuero de vaca.

No me preguntó qué hacía el cuchillo en mi cama ni tampoco me dejó hablar, empezó a golpearme y lo hizo tan fuerte que fui a parar a la enfermería del internado.

Yo odiaba a la directora, pero después de esa golpiza la quería hasta matar, aunque me hizo un favor después de todo, en la enfermería por fin descansé del grupo de Sebastián y pude dormir en una cama, con cobija y una almohada a la que besé imaginando que era Carla.

Al quinto día me dieron de alta.

Me vestí con el uniforme, cogí mi mochila y salí rumbo al salón de clases, pero no había nadie en el lugar, las sillas no fueron desacomodadas, había papeles en el piso y daba la impresión que nadie había entrado ahí. Salí del salón a buscar a mis compañeros y los encontré en los dormitorios.

—¿Qué pasa? Pregunte a la profesora Rosa que lloriqueaba.

—Alguien mató a Sebastián ¡Alguien lo mató!

—La noticia no me impresionó mucho pues yo lo odiaba y también los demás compañeros.

—Ven acá Lorenzo —dijo la directora que se había dado cuenta de mi presencia y que yo sonreía.

Me acerqué a ella y me llevó a jalones a su despacho.

—Tú mataste a Sebastián, ¿verdad?

—No, yo no lo hice— le respondí.

El cuchillo de la cocina estaba clavado en el pecho de Sebastián y como yo lo había tomado hace cinco días atrás, tenía toda la razón de pensar que yo le había arrebatado la vida.

—Eres un asesino —dijo.

—Yo no lo maté.

—¿Entonces quién lo hizo?

—No lo sé, ¡cómo podría saberlo!

—Tú tenías el cuchillo. Para qué lo llevaste.

No respondí.

—Respóndeme. Si no me respondes te volveré a golpear.

No respondí.

No me golpeó, pero me encerró en un cuarto que ella llamaba de castigo, para los niños incorregibles, para los niños rebeldes como yo. No sé qué pasaba afuera ni lo quería saber. El miedo me invadió; el estar solo en ese cuarto oscuro, la oscuridad me aterraba, no me gustaba el encierro, creo que sufro de claustrofobia. Tal vez esa sea la razón de no haber podido matar a Sebastián.

Alguien abrió la puerta y la claridad no me permitió ver de quién se trataba, y cuando lo pude hacer la vi, era la directora, estaba parada, tomando una taza de café y me miraba fijamente.

—¿Qué voy hacer contigo, Lorenzo?

Dijo mientras daba un sorbo a su café.

—Eres demasiado problemático y no estoy dispuesta a soportarte más, no tienes a nadie y yo no te voy a seguir cuidando.

Dio otro sorbo mientras me veía fijamente a los ojos. Era una mirada llena de soledad, amargura y rencor acumulado por dentro.

—Eres un niño problema. Nadie te quiere. Eres un estorbo para la sociedad.

Esas palabras me lastimaron, me humillaron y lo peor de todo, era verdad.

—Pero ahora recuerdo que sí tienes a alguien.

Y se detuvo. Soltó su tasa de café y se cayó al piso.

No entendí qué pasaba, no sabía qué hacer, estaba desmayada o muerta, no deseaba averiguarlo. Salí corriendo del lugar sin entender que le sucedió a la directora. Nadie iba a creer mi versión.

Corrí por todos lados buscando alguna reja por donde salir, no tenía oportunidades de escape. Estaba desesperado, me imaginaba encerrado en una cárcel por algo que no cometí. Mi cabeza daba vueltas, sentí mareos, náuseas no encontraba una salida, no sabía qué hacer, escuché unos pasos que se acercaban hacia mí con mucha rapidez, no dudé y corrí para no ser visto, no sabía dónde esconderme y ahí estaba, frente a mí, el ataúd de mi compañero, esa quizá era mi única esperanza de escape.

No había otra forma de salir de ese lugar.

Recordé unas palabras de la directora.

De aquí solo pueden salir muertos.

Narcosis

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