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Estaba sentado en un banco bebiendo una taza de té. Vivía en una casa de color blanco, aunque nunca le gustó ese color. Tenía su mirada perdida, apuntando a ninguna dirección. Estaba tranquilo, nada lo interrumpía, nada lo molestaba, nada lo perturbaba, hasta que su mano tocó un objeto cuadrado que sintió que estorbaba dentro su chaqueta.

Lo invadió la curiosidad, y decidió extraerlo del bolsillo; era una vieja libreta arrugada, con sus pastas derruidas, sucia por tantos años de abandono. Lo curioso para él fue encontrar su nombre escrito en la libreta, pues el título decía El diario de Lorenzo.

Lorenzo abrió la libreta para ojearla y después de una corta revisión la cerró. Lo invadió una profunda curiosidad y angustia. La abrió por nueva ocasión. ¿Eran acaso palabras que no recordaba, frases sin sentidos, anécdotas o simplemente memorias que en alguna ocasión se le habría ocurrido escribir? No tenía idea, debía indagar. Sintió un dolor en el pecho. ¿Eran sucesos que ya no recordaba, una existencia que ya se había vivido, un sinfín de pensamientos que se amontonaban por momentos? Debía averiguar de qué se trataba.

Se acomodó en su banco para leer con detenimiento.

Yo, Lorenzo he decidido escribir este diario por si acaso algún día se me olvida lo vivido. No consigno mi apellido porque no lo tengo. Las circunstancias que me orillaron a cometer actos que jamás debí haber cometido son las que ahora me atormentan en el presente. Caí en deudas en el pasado y no las honré. Hoy las estoy pagando.

En realidad, todos pagamos lo que debemos, aunque en algunas ocasiones algunos más de la cuenta. Lo peor es que no recuerdo todo lo que hice y lo que dejé de hacer.

¡Quién desea acordarse de su miseria! Aunque nadie puede asegurar que toda mi vida haya sido una miseria, quizá simplemente ya estaba escrito mi destino. No lo sé.

No recuerdo donde ocurrió todo, ni las horas, ni los lugares, ni los momentos donde tal vez fui feliz. No recuerdo mucho. Por eso escribo. Por eso escribí para recordarlo, para no olvidar lo que hice, para no olvidar los pecados, para no olvidar lo que ya olvidé.

Perdí a mi madre en el momento de nacer y nunca supe el paradero de mi padre. Por esa razón fui a vivir a casa de mi tía Carlota. En aquel momento no sabía por qué mi tía se hacía cargo de mí.

Llegamos a la casa color azul que se combinaba con el hueso de sus paredes interiores y debo confesar que esos colores no me agradaban. No he sido muy amigable con los colores y, lo tengo que revelar, mucho menos he seguido un orden cronológico en mi narración. No creo en que un color haga la diferencia en tu vivir diario, como afirman ciertos psicólogos fabuladores de teorías que tal vez sean ciertas. Personalmente creo que es puro cuento. Solo nuestros buenos actos o nuestras falencias hacen la diferencia.

Nuestra forma de actuar y proceder en este maldito mundo, y digo maldito no porque en realidad lo sea, lo digo solo porque yo no tuve suerte o porque yo presté demasiado y no quise pagar.

Sabemos que somos buenos para pedir, pero muy malos a la hora de pagar. Eso lo sabemos y aun así seguimos haciendo lo mismo y nos justificamos con el banal pretexto de que “somos humanos”. Pero si somos humanos deberíamos saber que somos los animales más inteligentes en este mundo. Tal vez nuestra inteligencia es la que nos liquida. No lo sé, quizá nunca lo sepa.

Narcosis

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